Shigeru no recibió noticias hasta finales del tercer mes, cuando Irie Masahide regresó del sur del país. Había recogido a Moe en casa de sus padres, donde la joven había pasado el invierno, y la llevó de vuelta a Hagi. El lacayo de los Otori mostraba un optimismo poco habitual en él, pues había recibido firmes declaraciones de apoyo por parte de Noguchi, y también de los Yanagi, la familia de Moe. De esa manera, los territorios del sur y del oeste del País Medio estaban asegurados.
En cuanto el estado del tiempo lo permitió, Shigeru renovó sus esfuerzos con objeto de expulsar a sus tíos del castillo. Consiguió persuadir a su padre para que les impusiera una especie de exilio: Shigemori los envió a la campiña y les ordenó que se abstuvieran de ejercer cualquier actividad pública. Para asombro de Shigeru, Shoichi, Masahiro y sus respectivas familias emprendieron la marcha sin poner reparos. Viajaron en ostentosas procesiones que dejaban a los lugareños boquiabiertos por el gasto que semejante parafernalia suponía y, al mismo tiempo, les hacían vitorear la partida con mayor entusiasmo.
Masahiro escribió una última carta a Akane, exponiendo su esperanza de que ella no le añorase demasiado; pero que estuviese tranquila, pues no tardaría mucho en regresar. Akane también quemó esta carta, y se guardó para sí el recado que contenía.
Harada llegó de Chigawa con mensajes de Kiyoshige, quien notificaba que en cuanto las nieves empezaron a derretirse las tropas de los Tohan se fueron congregando a lo largo de la frontera del noreste, y parecían preparados para atacar en cualquier momento. Los Otori contaban con dos semanas, como máximo, para reunir su propio ejército.
Shigeru comunicó la noticia a su padre y convocó a los notables y los lacayos principales a una reunión urgente, en la que comunicó su decisión de desplazar tropas de inmediato por la carretera de la costa en dirección a la frontera para encontrarse con los Tohan en la meseta de Yaegahara. Sus tíos, naturalmente, no se hallaban presentes, y aunque Endo Chikara y algunos otros formularon la propuesta de tratar de aplacar a Iida por medio de una retirada de Chigawa, Shigeru la descartó de inmediato, alegando que no estaba dispuesto a ceder a los Tohan una sola hectárea de territorio Otori. Entonces, procedió a revelar la información que había mantenido en secreto durante todo el invierno: la alianza con el Oeste, el apoyo por parte del sur y el hecho de que el ejército estaba preparado. Expuso su opinión de que podían derrotar al enemigo en el campo de batalla elegido por los Otori y bajo sus propias condiciones. Si tratasen de llegar a un entendimiento con los Tohan perderían ambas ventajas, y jamás volverían a tenerlas.
Shigemori mostró su más firme apoyo a su hijo mayor, tanto en la reunión como en un momento posterior.
—Deberías permanecer en Hagi —aconsejó Shigeru, si bien su progenitor ya había tomado la decisión contraria.
—Lucharemos lado a lado. Que nadie diga después que el clan estaba dividido, o que actuaste a solas, sin mi consentimiento.
—En ese caso, mis tíos deberían unirse al combate —replicó Shigeru.
Su padre estuvo de acuerdo y remitió mensajeros a los respectivos retiros campestres de sus hermanos; pero Shoichi, primero, y Masahiro, después, enviaron respuestas en las que se excusaban, mostrando su pesar: Shoichi se había dislocado el hombro al caer de un caballo y la familia de Masahiro estaba afectada por una infausta enfermedad, posiblemente el sarampión, o incluso la viruela; no se podía correr el riesgo de un contagio generalizado.
El señor Shigemori se enfureció ante semejantes reacciones; pero, a pesar del insulto que suponían, Shigeru se sintió aliviado. Dado que ninguno de sus tíos apoyaba su política, más valía que se mantuvieran apartados. Se encargaría de ellos después de la batalla; mientras tanto, quedaba liberado de la irritación que la presencia de ambos le provocaba y de la influencia que pudieran ejercer sobre su padre.
Aun así, a Shigeru le inquietaban las verdaderas intenciones de sus parientes y, al parecer, su padre compartía las mismas sospechas. En numerosas veladas anteriores a la partida de Shoichi y Masahiro se había debatido sobre los preparativos en cuanto al ejército, la estrategia y la táctica a seguir; a menudo, la madre de Shigeru se encontraba también presente. Cierta noche, Shigemori despidió a los criados, alegando que deseaba hablar en privado con su hijo. La señora Otori se levantó para marcharse.
—Puedes quedarte —indicó su marido—. Debe haber un testigo de lo que tengo que decir.
La madre de Shigeru se hincó de rodillas e hizo una reverencia a su esposo antes de volver a sentarse erguida, en silencio y con ademán sereno.
El señor Shigemori cogió su sable del soporte situado en un extremo de la estancia y lo colocó en el suelo, delante de Shigeru. Era el legendario Varo, sable de gran longitud forjado por uno de los mejores artesanos de la capital; la vaina y la empuñadura estaban decoradas con incrustaciones de bronce y madreperla. Había sido concedido a Takeyoshi, el héroe Otori, a quien habían entregado al mismo tiempo una de las concubinas del Emperador en matrimonio.
—¿Conoces la reputación de este sable?
—Sí, padre.
—Dicen que elige a su señor; puede que sea verdad, no tengo manera de averiguarlo. Lo heredé cuando falleció mi padre, quien no tuvo la fortuna de morir en la batalla, combatiendo al enemigo, como puede que me suceda a mí dentro de poco. Murió de viejo, rodeado de sus hijos. El sable pasó a mí por ser el varón de mayor edad.
La señora Otori añadió:
—En contra de los deseos de tu madrastra.
Shigemori sonrió con amargura.
—Ni Shoichi ni Masahiro empuñarán jamás a
Jato.
No dirigirán a los Otori, nunca debe suceder. Desde tu regreso de Terayama y después de tus logros en la frontera con el Este he sido consciente de la ambición y la envidia de mis hermanos, de sus constantes intentos por menoscabarte ante mis ojos, de sus intrigas y sus calumnias. Si caigo en la batalla,
Jato
encontrará la forma de llegar hasta ti. Debes aceptarlo, y seguir viviendo. Sea cual fuere el desenlace de la contienda, no te quites la vida; por el contrario, tienes que sobrevivir para buscar venganza. Como padre tuyo, así te lo ordeno.
—¿Y si el sable no viene hasta mí? —preguntó Shigeru.
—Entonces, igual dará que te mates, pues si
Jato
se pierde nuestra familia se perderá también, nuestro linaje se extinguirá.
—Comprendo. Obedeceré tus deseos en este asunto, como en todos los demás.
Su padre esbozó otra sonrisa, afectuosa en esta ocasión.
—Tuvimos que aguardar tu nacimiento durante mucho tiempo, pero lo considero el hecho más afortunado de mi vida. A pesar de mis numerosos defectos y debilidades, he sido bendecido a través de mi hijo.
Shigeru se sintió reconfortado ante estas palabras, y así mismo le animó la unidad de criterio que compartía con sus padres. Shigemori también parecía fortalecido por este nuevo acercamiento hacia su hijo, y aunque consultó a los sacerdotes y chamanes habituales no permitió que la fecha de partida se pospusiera de manera indebida. Se optó por el primer día que contara con señales propicias, por débiles que éstas fueran.
A principios del quinto mes, Shigeru partió de la ciudad de Hagi con cerca de cinco mil hombres. Su padre le acompañaba. Con anterioridad, había ordenado preparar la armadura del señor Shigemori y traer de los pastos su montura de guerra. La decisión pareció otorgar fuerzas a su progenitor, quien cabalgaba con la espalda erguida y
Jato
al costado.
Shigeru había acudido a ver a Akane el día anterior, con la intención de despedirse. Ella se mostró sumamente conmovida; se aferró a su amante y sucumbió al llanto, abandonando por completo su comedimiento habitual. La despedida de su esposa resultó mucho más fría. Shigeru se percató de que Moe se alegraba de su marcha y de que sentiría alivio si no llegaba a regresar, aunque su propio padre y sus hermanos lucharían junto a él y, si Shigeru caía, lo más probable sería que ellos lo hicieran también. Lamentó no dejar hijos tras de sí, aunque después recapacitó que si era derrotado sus descendientes morirían de igual modo, y el hecho de ahorrarse semejante sufrimiento le reconfortó. Al menos, Takeshi se encontraba a salvo en Terayama.
Poco antes del mediodía, pasó cabalgando junto a su padre sobre el puente de piedra. Akane se hallaba junto a la tumba del cantero, entre los ciudadanos que se habían congregado para despedir al ejército. Los ojos de Shigeru se encontraron con los de ella, y al llegar a la orilla contraria se volvió para mirarla, como ya hiciera en otra ocasión.
Los mensajes que había recibido de Mori Kiyoshige desde Chigawa aseguraban que los Tohan se estaban reuniendo al otro lado de la frontera, como era de esperar. No existía factor sorpresa en el ataque; todo el mundo sabía que el enfrentamiento era inevitable. A lo largo de la carretera que partía de Hagi, los aldeanos cavaban trincheras y levantaban terraplenes para protegerse. Por el camino se unieron al ejército varios lacayos con sus propias tropas. Otros, como era el caso de Otori Eijiro, se habían desplazado hasta el sur de las cordilleras y atravesado el paso de montaña del Pino Blanco; al cabo de una semana se reunirían en el extremo oeste de la meseta de Yaegahara. Una cordillera de poca altura se adentraba en la llanura, y en la cumbre de la colina situada más al este se erguía una fortaleza de madera. La cordillera formaba una curva alrededor de la carretera del suroeste, y allí Shigeru contaba con encontrar a los vasallos de los Otori procedentes del sur: los Yanagi y los Noguchi. Envió a Irie con un contingente de soldados para ponerse en contacto con ellos, y levantó campamento a lo largo de la orilla izquierda del pequeño río que fluía hacia el norte de la meseta.
También se enviaron mensajeros a Chigawa, donde Kiyoshige tenía órdenes de no tratar de defender la ciudad, sino batirse en retirada en dirección a Yaegahara, guiando así al ejército de los Tohan hasta las fuerzas de los Otori, las cuales lo rodearían. Los mensajeros regresaron con Harada, quien informó a Shigeru de que todo indicaba que los Tohan avanzarían al día siguiente, en cuanto amaneciera. Se estimaba que el ejército enemigo disponía de unos doce mil hombres, es decir, aventajaba al de los Otori en unos tres o cuatro mil. Pero los Otori contaban con las ventajas del terreno: a partir del mediodía la luz les favorecería, y estarían defendiendo su propio territorio contra el invasor.
Los soldados de a pie acarreaban largas estacas de madera que ahora sostenían en alto formando empalizadas con objeto de ralentizar el ataque y dar cubierta a los arqueros. A medida que el sol se ponía, el humo de cientos de hogueras se elevaba en el aire inmóvil. El zumbido del ejército ahogaba el canto vespertino de los pájaros, pero cuando cayó la noche y los soldados se quedaron dormidos se escuchó el ulular de las lechuzas desde la montaña. Las estrellas brillaban, si bien no había luna. Poco antes del amanecer, una ligera bruma ascendió desde el río y al llegar el alba el cielo estaba cubierto.
Irie regresó al lugar donde Shigeru estaba tomando la primera comida del día y le comunicó que Kitano había tomado posiciones en el extremo este de la llanura, ocultando a sus hombres en las laderas de una colina poblada de árboles. Noguchi se encontraba a cierta distancia hacia el oeste con respecto a aquél, cubriendo la carretera que conducía al sur. Yanagi y sus hijos se hallaban situados entre Noguchi y Otori Eijiro, quien estaba al alcance de la vista del ejército principal de Shigeru. Éste permaneció en el centro del terreno y envió a su padre con Irie al flanco este, bajo la protección de la fortaleza de madera.
Los hombres iniciaron los preparativos. Hileras de arqueros y de soldados de a pie se situaron detrás de las empalizadas y a lo largo de las orillas del río; los jinetes empuñaban los sables a lomos de sus caballos, ahora inquietos, y sudaban por el calor de la mañana, pues no corría una gota de aire; los portadores de estandartes sujetaban en alto sus banderolas adornadas con blasones. La garza de los Otori, blanca sobre fondo azul, se veía por doquier, junto con las divisas familiares de los vasallos del clan: las carpas gemelas de los Noguchi, la hoja de castaño de los Kitano, el caballo a galope de los Mori, las hojas de sauce de los Yanagi y la flor de melocotonero de los Miyoshi. Por todas partes se apreciaban los adornos escarlata y oro de las armaduras, los yelmos rematados por ancestrales lunas, cornamentas o estrellas, así como el destello del acero de los sables, puñales y puntas de lanza. La flamante hierba mostraba un verde brillante y estaba salpicada de flores de tonos blanco, rosa y azul pálido.
Shigeru notó que el corazón se le henchía de orgullo y confianza. No podía concebir que aquel ejército formidable pudiera ser derrotado; bien al contrario, había llegado el día en que los Otori acabarían con los Tohan de una vez por todas, y les harían retroceder hasta más allá de Inuyama.
En la distancia, a través de la llanura, una nube de polvo indicaba la llegada de jinetes. Al poco rato Kiyoshige y Miyoshi Kahei, con la mayor parte de sus hombres, llegaron cabalgando hasta las empalizadas. Ya habían probado el sabor de la batalla: los Tohan habían tomado Chigawa, y aunque Kiyoshige se había batido en retirara de inmediato, tal como estaba planeado, el avance enemigo había sido tan rápido y brutal que habían tenido que abrirse camino por medio de la lucha.
—La ciudad está en llamas —anunció Kiyoshige—; muchos de sus habitantes han sido masacrados. Los Tohan nos pisan los talones.
Bajo el polvo y la sangre, su rostro se percibía sombrío.
—Ganaremos esta batalla —le aseguró a Shigeru—; pero no será fácil, ni rápido.
Se agarraron de las manos brevemente, y luego los jinetes giraron sus caballos en dirección al este en tanto que los sonidos de las caracolas rasgaban el aire y los guerreros Tohan comenzaban a atravesar en masa la polvorienta llanura.
Rondaba la hora del Caballo y el sol —que había surgido de entre las nubes y brillaba desde el extremo sureste del firmamento— impedía ver con claridad las tropas de Kitano y las de Noguchi. Dado que los Tohan estaban pasando por delante de sus respectivas posiciones, Shigeru contaba con el inminente ataque de los arqueros. Desde el noroeste veía a los hombres de Irie preparándose para lanzar sus flechas sobre el flanco derecho de los jinetes enemigos.