—¿Queréis descansar un rato? Puedo extender los colchones.
—¿Quién es el dios del santuario? —preguntó Shigeru.
—Hachiman —respondió ella.
"El dios de la guerra."
—Me gustaría que se entonaran cánticos por los muertos —explicó Shigeru—, y purificarme de la contaminación de la muerte antes de dormir.
—Iré a decírselo al sacerdote —repuso la mujer con tono tranquilo.
—No hace falta que me acompañes —indicó Shigeru a Kenji—. Supongo que querrás dormir.
—Puedo esperar —respondió Kenji.
—Sería una hipocresía rezar por las almas de los hombres a los que tú y la Tribu traicionasteis.
—No he traicionado a nadie —replicó Kenji con calma—. Sabía que Noguchi se volvería contra ti, pero no fui yo quien le indujo a ello, Iida Sadamu le convenció por medio de una oferta que ningún hombre en su sano juicio rechazaría. La generosidad de Iida estuvo provocada por el miedo a una alianza entre los Otori y los Seishuu.
—Alianza de la que le informó tu sobrina, después de jurar que no lo haría. ¡Tuvo que haber sido ella!
—Uno no puede sentirse ultrajado cuando las personas actúan de acuerdo con su propia naturaleza. En este caso, es lo que hicieron todos los implicados. Deberías enfadarte contigo mismo por no haber sido capaz de reconocer las naturalezas de las que te hablo. Eso es lo que a Sadamu se le da tan bien, y la razón por la que se impuso a ti y a todos los demás, y siempre se impondrá.
Shigeru puso freno a su cólera con visible esfuerzo mientras volvía a notar en las venas el latido de la fiebre.
—¿A menos que yo aprenda a hacer lo mismo?
—Bueno, todavía eres joven; aún hay esperanzas.
Shigeru respondió:
—Mientras tanto, debo rezar por los muertos.
* * *
Recorrió los varios centenares de pasos que conducían al santuario. En el recinto interior ardía el incienso. Shigeru dejó que el humo le envolviera y aspiró la densa fragancia.
El sacerdote le recibió a la entrada de la cueva. Vestía mantos rojos y blancos, se cubría la cabeza con un pequeño gorro negro y portaba un bastón coronado con borlas de paja blanquecina; pero a pesar de sus vestiduras religiosas, tenía el mismo aspecto de guerrero que los guardias del portón de entrada. Shigeru le siguió hasta el oscuro interior. Unas cuantas lámparas ardían, arrojando humo ante la estatua del dios. Shigeru se arrodilló, sacó a
Jato
de su cinturón y se lo dedicó en silencio a Hachiman. Comenzó a rezar. "La Tribu mantiene un santuario —pensó con la coherencia que la fiebre le permitía—. También deben de venerar a los dioses y honrar a los muertos".
—¿Cómo se llama el difunto? —preguntó el sacerdote con murmullos.
—No es uno, son muchos —respondió Shigeru—. Digamos que eran guerreros del clan Otori.
"¿Cuántos? ¿Cuatro mil? ¿Cinco mil?", se preguntó. Se estremeció otra vez, lamentando no haber sido uno de ellos. Comenzaron los cánticos. El humo provocaba que los ojos le escocieran y Shigeru permitió que rompieran a llorar; las lágrimas sin contener le surcaban las mejillas y le resbalaban por la barbilla recién afeitada.
Cuando la ceremonia terminó y Shigeru se levantó, cayó en la cuenta de que numerosas personas habían entrado en la cueva silenciosamente y se encontraban a su alrededor, arrodilladas o de pie, con la cabeza inclinada. No sabían quién era él, pero era palpable que sentían compasión por su congoja, al verle como un guerrero solitario, ahora sin señor, que penaba por las muertes de sus amigos y compañeros.
No tomó por una farsa la actitud de los presentes —en ese caso, sería tan artificiosa como cruel—, y se sintió conmovido y desconcertado al mismo tiempo, al entender que la personalidad y las costumbres de los miembros de la Tribu eran más complicadas y sutiles de lo que daban a entender en un primer momento sus actividades como espías.
Regresó a su lugar de alojamiento, con Kenji a unos pasos por detrás de él.
—Me ha reconfortado ver a tantos de los vuestros rezando conmigo —dijo Shigeru—. Te ruego que se lo agradezcas de mi parte. ¿Pero por qué lo hicieron?
—En cierta forma, son Otori —respondió Kenji—. Su hogar es el País Medio. Han tenido noticias de la batalla. Se dice que las pérdidas han sido cuantiosas; quizá algunos de los muertos fueran amigos suyos, incluso parientes. Nadie lo sabe todavía.
—¿Pero a quién deben su lealtad? ¿Quién es el propietario de estas tierras? ¿A quién pagan sus impuestos?
—Interesantes preguntas —respondió Kenji con voz suave, y luego, entre bostezos, cambió de tema—. Puede que Matsuda te enseñara a sobrevivir indefinidamente sin dormir, pero yo necesito echar una cabezada ahora mismo. Por cierto, ¿cómo va tu herida de la cabeza? Puedo darte la misma infusión que te di aquella vez para Matsuda.
Shigeru declinó el ofrecimiento. Acudieron a las letrinas, situadas en el extremo más alejado de la aldea, donde las evacuaciones podían ser arrojadas directamente a los campos de cultivo, más abajo de la ladera. De regreso en la cueva, se despojó de la vestimenta y, en ropa interior, se tapó con la colcha de cáñamo y colocó sus armas bajo el colchón. Olía a humo y a alguna hierba que no fue capaz de identificar. Se quedó dormido casi de inmediato, pero se despertó ardiendo y con una sed insoportable. Había luz. Pensó que debía de ser la mañana siguiente y le atacó un terrible sentimiento de urgencia. Empezó a incorporarse, buscando su sable a tientas.
Kenji se despertó al instante y gruñó:
—Vuélvete a dormir.
—Tenemos que ponernos en marcha —respondió Shigeru—. Debe de haber amanecido hace tiempo.
—No, oscurecerá dentro de una hora. Apenas has dormido.
Kenji llamó a la mujer, quien llegó al cabo de un rato con agua y un tazón lleno de la infusión de corteza de sauce que El Zorro le había dado a Shigeru cuando se conocieron.
—Vamos, bébetela —dijo Kenji, exasperado—. A ver si podemos dormir un poco.
Shigeru se bebió el agua de un trago; el agradable frescor le aplacó la sequedad de la boca y la garganta. Luego, más despacio, se tomó la infusión. La corteza de sauce amortiguó el dolor y consiguió que la fiebre remitiera momentáneamente. Cuando volvió a despertarse, había oscurecido. Escuchaba la respiración profunda de sus dos acompañantes mientras dormían. Necesitaba orinar, y se levantó para encaminarse a las letrinas; pero las piernas no le obedecían, se le doblaban bajo el cuerpo y le hacían caer hacia delante.
Oyó que Kenji se despertaba y trató de disculparse. Estaba seguro de que aquella mujer era Chiyo, la vieja criada de su madre, y empezó a explicarle algo pero, al instante, se le olvidó de qué se trataba. La mujer trajo un bacín y le indicó que hiciera pis en él, justo lo que Chiyo hacía cuando él era niño. Luego trajo trapos empapados en agua y ella y Kenji se turnaron para ir enfriando el cuerpo de Shigeru, que sudaba con profusión. Más tarde, la fiebre volvió a dar paso a los escalofríos; la mujer se tumbó junto al enfermo, tratando de trasladarle el calor de su propio cuerpo. Shigeru se adormecía y volvía a despertarse. Creyó que se encontraba junto a Akane en Hagi, en la casa del pinar, antes de la batalla, antes de la derrota.
Entre Kenji y la mujer impidieron que muriera. La fiebre fue intensa pero de corta duración. Mientras la herida de la cabeza se curaba, la temperatura del cuerpo fue bajando. Dos días más tarde Shigeru empezó a recuperarse. Estaba desesperado por regresar a Hagi, pero ahora su actitud era más racional y fue capaz de aceptar que necesitaba recuperar fuerzas antes de seguir el viaje.
La mujer, cuyo nombre nunca llegó a conocer —Kenji se dirigía a ella familiarmente como "hermana mayor", aunque así llamaba él a cualquier conocida de su misma edad o que le superase en pocos años—, pasaba el día atareada con las labores domésticas; sus manos nunca estaban ociosas. Bajo el letargo que le invadía tras la fiebre, Shigeru la observaba, fascinado por el talento y la frugalidad que en su vida cotidiana demostraba aquella mujer, quien le contó algunas cosas sobre la organización de la aldea. La población se componía de tres familias, quienes al contrario que la casta de los campesinos, de rango inferior, disponían de apellido. Se trataba de los Kuroda, los Imai y los Muto. La mayoría de las decisiones se tomaban en conjunto, pero el jefe era siempre un miembro de los Muto, un pariente de Kenji. En el Este imperaban los Kikuta, explicó la mujer; pero en el País Medio, los Muto eran la familia principal.
Kikuta. El apellido le resultaba familiar. Sí, su padre le había contado que la mujer de la que se había enamorado —o acaso le había hechizado— se apellidaba Kikuta. La conversación le vino a la memoria con nitidez, y recordó los sufrimientos y las decepciones de la vida de su padre.
—Y si el jefe de la aldea muere sin hijos varones adultos, su esposa o su hija asumen el cargo —añadió la mujer—. Puedo hablar contigo con libertad, aunque no seas de los nuestros, ya que eres un viejo amigo de Kenji.
—No somos exactamente viejos amigos. ¿Acaso te lo ha dicho él?
—No con esas palabras; lo di por sentado por la forma en que te cuida. No suele ser tan afectuoso, créeme. Me ha sorprendido. Sabe mucho sobre plantas y hierbas medicinales; pero por lo general no las utiliza para curar, no sé si me entiendes. —Shigeru se quedó mirándola fijamente, y ella se echó a reír—. Debe tener algún vínculo contigo de una vida anterior.
No era una explicación muy satisfactoria, si bien no parecía existir otra. Shigeru no deseaba explayarse demasiado delante de la mujer ni del resto de los habitantes de la aldea. No quería que conociesen su identidad, y sospechaba que algunos de ellos tenían los poderes extraordinarios sobre los que había oído hablar y que ya había presenciado en Muto Kenji. Pero cuando una semana más tarde iniciaron juntos la marcha, tuvieron más oportunidades de hablar.
La noche anterior a la partida, Shigeru entregó las ropas que había vestido durante la batalla a la mujer, quien prometió lavarlas, remendarlas y regalarlas al santuario. A cambio, ella le ofreció una túnica desgastada, sin distintivos y teñida de añil; Kenji se enfundó otra parecida y luego envolvió las empuñaduras de los sables con tiras de piel de tiburón, de tono oscuro, para ocultar los adornos. La mujer también les proporcionó sandalias de paja nuevas y sombreros de juncia que había elaborado durante el invierno. El de Shigeru le ocultaba la herida a medio curar que le atravesaba un lado de la cabeza.
—Ahora parecéis hermanos —comentó ella con satisfacción.
En los años por venir, Shigeru viajaría con frecuencia de aquella manera por todo el territorio de los Tres Países, atravesando enormes montañas cubiertas de bosques a lo largo de senderos apenas conocidos y enmascarando su propia fortaleza y el poder de su sable; pero aquélla era la primera vez que haría un viaje similar, sin que se le pudiera reconocer como el heredero del clan Otori, sino como un humilde viajero con tan pocas necesidades como expectativas. El recuerdo de los muertos le había sumido en un estado de ánimo taciturno; sin embargo el día era hermoso, el aire limpio y la brisa del sur, cálida y suave. Las ranas campana y las ranas de árbol croaban a lo largo del arroyo y, hacia el mediodía, el bosque se inundó con la estridente melodía de las cigarras tempranas. La arveja, las margaritas y las orquídeas silvestres tachonaban la hierba, y los insectos zumbaban alrededor de las flores de tilo.
Se mantuvieron apartados de la carretera y optaron por seguir una senda que discurría por encima de las cordilleras. La subida era empinada y las vistas desde lo alto del puerto de montaña resultaban de una belleza sublime. Hacia el norte, más allá del litoral ribeteado de blanco, el mar se perdía en la distancia. Sobre su superficie, las barcas de pesca se veían como motas diminutas y las islas verdes se elevaban como montañas atrapadas en medio de una inmensa riada azul.
Pasaron la primera noche en una apartada granja, a los pies de la cordillera. El granjero, sus hijos y las familias de éstos conocían a Kenji. No parecían haberse enterado de la batalla, y ninguno de los recién llegados la mencionó. Todos ellos se mostraban un tanto sobrecogidos ante la presencia de Kenji, y trataban a sus invitados con tanta deferencia que apenas se atrevían a hablar.
La mañana siguiente, Shigeru aprovechó la mayor amplitud del sendero para entablar conversación con su acompañante. Su padre, Shigemori, no se le iba de la mente. La traición que había sufrido tendría que ser vengada, al igual que su muerte; pero a Shigeru también le preocupaba el hijo perdido que pertenecía a la Tribu, a la familia Kikuta. Deseaba interrogar a Kenji acerca de él, mas la cautela se lo impedía. En primer lugar, trataría de averiguar las verdaderas intenciones de aquel hombre, la razón por la que le había ayudado y la recompensa que exigiría a cambio.
—Supongo que informarás a Sadamu de mi huida —dijo Shigeru.
—No será necesario. Cuando estés de vuelta en Hagi, será del dominio público. A Iida no le va a gustar. Dará algún otro paso en tu contra. ¿Confías en tus tíos?
—Todo lo contrario.
—Haces bien.
—Por eso precisamente tengo prisa por volver. No esperarán a que se confirme mi muerte para aferrarse al poder. —Pasados unos segundos, Shigeru añadió:— Imagino que ése puede ser el motivo por el que me has retenido tantos días en las montañas.
—¡No te he retenido! ¿Acaso se te ha pasado por alto que has estado dos días delirando y que después te encontrabas demasiado débil para viajar? ¡Te salvé la vida! Con razón se dice que el hombre al que le salves la vida te odiará para siempre —añadió, con una nota de amargura.
—Te estoy agradecido —respondió Shigeru—. Lo que ocurre es que no entiendo por qué lo hiciste. Has estado trabajando para Iida como confidente e intermediario. ¿Por qué habías de devolverme mi sable y ayudarme a escapar cuando tu señor quiere mi cabeza?
—Yo no tengo señor. Sólo entrego mi lealtad a mi familia, y a la Tribu.
—Tu familia, dices, como esa hipócrita sobrina tuya. ¡Y tú me hablas de lealtad! Desconoces el significado de esa palabra.
Shigeru notó que la cólera le invadía, aportándole un renovado vigor. Kenji parecía igualmente furioso pero, haciendo un esfuerzo por mostrarse impasible, respondió:
—Puede que los miembros de la Tribu entendamos la lealtad de manera diferente a los guerreros, pero sí que conocemos su significado. Si yo tuviera la intención de venderte a Iida, ya lo habría hecho. —Tras una pausa, prosiguió:— He estado pensando en el futuro, Iida no debería salirse siempre con la suya. Tenemos que mantenerle alerta. Necesitamos gente que le haga permanecer despierto por las noches, preocupándose por lo que se está tramando en su contra.