—Arai Daiichi no ha cambiado mucho desde que éramos niños; siempre fue el líder, nada le asustaba —comentó Danjo.
—Es un hombre de gran talento —observó Shigeru—, y yo diría que sumamente ambicioso.
—Está molesto, sospecho yo, por su posición entre los Seishuu: heredero de un dominio remoto y con pocos recursos, amenazado por sus vecinos más inmediatos, los Noguchi, y carente de autoridad por la negativa de su padre a morir o a retirarse. Arai se siente atraído por la alianza con los Otori, porque le igualaría en cuanto a poder con la señora Maruyama; pero no se atreve a apoyar la alianza abiertamente. Semejantes negociaciones serían una traición a ojos de su propio padre o de Iida, y ninguno de ambos dudaría a la hora de exigirle que se quitara la vida.
—Mis esperanzas iban mucho más lejos —admitió defraudado Shigeru.
—Nuestros esfuerzos no han supuesto un fracaso total —respondió Danjo—. Soy de la opinión de que los Arai seguirán el ejemplo de los Maruyama y no se unirán a un ataque por parte del Este. En este momento, es lo mejor que podemos esperar. Ten en cuenta, Shigeru, que tal vez hayas iniciado una alianza que sólo puede traer beneficios al País Medio. Arai Daiichi, Naomi Maruyama y tú mismo sois jóvenes. ¿Quién sabe las proezas que podéis llegar a alcanzar en el futuro?
—Eres optimista, como tu padre —respondió Shigeru, sonriendo.
—Estoy de acuerdo con el señor Danjo —intervino Harada—. La señora Maruyama entendió de inmediato el significado de vuestro viaje y vuestro deseo de conocerla. Con anterioridad, había contemplado la idea de aproximarse a vuestro padre, pero sus intentos no fueron recibidos con gran entusiasmo.
—Es la primera noticia que tengo —se lamentó Shigeru—. ¡Cuánto tiempo desperdiciado!
—No debes culparte —terció Kiyoshige—. Los últimos dos veranos hemos estado muy ocupados en el Este.
—Al igual que lo estaremos el verano que viene —añadió Shigeru.
Cabalgaron en silencio durante un rato, cada uno de ellos sumido en sus propios pensamientos sobre la guerra por venir. Harada dijo:
—Señor Otori, creo que os gustará saber que vi a Nesutoro, el hombre que rescatamos, en Maruyama. Se ha instalado con algunos de los suyos y está aprendiendo un oficio, la elaboración de cestas o algo parecido. Su sobrina, que se llama Mari, ha encontrado trabajo en las cocinas del castillo.
—Me alegro de que estén a salvo —respondió Shigeru, un tanto sorprendido de que Harada conociera el nombre de la muchacha, de que lo recordara. Lanzó una mirada a su lacayo, pero el bronceado rostro del hombre no daba nada a entender. Aun así, Shigeru era consciente de lo mucho que Harada se había conmovido por el coraje, el sufrimiento y la muerte de Tomasu, y por la fortaleza de ánimo de Nesutoro. Se preguntó si se habría producido alguna clase de vínculo más profundo. ¿Era posible que un guerrero como Harada se sintiera atraído por la doctrina de los Ocultos? Tendría que interrogarle al respecto.
Qué poco sabía en realidad de cualquiera de esos hombres, de sus creencias, esperanzas y ambiciones más íntimas, de sus temores. Contaba con la lealtad y la obediencia de todos ellos; a cambio, ellos exigían la misma obediencia por parte de sus subordinados, y así ocurría sucesivamente a través de la intrincada jerarquía del clan. Cada uno de sus miembros se encontraba vinculado con todos los demás por medio de una red de lealtades y obligaciones. Pero alguien como Nesutoro se encontraba fuera de la red: sólo estaba dispuesto a obedecer a una autoridad invisible, a un supuesto dios que se encontraba por encima de cualquier gobernante humano y que le juzgaría tras la muerte. Y Nesutoro se negaba a acabar con cualquier vida; la suya propia o la de cualquier otro.
No se trataba precisamente de un asunto sobre el que Shigeru deseara reflexionar mientras se preparaba para una batalla en la que tendría que arrebatar las vidas de muchos, y en la que él mismo podría no sobrevivir.
No se demoraron en Misumi, donde sólo pasaron una noche. Shigeru se quedó hablando hasta tarde con Eijiro, y su primo le aseguró que su familia comenzaría a hacer preparativos para la guerra y a reunir hombres en la medida que las nieves lo permitieran. Si Irie obtenía éxito con los Noguchi, Shigeru pronto tendría a la totalidad del País Medio preparándose para la guerra. La frontera con el Oeste se encontraba a salvo de ataques; Shigeru resolvió que enviaría a Kiyoshige y a Harada de regreso a Chigawa antes de que terminara el año. Lamentaba desconocer lo que Iida Sadamu se traía entre manos, cuántos hombres estaba reuniendo, qué alianzas estaba llevando a cabo... pero al menos Kiyoshige y Harada se mantendrían al tanto de lo que sucedía al otro lado de la frontera y podrían avisarle de un ataque inminente. No estaba disgustado con el trabajo del año anterior, pero la tarea más ardua la tenía por delante, pues sospechaba que ésta se encontraría en la misma ciudad de Hagi, donde sus adversarios eran su propia familia, su padre y sus tíos.
* * *
La primera determinación de Shigeru consistió en tomar el control del castillo, y el segundo día posterior a su regreso solicitó un encuentro privado con su padre. Cuando Shigeru llegó a primera hora de la tarde, su madre ya se encontraba presente en la estancia: claramente tenía la intención de quedarse y, en cierto modo, Shigeru se alegraba, pues sabía que a la hora de oponerse a sus tíos podía contar con el apoyo de la señora Otori. Shigeru había dado órdenes expresas para que aquéllos no acudieran a la reunión; si se acercaban a la sala, no se les debía admitir. Era la primera vez que se oponía a los hermanos de su padre tan abiertamente, pero reservaba órdenes aún más desagradables para ellos, y debido a su creciente popularidad y autoridad se sentía lo bastante seguro de sí mismo como para enfrentarse a sus tíos en ese momento.
Su padre no tenía buen aspecto, y cuando Shigeru se interesó por su salud respondió que había estado sufriendo dolores de espalda, que orinaba con excesiva frecuencia, que no dormía bien y tenía poco apetito. El vino no hacía más que empeorar los síntomas, y Shigemori temía el frío del invierno. A pesar de los braseros de carbón, la estancia estaba helada. La piel de su padre tenía un tinte amarillento, y las manos le temblaban mientras agarraban los amuletos que llevaba en la manga. Trajeron un té especial, mezclado con una considerable cantidad de valeriana; pareció aliviar los temblores en cierta medida, pero provocó que la mente de su padre resultara lenta y confusa.
Shigeru transmitió los saludos formales por parte de las familias y vasallos del clan, y luego ofreció a sus padres un resumen de sus actividades, los preparativos para la guerra, el acuerdo con los Arai y los Maruyama. Su padre mostró ciertas reservas, pero su madre le ofreció su aprobación absoluta.
—Debería informar a mis hermanos —dijo Shigemori.
—No, padre; eso es precisamente lo que no debes hacer. Estas negociaciones han de mantenerse en secreto en la medida de lo posible. Piensas que mis tíos te han apoyado en cierta forma en el pasado, pero soy de la opinión de que su influencia no ha sido beneficiosa para el clan. Ahora he alcanzado una edad en la que no es necesario que se involucren tan estrechamente en nuestros asuntos.
—Podríamos enviarlos fuera de la ciudad —propuso la señora Otori—. Ambos poseen propiedades rurales que están abandonadas de forma lamentable. En el castillo vive demasiada gente, todos esos niños que no paran de engendrar. El señor Shigeru tiene razón: ya no necesitamos el consejo de tus hermanos. Debes escuchar a tu hijo.
Shigeru estaba encantado con las palabras de su madre, y aun con la poco entusiasta autorización de Shigemori pasó a la acción sin perder un momento. Convocó a sus tíos al día siguiente y les comunicó sus deseos. No se inmutó ante la furia ni los argumentos de los hermanos de su padre, e insistió en que se retirasen de inmediato a sus respectivas propiedades en Shimano y Mizutani.
Por desgracia, resultó más difícil librarse de ellos de lo que él mismo o su madre habían imaginado. Las excusas eran interminables: una de las esposas estaba a punto de dar a luz, un niño había sucumbido a unas peligrosas fiebres, el día era poco propicio, el río se había desbordado, no se encontraban caballos; incluso se produjo un pequeño terremoto. Entonces, llegó el Año Nuevo; el festival tenía que celebrarse en Hagi. Mientras Shigeru regresaba a casa desde el templo de Tokoji en la madrugada del primer día del año, caía la nieve. Nevó casi sin descanso durante seis semanas, aislando la capital del resto del país, y evitando que sus tíos se pudieran marchar.
La nieve cayó sobre los Tres Países volviendo blanco el paisaje, cubriendo los bosques con el denso tapiz invernal, amortiguando sonidos y enmascarando colores, poniendo fin a toda actividad al aire libre, desde los trabajos agrícolas hasta los preparativos para la guerra.
Nevó sobre Inuyama, donde Iida Sadamu planeaba sus campañas de primavera; sobre el templo de Terayama, en el que Otori Takeshi se exasperaba por el intenso frío y la brutal disciplina; sobre Maruyama, donde la señora Naomi descubrió que esperaba otro hijo; sobre la llanura de Yaegahara, en la que sólo dejaban sus huellas los lobos y los zorros; sobre Kushimoto, donde Moe, la esposa de Shigeru, se negaba a responder a las insistentes preguntas de su madre sobre la vida matrimonial de su hija y la ausencia de nietos, escuchaba los temores de su padre acerca de la próxima guerra y albergaba la esperanza de que esa guerra estallase y que su marido perdiera la vida en ella, pues no veía otra forma honorable de escapar de su propio matrimonio. La llegada de las nevadas alegró a Akane en gran medida, pues retendrían a Shigeru en Hagi y a la esposa de éste, en Kushimoto. A pesar del frío y de las duras condiciones de vida, a Akane le encantaba el invierno. Adoraba la visión de los tejados cubiertos de nieve, los carámbanos que colgaban de los aleros, la manera en que las ramas heladas de los árboles se recortaban delicadamente en el pálido cielo invernal. Los baños en los manantiales de agua caliente resultaban todavía más agradables cuando el aire era gélido y la nieve se derretía sobre el cabello y la piel. No había nada más placentero que la calidez del cuerpo de su amante en una noche fría, bajo las capas de mantas, cuando la nieve caía con demasiada intensidad como para que Shigeru pudiera marcharse a casa.
Se alegraba de que Moe se encontrara lejos de Hagi y no hubiera señales de reconciliación o, mejor aún, de descendencia. Razonaba Akane que cuanto más tardara el matrimonio en concebir un hijo, más oportunidades tendría ella de que se le permitiera engendrar el suyo propio, pues Shigeru estaba obligado a tener herederos para la continuidad de la familia y la estabilidad del clan. Akane tenía que programarlo oportunamente, quedarse embarazada en el momento adecuado, y confiar en que el retoño fuera varón.
Cuando el estado del tiempo lo permitía, acudía a ver al anciano, le llevaba carbón y ropas acolchadas, guisos calientes y té. Y luego, en secreto, trasladaba a su casa los obsequios que él le entregaba a cambio: raíces muertas con la forma de embriones a medio formar, hojas y semillas secas de sabor amargo, borlas tejidas con cabello humano... amuletos todos ellos que le proporcionarían el amor de Shigeru y protegerían al niño que naciera de ese amor.
Akane compartía, por razones diferentes, el anhelo de Shigeru de que el señor Shoichi y el señor Masahiro abandonaran Hagi, y se sintió decepcionada y contrariada cuando las primeras nieves lo impidieron. Masahiro no había vuelto a ponerse en contacto con ella, si bien Akane era consciente de que la mantenía vigilada y de que antes o después exigiría otro pago más por su condescendencia con la familia de Hayato.
La intranquilidad de Akane sobre este asunto se veía incrementada por un indefinible cambio en la actitud de Shigeru hacia ella. No había señal alguna de que los amuletos estuvieran haciendo efecto; más bien parecía lo contrario. Se decía a sí misma que semejante cambio de actitud se debía a las preocupaciones de su amante sobre la política y la guerra, que no podía esperarse que siguiera siendo el muchacho apasionado que había estado al borde de enamorarse de ella. Shigeru aún disfrutaba de su compañía, continuaba mostrándose apasionado en la cama; pero Akane sabía que no la amaba, a pesar de los hechizos que ella había intentado aplicarle. Acudía a verla con frecuencia —Kiyoshige se encontraba en Chigawa, el señor Irie seguía en el sur y Takeshi, en Terayama, por lo que disponía de poca compañía—, y conversaban a la manera de siempre; aun así, Akane sentía que Shigeru le ocultaba algo, que se iba distanciando de ella poco a poco. Reflexionó que nunca volvería a verle llorar.
La relación entre ambos se convirtió en la habitual entre amantes. Akane no protestaba, aceptaba la realidad a sabiendas de que no tenía solución. Nadie la había impulsado ni obligado a ejercer de concubina; sin embargo, había abrigado esperanzas mucho mayores. Ahora, la reciente frialdad por parte de Shigeru avivaba su amor por él. Se había repetido a sí misma que nunca cometería el error de enamorarse, pero descubrió que la consumía la necesidad que sentía por Shigeru, su deseo por concebir un hijo de él, el anhelo por su amor. No se atrevía a expresar sus sentimientos, ni siquiera a volver a mencionar el asunto de los celos. Cuando Shigeru no se encontraba a su lado, le añoraba con tal angustia que le llegaba a doler físicamente; cuando estaban juntos, la idea de que se marchase resultaba tan dolorosa como si le arrancasen un brazo de cuajo. Con todo, Akane no daba señal alguna de su sufrimiento, diciendo para sí que debía contentarse con lo que tenía, pues su fortuna era mucho mayor que la de la mayoría de las mujeres. Sin duda, el acuerdo entre ambos resultaba de lo más conveniente para Shigeru; el considerable placer que su amante le proporcionaba apenas le exigía desembolso o desconsuelo alguno. Pero él era el heredero del clan y ella, una mujer insignificante, ni siquiera la hija de un guerrero. ¿Acaso no estaba el mundo conformado para la conveniencia y el disfrute de los hombres? Akane visitaba a Haruna de vez en cuando con objeto de no olvidar esta circunstancia. Haruna devolvía las visitas y en una ocasión llevó con ella a la viuda y a los hijos de Hayato, que deseaban agradecerle lo que había hecho por ellos. Los muchachos eran inteligentes y apuestos. Akane imaginó que serían bondadosos, como su padre. A partir de entonces, se interesó por el bienestar de los chicos y enviaba regalos a la familia. Les había salvado la vida; de alguna forma, se habían convertido en sus propios hijos.