Shigeru divisó a una muchacha de gran belleza, lo que le sorprendió, pues nadie le había comentado que fuera hermosa. Su cabellera, larga y espesa, enmarcaba un rostro pálido de boca pequeña y ojos almendrados. Vestía una túnica amarilla, del mismo tono que las hojas caídas de los ginkgos, bordada con faisanes dorados. La joven no dio muestras de haberle visto y se dirigió al borde del arroyo, donde un puente de madera con peldaños atravesaba los lechos de nenúfares, y apartó la vista de Shigeru para dirigirla hacia el valle, como si se estuviera empapando del maravilloso panorama.
A pesar de su belleza (o tal vez a causa de ella: la había imaginado como gobernante y ahora la veía como mujer, y muy joven), Shigeru decidió que se marcharía sin detenerse a hablar; pero para salir del jardín tenía que pasar necesariamente junto a ella. Pensó: "Si se dirige a mí, me detendré. Si no me dice nada, me limitaré a pasar de largo".
Shigeru bajó por el sendero y atravesó el arroyo. Ella se giró ante el sonido de las pisadas de él sobre los guijarros del camino, y las miradas de ambos se encontraron.
—¿Señor Otori? —dijo ella.
En los años que siguieron, Shigeru sería testigo de cómo Naomi se iba convirtiendo en una mujer caracterizada por la compostura y el autocontrol. En ese momento se fijó en que era tan sólo una muchacha, no mucho mayor que él. A pesar de la calma aparente de la joven se adivinaba su inseguridad, su madurez por completar, aunque ya estaba casada y era madre.
Shigeru hizo una reverencia a modo de respuesta, si bien permaneció en silencio. Ella prosiguió, de manera un tanto precipitada:
—Me llamo Maruyama Naomi. Siempre he deseado visitar este jardín. Soy una gran admiradora de la obra de Sesshu, quien visitaba con frecuencia mi ciudad natal. Le consideramos como uno de los nuestros.
—Sesshu debe pertenecer al mundo entero —respondió Shigeru—. Ni siquiera los Otori pueden reclamar su propiedad. Hace un momento estaba yo pensando en lo mucho que este jardín me recuerda al País Medio, en miniatura.
—Conocéis bien el jardín, imagino.
—Me alojé aquí durante un año. He traído a mi hermano para que se quede en el templo una temporada parecida.
—Le vi antes; se parece mucho a vos —esbozó una sonrisa—. ¿Y luego regresaréis a Hagi?
—Sí, pasaré allí el invierno.
Tras esta breve conversación, ambos se quedaron en silencio. El ruido de la cascada pareció aumentar en intensidad. Una bandada de golondrinas remontó el vuelo desde el suelo y ascendió revoloteando hasta las ramas de un arce, esparciendo las hojas color púrpura.
"No tiene sentido decir nada —pensó Shigeru—. Es demasiado joven; no puede ayudarme".
—Tengo entendido que el señor Otori es aficionado a la cetrería —comentó ella de repente.
—La practico cuando tengo tiempo; es una excelente actividad.
—¿Os agradaron las llanuras de Kibi?
—Disfruté de la excursión, pero confiaba en una presa mejor.
—A veces, la presa es superior a la que se espera —dijo ella, con el indicio de una sonrisa—, como debió de ocurrir en Chigawa.
—¿Acaso todo el mundo conoce esa historia?
—Quizá demasiada gente para vuestra conveniencia —respondió Naomi, clavando la mirada en el rostro de su interlocutor—. Corréis un gran peligro —hizo un gesto en dirección al jardín—. El País Medio está abierto al Este.
—¿Pero acaso se halla protegido por el Oeste? —preguntó Shigeru.
—Caminemos un rato —propuso Naomi, sin ofrecer una respuesta directa—. Hay un pabellón, tengo entendido. La mujer que me atiende se asegurará de que nadie nos moleste.
»
Tal vez sepáis —dijo ella una vez que se hubieron instalado en el pabellón— que mi matrimonio implica una estrecha alianza de los Maruyama con los Tohan. Todos esperan que esta circunstancia coloque nuestro dominio bajo el mando de los Iida; pero me resisto a permitir que los Tohan nos controlen. Temo sobre todo que nuestra antigua tradición de heredar por la línea femenina de la familia sea abolida. Tengo una hija de tres años y estoy decidida a que ella sea mi heredera. A pesar de mi matrimonio, a pesar de la alianza, siempre resistiré cualquier intento de cambiar lo establecido.
»Mi marido me ha explicado repetidamente lo mucho que esta tradición desagrada y contraría a la familia Iida. Los Iida odian cualquier cosa que, a su entender, pueda desafiar o poner en cuestión su derecho a ostentar el poder absoluto. He estado en Inuyama y he sido testigo de la forma en que tratan a sus mujeres. He visto cómo durante los años en los que la casta de los guerreros ha ascendido al poder, las mujeres han sido reducidas a meros objetos; se las ha utilizado para formar alianzas a través del matrimonio o para dar hijos a sus maridos, pero jamás se les ha permitido el mismo rango que a los hombres, ni siquiera han podido disponer de ningún poder efectivo. Sólo Maruyama es diferente.
Naomi apartó la vista en dirección al valle, y luego sus ojos regresaron al rostro de Shigeru.
—¿Me ayudará el señor Otori a proteger mi dominio y a mi pueblo?
—Yo buscaba la ayuda de los Seishuu —admitió él.
—Entonces, debemos ayudarnos mutuamente. Seremos aliados.
—¿Podéis conseguir que la totalidad del Oeste se alíe con los Otori? —preguntó Shigeru, y luego añadió:— Necesito algo más que comprensión por vuestra parte. No quisiera parecer insolente, pero he visto cómo operan los Iida en el Este, la manera en que han dominado a los Tohan destruyendo a las familias que no se sometían a su voluntad, utilizando a sus hijos, sobre todo a las hijas, como rehenes. Perdonadme, pero sois particularmente vulnerable. Decís que tenéis una hija de tres años, vuestro marido mantiene fuertes vínculos con la familia Iida; vuestra hija será enviada a Inuyama en cuanto cuente con la edad suficiente.
—Tal vez. Tengo que estar preparada para ello, pero por el momento ni siquiera Iida Sadamu tiene la potestad para exigir rehenes a los Maruyama. Y si los Otori pueden mantenerle a raya, nunca lo hará.
—El País Medio es una defensa útil —observó Shigeru, no sin cierta amargura—; pero si nosotros caemos, el Oeste seguirá.
—Los Seishuu lo sabemos, por eso Iida no encuentra aliados entre nosotros.
—No podemos luchar en dos frentes —dijo Shigeru—; pero yo tampoco dejaría Yamagata sin defender, hacia el sur y hacia el oeste.
—Tenéis mi promesa de que no atacaremos y tampoco permitiremos ninguna incursión por parte de los Tohan.
Shigeru no pudo evitar quedarse mirando a su interlocutora, sumido en la duda. ¿Cómo podía ella formular semejantes afirmaciones? Ni siquiera Arai Daiichi, un hombre, un primogénito, había podido hacerle ninguna promesa al respecto. Tal vez Naomi hubiera acudido a verle a Terayama con el conocimiento de Iida, actuando como señuelo con objeto de otorgarle una falsa seguridad.
—Podéis confiar en mí —dijo ella—. Lo juro.
Muto Shizuka también le había hecho un juramento, y delante de testigos. En aquel jardín nadie los escuchaba, con la excepción de las golondrinas.
—¿Acaso no os fiáis de nadie? —preguntó Naomi, al ver que pasado un buen rato Shigeru no respondía.
—Me fío de Matsuda Shingen.
—Entonces, formularé el juramento ante él.
—Creo en vuestras intenciones —puntualizó Shigeru—, lo que me hace dudar es vuestra capacidad para conseguirlas.
—¿Porque soy mujer?
Shigeru apreció un fugaz destello de rabia en el rostro de la joven, y sintió una oscura decepción consigo mismo por el hecho de persistir en insultarla.
—Perdonadme —dijo—, no se trata sólo de eso. Debido a las circunstancias...
Ella le interrumpió.
—Si vamos a mantener tratos, tenemos que ser sinceros desde el principio. Pensáis que no estoy habituada a la manera en que me miráis; pues bien, lo he estado desde niña. Conozco todos vuestros pensamientos: durante toda mi vida me los han comunicado con mucha menos cortesía y transigencia que la que vos mostráis. Suelo tratar con hombres mayores que vos, con menos poder por herencia familiar, tal vez, pero desde luego mucho más retorcidos. Sé cómo alcanzar mis propios fines y cómo imponer mi voluntad. Mi clan me obedece; estoy rodeada de lacayos en los que puedo confiar. ¿Dónde imagináis que está mi marido ahora? Se ha quedado en Maruyama, por orden mía. Viajo sin él cuando me place —clavó las pupilas en Shigeru y sostuvo la mirada de éste—. Señor Otori, nuestra alianza sólo funcionará si entendéis todo esto que os digo.
Se produjo un intercambio entre ellos, una especie de reconocimiento mutuo. Ella hablaba movida por el convencimiento de su propio poder, el mismo que Shigeru albergaba con respecto a sí; en su caso, de manera tan profunda que se diría que formara parte del tuétano de sus huesos. Ambos habían sido criados de la misma manera, para ser cabezas de sus clanes respectivos. Naomi era su igual, y también era la igual de Iida Sadamu.
—Señora Maruyama —dijo Shigeru con tono formal—. Confío en vos y acepto vuestra oferta de alianza. Gracias, contad con mi más profunda gratitud.
Ella respondió de manera similar:
—Señor Otori, a partir de hoy los Maruyama y los Otori son aliados. Me siento profundamente agradecida por vuestra defensa de mi causa.
Shigeru notó que una sonrisa le brotaba en el rostro, y Naomi también le sonrió abiertamente. El momento se prolongó acaso demasiado, y cuando ella volvió a tomar la palabra se interrumpió un silencio que resultaba, en cierto modo, embarazoso.
—¿Os gustaría acompañarme a los aposentos de las mujeres? Prepararé el té.
—Encantado.
Naomi hizo una profunda reverencia y se levantó. Shigeru la siguió por el sendero, entre las rocas y los arbustos de hojas oscuras. Dejaron a un lado las naves principales y los patios del templo y descendieron por la cuesta, donde varios edificios de pequeño tamaño habían sido reservados para el uso de las mujeres visitantes. El pabellón para invitados principal se encontraba un poco más arriba de la pendiente, alrededor de los manantiales de agua caliente; más allá, bajo los cedros enormes, estaban las tumbas de los señores Otori y las de sus lacayos; las lápidas y linternas cubiertas de musgo se remontaban a cientos de años. Las palomas zureaban desde los tejados y las golondrinas piaban bajo los aleros. Desde el bosque más allá llegaba el áspero chillido de los milanos reales. En las profundidades del templo sonó con nitidez el tañido de una campana.
—Será una noche fría —observó la señora Maruyama.
—¿Os alojaréis aquí?
—No, pasaré la noche en la posada al pie de la montaña, y mañana regresaré a Maruyama. ¿Os quedaréis unos días en el templo?
—Dos, como mucho. Quiero esperar a que mi hermano se haya instalado y hay varios asuntos sobre los que deseo que Matsuda me aconseje. Después, tengo que atender una serie de cuestiones en Yamagata (el feudo se administra desde allí en esta época del año); pero regresaré a Hagi antes del solsticio, antes de la llegada de las nieves.
Llegaron a la veranda del edificio de alojamiento y se descalzaron sobre los tablones. Una mujer algo mayor que Naomi acudió a saludarlos.
—Es mi acompañante, Sugita Sachie —dijo la señora Maruyama.
—Pase, por favor, señor Otori. Es un gran honor.
Una vez que estuvieron sentados, Sachie llevó agua hirviendo y los utensilios para el té, y la señora Maruyama preparó la infusión. Sus movimientos resultaban precisos y elegantes; el té era amargo y espumoso. Después de beberlo, la señora Maruyama dijo:
—Tengo entendido que conocéis a la hermana de Sachie. Está casada con Otori Eijido.
Shigeru esbozó una sonrisa.
—Confío en detenerme a verlos en mi camino de regreso a Hagi. Será un placer informar de este encuentro a tu hermana. Admiro mucho a tu cuñado.
—Sachie escribe a su hermana con mucha frecuencia —indicó la señora Maruyama—. Podéis recibir mensajes de ella, de vez en cuando.
—Lo estoy deseando —respondió Shigeru. La conexión familiar le tranquilizó.
Conversaron un rato sobre la familia de Eijiro, y luego sobre pintura y poesía. La educación de Naomi parecía tan dilatada como la suya propia, y resultaba evidente que ella entendía el lenguaje de los hombres. Al cabo de un rato la conversación tomó un tinte más personal. Shigeru se descubrió a sí mismo exponiéndole sus preocupaciones en cuanto al bienestar de la población, su propio deseo de justicia.
—Nuestra reciente confrontación con los Tohan en el Este se produjo porque atravesaron la frontera y se dedicaron a matar y a torturar a nuestro pueblo.
Shigeru recordó que la mujer de Chigawa le había contado que muchos de los miembros de la secta de los Ocultos encontraban refugio en Maruyama; de hecho, Nesutoro, el hombre al que habían rescatado, se hallaba de camino hacia allí con las cartas de salvaguarda que Shigeru le había proporcionado.
—Nos llegaron algunas noticias —la señora Maruyama intercambió una fugaz mirada con Sachie—. La persecución a los Ocultos por parte de los Tohan es otra de las razones por las que jamás les permitiré que asuman el control de Maruyama. No suelo hablar de este asunto abiertamente, y confío en que no lo divulguéis; pero los Ocultos se hallan bajo mi protección.
—Sé muy poco sobre ellos —respondió Shigeru, deseando en cierto modo interrogar a Naomi directamente—; pero la tortura me parece abominable. Su utilización para obligar a las personas a negar una doctrina con la que se sienten profundamente identificadas es un acto de barbarismo impropio de nuestra casta.
—Entonces, tenemos un motivo más para unirnos en contra de Iida —concluyó ella.
Shigeru se levantó con intención de marcharse; Naomi permaneció sentada, pero hizo una profunda reverencia y su cabellera se dividió en dos, dejando la nuca al descubierto. Shigeru se sorprendió y también se avergonzó de su deseo de introducir las manos bajo la sedosa masa y rodear la cabeza de ella con las palmas.
Dos días más tarde, Shigeru se despidió de su hermano y emprendió el viaje de regreso a Hagi. El estado del tiempo cambió y empezó a lloviznar de manera intermitente. La lluvia era fría; el viento que soplaba desde el este tenía un matiz helado que le traía a la mente las próximas nieves del invierno. Kiyoshige aguardaba con los caballos a los pies de la montaña, junto a Otori Danjo y Harada, los mensajeros que Shigeru había enviado para organizar las reuniones con los Seishuu. Se dispusieron a cabalgar hasta Misumi, el hogar de Danjo, y ambos hombres explicaron al heredero de los Otori las conclusiones que habían sacado de sus misiones respectivas.