—¿Qué otra respuesta puede haber?
Una vez que Haruna se hubo marchado, Akane hizo caso omiso de las entusiastas preguntas de su madre y se dirigió al taller de su padre, donde se sentó entre las pilas de piedras a medio tallar. La estancia se encontraba desierta y silenciosa; la joven añoraba el ruido constante, el tintineo del hierro sobre el hierro y el suspiro del hierro sobre la piedra. Wataru había regresado a su aldea, alegando que era demasiado viejo para ponerse a las órdenes de nadie más, y Naizo había sido contratado por otro cantero que ya se había ofrecido a comprar las provisiones de piedra del padre de Akane. Pronto acudirían carretas de bueyes y se las llevarían. El ambiente estaba impregnado de polvo y los rayos de sol parecían haberse solidificado a causa de las motas, como si los mismos rayos estuvieran a punto de convertirse en piedra. Akane paseó la vista por las diferentes tonalidades de gris. Eran rocas traídas de las laderas de la montaña, del lecho del río y de la orilla del mar, talladas, transportadas y levantadas por la fortaleza de los hombres.
Qué extraños caminos marcaba el destino, meditó. El señor Shigemori había decretado la muerte del padre de Akane; si aquella muerte no hubiera ocurrido, ella nunca habría llamado la atención de su hijo. Si Akane acudía a él, se elevaría a una posición con la que su familia jamás habría podido soñar, pero no tendría hijos.
"Aun así —pensó—, a mi padre los nietos ya no le valdrían de nada. No será como los demás espíritus. Permanecerá en su puente para siempre y muchos le llevarán ofrendas y regalos, como si él mismo fuera un dios".
Entonces, Akane se levantó y fue a coger flores y vino para colocar frente a la tumba. Había llovido y el cielo estaba cubierto. El puente, las calles y la superficie del río se veían tan grises como las piedras.
Tal como Akane había esperado, había allí otras ofrendas. Su padre contaba ahora con devotos, siempre contaría con ellos. No necesitaba nietos. Akane elevó una plegaria al espíritu de su progenitor y le dijo en quién iba a convertirse. Parecía existir un cierto equilibrio: ella también sería un sacrificio —al dios del río, a los Otori—, si bien pensaba que su propio sacrificio no estaría exento de placer.
Transcurrieron las semanas sin tener más noticias del domador de caballos o del castillo. Akane no podía ocultar su decepción.
—Han cambiado de opinión —le dijo a Haruna, quien iba a visitarla regularmente para mantenerla animada y entregarle dinero para su madre.
—Estas cosas llevan su tiempo —razonó Haruna—. Debes tener paciencia.
—Me han convencido para que rechace a un hombre bueno a cambio de un sueño sin fundamento. ¡Más me valdría volver a trabajar para ti!
—Ten paciencia —susurró Haruna.
La paciencia de Akane se estaba agotando, y se enfadó en mayor medida una mañana en la que se despertó temprano y, al no poder conciliar el sueño, decidió levantarse al amanecer y acudir al puente a llevar comida y bebida a su padre. Allí vio un grupo de jinetes que cabalgaba en dirección a ella. Reconoció a Mori Kiyoshige a lomos de su caballo gris con cola y crines negras, a Irie Masahide (el maestro de esgrima) y al propio señor Shigeru, junto con un nutrido conjunto de lacayos. Akane y las demás personas que se encontraban en el puente se postraron de rodillas y aguardaron con la cabeza inclinada hasta que los jinetes hubieron pasado; los cascos de los caballos resonaban en el adoquinado.
—¿Abandona la ciudad el señor Shigeru? —preguntó Akane al hombre que tenía junto a sí mientras ambos se levantaban.
—Eso parece. Confío en que vaya a encargarse de los Tohan. Ya es hora de que alguien les dé una buena lección.
"Estarán fuera todo el verano. ¿Acaso tengo que esperar mano sobre mano hasta que lleguen los tifones y los traigan de vuelta a casa?", pensó Akane.
Observó a los hombres mientras se alejaban del puente y tomaban la orilla del río. El joven a lomos del caballo negro giró la cabeza y miró hacia atrás. Estaba a demasiada distancia para poder asegurar que la miraba a ella, pero Akane tenía la impresión de que él ya la había visto momentos atrás, junto a la tumba de su padre. Continuó mirándolos fijamente hasta que desaparecieron de la vista. Luego exhaló un suspiro. "No me queda más remedio que esperar", reflexionó.
En alguna ocasión, Shigeru se había parado a pensar en la hija del cantero; pero no sabía nada acerca de los arreglos de Kiyoshige y él mismo disponía de poco tiempo para tomar medidas al respecto, ya que poco después del enterramiento llegaron mensajeros desde Chigawa, una pequeña ciudad situada en la carretera que unía Yamagata con la costa, justo en la frontera del País Medio con el Este. Informaron de que los Tohan estaban librando una campaña contra su propio campesinado con objeto de erradicar una oscura secta conocida como los Ocultos; Shigeru recordó que Nagai le había hablado de ellos en Yamagata. Los perseguidos estaban huyendo al País Medio a través de la frontera. Los guerreros de los Tohan los acorralaban, los torturaban y les daban muerte junto con cualquier otro campesino que les hubiera ofrecido cobijo. Las noticias indignaron a Shigeru. Los Tohan tenían derecho a actuar como consideraran conveniente dentro de sus propias fronteras, y a Shigeru la existencia de la secta ni le complacía ni le incomodaba, pues había muchos movimientos religiosos que surgían y desaparecían sin más; la mayor parte de ellos eran inofensivos y no presentaban amenaza alguna para la sociedad establecida. Pero si los Tohan empezaban a creer que podían ir y venir a su antojo por las tierras de los Otori, antes o después acabarían instalándose en ellas. Una complicación añadida consistía en que todas las incursiones a la frontera ocurrían en los alrededores de Chigawa, una zona rica en plata y cobre. Semejante provocación tenía que ser respondida con igual osadía y resolución: era la única manera de ponerle fin.
Como de costumbre, para contrariedad de Shigeru, sus tíos acudieron a la reunión convocada por el señor Shigemori para discutir cuál debería ser la reacción de los Otori. El joven heredero ya se consideraba un adulto capaz de aconsejar a su padre, no veía la necesidad de que sus tíos estuvieran presentes. Tenía la impresión de que la presencia de los hermanos de su padre daba a entender que no quedaba claro quién estaba al mando del clan e indicaba que Shigemori no se atrevía a dar ningún paso sin el consentimiento de sus familiares. De nuevo, Shoichi y Masahiro aconsejaron una actitud conciliadora, reiteraron su seguridad sobre la fortaleza de los Tohan y los peligros de volver a insultar a Iida tras la reciente y desafortunada muerte de Miura. Por su parte, Shigeru expresó su opinión con energía, y fue respaldado por Irie y Miyoshi, los lacayos principales.
Pero las discusiones prosiguieron. Shigeru se percataba de la habilidad con que sus tíos embaucaban a su padre, simulando respetarle, halagándole sin cesar, agotándole con sus persistentes razonamientos. En todo momento afirmaban que su único objetivo consistía en el bienestar del clan, pero el joven heredero se preguntaba qué ocultos deseos albergarían en sus corazones. ¿Qué ventajas les reportaría el hecho de aplacar a los Tohan? Entonces, a Shigeru se le ocurrió que podrían tener la intención de usurpar la posición de su hermano mayor y la de su sobrino. Semejante bajeza parecía impensable, y el clan jamás lo permitiría; pero Shigeru también se daba cuenta de lo incompetente que su propio padre había llegado a ser, y temía que ciertos hombres de naturaleza pragmática, como Endo y Miyoshi, pudieran, si no buscar de manera activa, aceptar un líder más categórico. "Que no será nadie más que yo", se juró a sí mismo.
Se hallaban sentados en el salón de la residencia situada a espaldas del castillo. La lluvia había caído con anterioridad, pero ahora el sol había salido y el calor apretaba. Shigeru escuchaba el oleaje del mar chocar contra el muro del otro lado del jardín. Todas las puertas se encontraban abiertas, y las amplias verandas ofrecían frescos remansos de sombra tras los cuales relucía la intensa luz del verano, que hacía brillar con más intensidad el verde de las hojas e intensificaba los tonos de la glicina y de las flores de loto. La conversación se prolongó durante toda la tarde; mientras tanto el bochorno iba en aumento, el chirrido de las cigarras se volvía más estridente y el estado de ánimo de los hombres, más irritable.
Por fin, justo antes de la puesta de sol, el señor Shigemori comunicó que retrasaría su decisión hasta haber consultado a un chamán, que por fortuna se encontraba de visita en el santuario del bosque que se elevaba sobre el castillo. Se envió a un mensajero y la reunión se dio por concluida. Al día siguiente se reanudaría y se llegaría a una determinación.
Shigeru habló a su padre y a sus tíos con la mínima cortesía necesaria y se encaminó al jardín con el fin de apaciguar su furia. El sol empezaba a hundirse tras la montaña situada al oeste de la bahía, pero el ambiente seguía resultando sofocante. La piel le escocía bajo las túnicas de ceremonia y la cabeza le estallaba.
En el extremo más alejado del jardín, Takeshi estaba encaramado al muro de piedra que miraba al mar. Shigeru no solía ver a su hermano de aquella manera, sentado tranquilamente, sin saberse observado, aparentemente sumido en sus pensamientos. Le contempló durante unos instantes, mientras se preguntaba cómo sería la vida de Takeshi en el futuro. Con mucha frecuencia el joven se convertía en el centro de atención, recibía alabanzas y muestras de admiración; sin embargo, no era el heredero del clan y, a menos que algo le sucediera a Shigeru, nunca ostentaría el poder que indiscutiblemente anhelaba y para el que parecía haber nacido. Existían muchos ejemplos en las crónicas del clan en los que los hijos de un mismo padre luchaban entre sí por el poder, en los que los hermanos menores se volvían en contra de los primogénitos, los derrocaban y los mataban, o bien eran derrotados y ejecutados, o se les obligaba a quitarse su propia vida. Los hermanos de Shigemori, ante los propios ojos de Shigeru, estaban dando señales de su traición. Eran hermanastros, en realidad, de una madre diferente, pero ¿y si ello indicara una parte ineludible de la historia de los Otori que se repetiría en cada nueva generación? ¿Y si Takeshi decidiese traicionar a su propio hermano?
Shigeru se preguntó cómo podría mantenerle ocupado y, al mismo tiempo, aprovechar sus numerosas aptitudes. Deberían proporcionarle territorios de su propiedad, un dominio dentro del feudo; acaso Tsuwano, incluso Yamagata.
De pronto, Takeshi pareció despertarse de su ensoñación. Se bajó del muro de un salto y vio a su hermano mayor. Su rostro se iluminó con una sonrisa tan espontánea, tan llena de afecto, que algunos de los temores de Shigeru se apaciguaron.
—¿Habéis tomado ya una decisión? —preguntó.
—Nuestro padre está consultando a un chamán —respondió Shigeru, incapaz de ocultar la furia en su tono de voz, como hubiera sido lo correcto—. Mañana nos reuniremos otra vez.
La sonrisa de Takeshi se desvaneció con tanta rapidez como había aparecido.
—Sería preferible actuar sin más tardar. Eso es lo que piensas, ¿verdad?
—Sí, es verdad, y a estas horas lo sabe todo el mundo. Me he pasado la tarde repitiéndolo, pero no se me presta atención. Peor aún, mis tíos me menoscaban constantemente, no dejan de insistir acerca de mi juventud y mi falta de experiencia, así como sobre la gran sabiduría que ellos poseen.
—Carecen de sabiduría —replicó Takeshi sin ningún miramiento.
Shigeru no amonestó a su hermano por semejante descortesía. Takeshi levantó la mirada hacia él y, envalentonado, prosiguió:
—Mi hermano mayor debería pasar a la acción, por el bien del clan.
—No puedo hacer nada en contra de los deseos de nuestro padre. Debo obedecerle, sea cual sea su decisión. El problema es, precisamente, que no toma decisión alguna.
Takeshi adquirió el tono de un niño travieso y, con voz risueña, dijo:
—Mis maestros no pueden prohibirme hacer cosas que ellos desconocen. Y si no me las prohiben, no soy desobediente —el tono era el de un niño, pero Takeshi frunció los ojos como un adulto—. Me lo enseñó Mori Kiyoshige.
—¿De veras? —replicó Shigeru—. Ve a buscar a Kiyoshige y dile que venga a verme. Estoy pensando en probar los caballos, quizá mañana a primera hora.
—¿Puedo acompañaros? —preguntó Takeshi de inmediato.
—Me parece que no.
Takeshi se mostró decepcionado, pero se abstuvo de argumentar. En cambio, hizo una reverencia formal a Shigeru, como era apropiado en un hermano menor, y se alejó caminando a toda velocidad.
"Sabe obedecer —pensó Shigeru—. Ha recibido una educación excelente. Estoy seguro de que siempre podré confiar en él".
Mientras abandonaban la ciudad, volvió a ver a la muchacha en el puente, el prodigioso puente, tan hermoso, tan perfecto. El río ya no luchaba contra él, sino que acariciaba sus robustos arcos, cuya construcción se había cobrado tantas vidas. Las algas empezaban a adherirse a las piedras más bajas, aportando al color gris vetas de un verde oscuro y viscoso; los peces se congregaban a la sombra de las arcadas, donde encontraban refugio contra la luz del sol y los afilados picos de las garzas y las gaviotas.
Shigeru se fijó en la roca tallada con la inscripción. Había sido una muestra de resolución, al igual que aquella partida al amanecer; pero ambas estaban inspiradas por el mismo deseo de justicia, por la misma impaciencia e intolerancia ante la brutalidad y la traición.
Incluso a aquella hora tan temprana había gente en el puente entregando ofrendas al cantero, lo que llevó a Shigeru a reflexionar sobre la muerte y sobre cómo la desaparición de ese hombre, por muy cruel que hubiera sido, conducía a una nueva clase de vida que servía de inspiración al pueblo. El cantero era tan importante y activo en la muerte como lo había sido en la vida; su recuerdo perduraría eternamente.
Shigeru no podía adivinar el futuro y, por tanto, no imaginaba que su propia tumba llegaría a convertirse en centro de peregrinación mientras el País Medio resistiese, ni que sería venerado por siempre como un dios.
Aunque solía meditar sobre su propia muerte, tal como Matsuda le había enseñado, y rezaba para que fuera honorable y representativa, no era un pensamiento que le ocupara la mente aquella mañana.
Una repentina tormenta nocturna había despejado el ambiente y limpiado las calles. Enormes nubes gris pálido, teñidas de rosa por la salida del sol, se congregaban en el horizonte en tanto que el cielo empezaba a adquirir un color azul. El caballo en el que cabalgaba se mostraba entusiasta y alborozado, y a través de las piernas y de los muslos Shigeru percibía la energía contenida del animal. Era un caballo joven, como él mismo. Habían salido a cabalgar juntos. Shigeru no tendría que permanecer sentado durante otro día de interminables debates, discusiones, medias verdades y evasivas.