Tras sus conversaciones con Matsuda, Shigeru observaba a sus tíos más de cerca, siempre alerta de cualquier atisbo de traición. Le contó a su padre la decisión de Kitano de enviar a sus hijos a Inuyama. En un primer momento, Shigemori se sintió inclinado a coincidir con Shigeru y Matsuda en cuanto a que debían actuar con rapidez para poner freno a semejante deslealtad; pero luego consultó con sus hermanos, quienes le aconsejaron en contra, alegando que sería poco prudente provocar a los Tohan e insultar a la familia Iida en mayor medida.
—El desafortunado incidente con Miura ya ha enfurecido bastante al señor Iida y a su hijo —declaró tajantemente el mayor de los hermanos de su padre—. Aunque sabemos que no es verdad, se dijo que tú insististe en desafiar al señor Miura pero él te venció, y que Matsuda le atacó por la espalda para salvarte la vida.
—¿Quién se atreve a propagar semejantes embustes? —exclamó Shigeru, furioso—. Luché contra Miura sin ninguna ayuda. Iniba fue testigo.
—A los Tohan no les agrada que uno de sus guerreros sea superado por un Otori —intervino Shigemori—. Sobre todo cuando se trata de ti, el heredero del clan.
—Aprovechan cualquier pretexto para sentirse insultados —replicó Shigeru—. Creen que pueden intimidarnos al amenazarnos con la guerra. Deberíamos declararla ahora, antes de que corrompan a nuestros aliados y se vuelvan aún más fuertes.
Pero el criterio de apaciguamiento por parte de sus tíos predominó. Se enviaron a Inuyama disculpas por la muerte de Miura, junto con obsequios a modo de compensación. Muchos miembros del clan se sentían tan ultrajados como Shigeru y, como era habitual entre los Otori, empezaron a circular canciones e historias sobre el encuentro en el bosque según las cuales el heredero del clan, de quince años de edad, había derrotado al mejor espadachín de la historia de los Tohan. Shigeru deploraba semejante exageración tanto como la deformada versión del clan enemigo, pero no había nada que pudiera hacer.
Trató de hablar con su padre en numerosas ocasiones, pero aunque Shigemori le escuchaba y alababa sus opiniones, la cabeza del clan Otori no parecía capaz de pasar a la acción, ni siquiera de tomar decisiones. Consultaba sin cesar a sus hermanos, a los notables y, lo que resultaba más preocupante, a sacerdotes, chamanes y agoreros, quienes aportaban toda clase de ideas y creencias contradictorias acerca de qué dioses se sentían ofendidos y cómo aplacarlos. Durante la ausencia de Shigeru, Shigemori se había ido volviendo cada vez más religioso. Desde que Takeshi estuviera a punto de ahogarse había sentido recelos con respecto al puente de piedra que él mismo había ordenado construir, y a medida que se acercaba la finalización de las obras temía alguna otra acción de represalia por parte del agraviado dios del río. La ofrenda del cantero, pensaba Shigemori, también apaciguaría los temores de la población, que seguía considerando el puente como una especie de sortilegio.
Shigeru había pasado el año anterior empapándose de las austeras enseñanzas de Terayama, vaciando su mente de falacias, de deseos fatuos y fantasías; no creía que las plegarias ni los encantamientos surtieran efecto alguno o pudieran desplazar a ningún ser de su propia posición en el cosmos. Si las creencias religiosas jugaban algún papel en la vida humana, pensaba, era el de fortalecer el carácter y la voluntad de manera que los hombres pudieran ser gobernados con justicia y compasión, y fueran capaces de enfrentarse a la muerte sin temor. Le impacientaba la preocupación de su padre con respecto a los días propicios, los sueños, los amuletos y las oraciones, una preocupación que conducía a la incertidumbre y a la falta de acción. A Shigeru le enfurecía el innecesario sacrificio del cantero, tanto por la crueldad del hecho en sí como por el desperdicio de un talento tan sobresaliente. El puente era una maravilla, no existía nada parecido en todo el territorio de los Tres Países. El joven heredero no veía razón alguna para que su creador fuera condenado a muerte de aquella manera, enterrado vivo.
Shigeru guardaba silencio sobre tales sentimientos y ahora observaba las actuaciones impasiblemente, pero el grito agudo de la hija del cantero le conmovió. Kiyoshige, hijo de Morí, el domador de caballos, había regresado a su servicio y ambos jóvenes habían retomado su estrecha amistad. Mori Kiyoshige era jovial e irrefrenable por naturaleza, y a medida que maduraba empleaba su apariencia exterior para enmascarar una mente astuta. Si su hermano no hubiera muerto, él mismo podría haberse convertido en el típico segundo hermano irresponsable, pero la muerte de Yuta le había atemperado y fortalecido. Durante la ausencia de Shigeru había vigilado de cerca de Takeshi y había trabado con el joven Otori una buena amistad. Se parecían lo bastante en cuanto a carácter como para disfrutar de numerosas escapadas, y el buen juicio de Kiyoshige mantenía al obstinado Takeshi alejado de problemas. Las circunstancias de la infancia de ambos, la muerte del hermano mayor de Kiyoshige y el amor que compartían por los caballos formaron fuertes vínculos entre los dos. Bajo la supervisión de Kiyoshige, Takeshi montó en el semental negro de Shigeru, y fue el hijo de Mori quien llevó al muchacho a casa tras la caída que sufrió. Pero Takeshi aprendió a montar el corcel negro; de hecho, dominaba cualquier otro caballo, y cuando Shigeru regresó a Hagi otro potro fue entregado al castillo para la exclusiva propiedad de Takeshi.
Kiyoshige era un muchacho precoz que gozaba de gran popularidad. Contaba con numerosos amigos y conocidos de toda clase y condición, y bebía mucho más de lo conveniente en un joven de su edad; pero siempre estaba menos ebrio de lo que aparentaba, y nunca olvidaba lo que se le decía. Su posición como hijo del domador de caballos y amigo de los hijos del señor Otori, así como su propio gusto por los ambientes de baja calaña, le llevaban a moverse con libertad por numerosos niveles de la escala social de la ciudad. Conversaba con la gente y, más importante aún, sabía escuchar, y contaba con una amplia gama de confidentes —nada que ver con el sistema oficial de espionaje mantenido por el castillo, o con los intentos esporádicos de los espías Tohan por infiltrarse entre los Otori— que le mantenían al tanto de todo cuanto ocurría en Hagi.
Kiyoshige conocía todas las murmuraciones de la ciudad y aquella tarde, cuando se encontraban a solas, Shigeru le preguntó acerca de la mujer.
—Los familiares deberían recibir alguna compensación; no deben quedar desamparados. Organiza algo para ellos, pero que nadie se entere.
Kiyoshige esbozó una sonrisa.
—Se nota que has estado fuera. ¿Acaso no sabes quién es?
Shigeru negó con la cabeza.
—Se llama Akane y es una mujer de placer; en la actualidad, puede que la más famosa de Hagi.
—¿Dónde trabaja?
—En la Casa de las Camelias, el burdel situado en la ladera de la Montaña de Fuego. Es propiedad de una mujer llamada Haruna. —Kiyoshige se echó a reír y, con voz taimada, preguntó:— ¿Quieres visitarla?
—¡Claro que no! Sólo me preocupa el bienestar de la familia.
Pero Shigeru no pudo evitar que le vinieran a la mente los sentimientos que había albergado en Terayama, lo mucho que había anhelado escapar a Yamagata para que le enviaran mujeres. Su padre había comentado que le buscaría una concubina, si bien hasta el momento el asunto no se había solucionado...
El joven heredero tenía la creencia de que había dominado sus deseos durante el largo y gélido invierno; pero ahora, al pensar en la casa de placer de Akane, situada en la montaña, recordó que tenía dieciséis años, que era primavera...
—Haz averiguaciones con discreción —indicó—. Si necesita una dote para poder casarse, se la proporcionaremos.
—Claro que sí —convino Kiyoshige con tono serio.
El fantasma del cantero tuvo un efecto perturbador y reconfortante al mismo tiempo en la población de Hagi. De noche, el sonido de su voz incorpórea provocaba que los borrachos se volvieran sobrios y los niños dejaran de llorar; por otra parte, la gente se sentía orgullosa del artista por su obra maravillosa, por su muerte estoica y conmovedora y por la fortaleza de su espíritu, que optó por permanecer fiel a su obsesión. El señor Shigeru dio órdenes para que se erigiera una roca sobre el parapeto donde el cuerpo se hallaba enterrado, y él mismo eligió las palabras que se esculpirían en ella:
El clan de los Otori da la bienvenida a los justos y los leales.
Que los injustos y los desleales sean precavidos.
Akane se mostró encantada con la inscripción y profundamente agradecida al joven heredero de los Otori, que la había encargado. Ahora, la muchacha tenía que tomar decisiones acerca de su propio futuro. La noche de la muerte de su padre había consentido que Wataru la acompañara de regreso a la Montaña de Fuego. Una vez allí, se encerró en su habitación durante tres días seguidos sin ver a nadie, ni siquiera a Hayato, y apenas probó bocado. Después, acudió a casa de su madre. Hayato la escribía a diario, apremiándola a que aceptara su proposición, declarando su amor por ella. La madre de Akane no tardó en ponerse al tanto de la situación y se sintió reconfortada en gran medida. También ella urgió a su hija a que aceptara, y empezó a elaborar sus propios planes para el futuro de la joven. Sin embargo, cuatro semanas después de la muerte del cantero, y una semana más tarde de que la roca se hubiera erigido, Haruna fue a visitarla.
—Lo lamento mucho —se disculpó Akane. Su madre les servía el té y el aroma inundaba la estancia. Haruna iba vestida con una túnica sencilla pero formal; había acudido en palanquín. Los abanicos de ambas aleteaban en el aire húmedo, inmóvil—. Te he descuidado a ti y a mi trabajo. Después de todo lo que has hecho por mí, no tengo excusa. Regresaré muy pronto. Mi madre está casi recuperada, podrá valérselas sin mí...
—Nuestra invitada debe de estar enterada de la propuesta del señor Hayato —interrumpió la madre de Akane—. Mi hija tiene que aceptarla; Haruna, convéncela.
—Me gustaría hablar a solas con ella —repuso Haruna en su tono habitual, que no aceptaba discusión. La madre de Akane hizo una reverencia y se marchó.
—Acércate —dijo Haruna—. Lo que voy a decirte es confidencial. Tenía la intención de aconsejarte que aceptaras a Hayato. Ni que decir tiene, me ha ofrecido por ti una enorme suma de dinero; aparte de eso, creo que te haría feliz. No iba a cansarse de tenerte a su lado y siempre te apoyaría a ti y a los hijos que pudierais tener juntos. Te aprecio mucho, Akane, y conozco a Hayato desde hace una eternidad. Sería un arreglo de lo más satisfactorio.
—¿Pero...? —preguntó Akane cuando la viuda se quedó en silencio.
—Hace unos días me llamaron a casa del señor Mori Yusuke, el domador de caballos. Como puede que sepas, su hijo es muy amigo de los hijos del señor Otori, sobre todo de Shigeru. Parece ser que existe cierto interés por ti.
—Kiyoshige no es más que un niño —repuso Akane, sonriendo.
—No me refiero a Kiyoshige, sino a Shigeru.
—El señor Shigeru no me conoce. ¿Me ha visto alguna vez? No puede acordarse de la muchacha del río.
—Por lo visto, sí se acuerda. Te vio recientemente, en esa ocasión tan trágica, y dio instrucciones para que se os atendiese a ti y a tu familia; hay dinero del que podéis disponer. Kiyoshige me lo entregará.
Akane se quedó en silencio unos instantes. Luego, con tono ligero, dijo:
—No es más que un acto de bondad. El señor Shigeru siempre ha tenido fama de compasivo.
—El señor Mori y su hijo consideran que podría tratarse de algo más. Shigeru es ya un hombre, pero aún no existen planes para su matrimonio. Le proporcionarán una concubina. ¿Por qué no habrías de ser tú?
—Es un honor excesivo para mí —respondió Akane, abanicándose con mayor énfasis, pues la mera sugerencia le aceleraba el pulso y le provocaba una oleada de calor. De niña, los señores del clan le habían parecido una especie de dioses, completamente apartados de la gente del pueblo como ella. Vivían en un mundo superior, sólo se les veía de lejos en las ceremonias y ni siquiera se rumoreaba sobre ellos. A Akane, el encuentro en el río ya no le parecía real. Apenas podía imaginar encontrarse en la misma estancia que el heredero de los Otori, y mucho menos yacer junto a él, piel contra piel.
—Si te digo la verdad, a veces he soñado con ese futuro para ti —replicó Haruna—, pero la proposición de Hayato me hizo reconsiderar. Había decidido dejar a un lado mis ambiciones a cambio de tu felicidad, hasta que llegó la sugerencia por parte de los Mori. La posición con los Otori, a pesar del gran honor que supone, tiene muchos inconvenientes. Llevarías una vida retirada, tendrías que aguantar las intrigas del castillo y, claro está, no te permitirían tener hijos.
—Ésa es la razón principal de mi madre para que acepte a Hayato —observó Akane—. Está deseando tener nietos, pero yo no quiero hijos. ¿Por qué traerlos a un mundo donde van a sufrir? —Tras unos instantes, añadió:— En todo caso, ¿tengo elección? Los deseos del señor Shigeru no pueden ser rechazados.
—Sus deseos aún no han sido expresados como tales; la familia Mori se ha limitado a darles voz, por decirlo de alguna manera. Sin embargo, me dio la impresión de que aconsejaban que no tomases cualquier otra decisión precipitada.
—No parece que Hayato haya sido muy discreto —concluyó Akane.
—Es verdad. Todo el mundo sabe que te persigue.
—Supongo que a él también le "aconsejarán".
—Casi con seguridad.
—Por lo que veo, se espera de mí que rechace a Hayato y que me quede de brazos cruzados hasta que el señor Shigeru exprese sus deseos —indicó Akane con un arranque de furia.
—Sólo tienes que limitarte a lo que has estado haciendo últimamente: quédate aquí con tu madre y sigue sin ver a Hayato. Como te he dicho, te han proporcionado dinero. No necesitas trabajar.
—No trabajo sólo por dinero. ¿Cuánto tiempo tengo que vivir sin la compañía de un hombre? —ya echaba de menos a su amante favorito, anhelaba sentir de nuevo la intensidad de la pasión que momentáneamente había entumecido su sufrimiento.
—No mucho —prometió Haruna—. Entonces, ¿llevo una respuesta favorable a los Mori?
Akane permaneció sentada, en silencio. Podía escuchar a su madre en la cocina, así como los sonidos de la calle y del río. De pronto, se levantó, como movida por la rabia, y caminó hasta la puerta y de vuelta otra vez.