Cuando se hizo de día Shigeru fue a recoger agua, sopló con delicadeza sobre las ascuas del fuego, lo alimentó y se dispuso a preparar la comida, como hacía ahora a diario. Con los faldones de su sencillo manto de cáñamo remetidos en el cinturón, Shigeru no se diferenciaba de los monjes, con la excepción del cabello. Le daba la sensación de que podía ser uno de ellos; el de menor edad y, por lo tanto, el criado. Los visitantes no dieron muestras de asombro por el hecho de que el heredero del clan les prestara servicio con tanta humildad, si bien el más joven le dio las gracias efusivamente y el mayor lanzó una fugaz mirada a Matsuda, quien en respuesta esbozó una leve sonrisa. Los dos monjes partieron justo después, sin perder un minuto, caminando a toda prisa sendero abajo. El calor empezaba a apretar y se escuchaban truenos en la distancia, donde negros nubarrones se congregaban sobre las montañas más lejanas. El cielo mostraba un intenso azul púrpura; la luz del sol se había teñido de bronce.
—Comienza tus ejercicios ahora —indicó Matsuda—. Habrá tormenta antes del mediodía.
Shigeru se notaba cansado, pero la fatiga se fue esfumando a medida que progresaba en la rutina que tan familiar le resultaba. Matsuda reanudó su meditación, pero al cabo de una hora se puso de pie, se remetió en el cinturón los faldones del hábito y recogió los palos de combate. Shigeru hizo una reverencia a su maestro y cogió uno de los palos, notando el habitual placer que el peso equilibrado y la suavidad del arma le provocaban.
Volvieron a escucharse truenos, esta vez más cercanos. El aire estaba impregnado de la intensidad que precede al relámpago.
El ataque de Matsuda se había ido tornando cada vez más agresivo con el paso de las semanas. El anciano controlaba el palo con tanta habilidad que Shigeru no temía resultar herido por él, aunque sí sufrió algunos golpes ligeros y varios moratones que le hacían tomarse el combate en serio. Aquel día en particular su maestro se mostraba más implacable que nunca. Por dos veces, la fuerza de la embestida arrastró a Shigeru hasta el borde mismo del campo de entrenamiento. Se daba cuenta de que el monje trataba de arrancar algo más de él, llevándole hasta el límite con objeto de alcanzar alguna fuerza aún adormecida. El joven notaba cómo la rabia empezaba a embargarle. Un golpe a un lado del cuello le ardía, la intensa luz del sol le provocaba dolor de cabeza y el sudor le brotaba a borbotones, escociéndole en los ojos.
El tercer asalto fue todavía más intenso. Hasta ese momento, Shigeru había dado por hecho que Matsuda no le lastimaría; pero, de repente, la hostilidad del monje pareció real, lo que convulsionó el aplomo del discípulo en gran medida. La confianza que había depositado en su maestro flaqueó y, una vez debilitada, empezó a evaporarse; los recelos insignificantes que había albergado con anterioridad se agruparon de improviso. "Tiene la intención de matarme —pensó Shigeru—. Dijo que iría a Inuyama, debe de estar en contacto con los Iida. Me matará aquí mismo, simulando un accidente, y se unirá a los planes de traición de Kitano y Noguchi. Los Otori serán derrotados y perderemos el País Medio".
En su fuero interno brotó una furia que nunca antes había experimentado, tan intensa que borraba cualquier pensamiento de su mente. Entonces, en medio del vacío, irrumpió un poder que hasta el momento desconocía poseer y se percató de que estaba combatiendo por su vida y por todo cuanto valoraba.
Cualquier reverencia hacia Matsuda se esfumó; todo respetuoso temor que hubiera podido sentir por el monje desapareció de repente, y se lanzó al ataque con resolución. Matsuda esquivó el primer golpe, si bien la fuerza de éste le hizo tambalearse ligeramente. Realizó una finta con objeto de recobrar el equilibrio, pero en ese mismo instante Shigeru se desplazó en círculo de modo que su maestro quedó situado pendiente abajo, y ahora el sol le golpeaba a él en los ojos. El joven recordó el poder del mundo y entendió cómo podía utilizarlo. Lanzó el palo con toda la dureza y velocidad que pudo acopiar y golpeó a Matsuda a un lado de la cabeza con un crujido tan sonoro como los truenos de la distancia.
El monje emitió un gruñido involuntario y dio un traspié. Shigeru soltó el palo, consternado por lo que acababa de hacer.
—¡Maestro!
Matsuda respondió:
—Estoy bien, no te preocupes. —Luego, su rostro empalideció. El sudor le empapaba la frente—. Necesito sentarme.
Shigeru le ayudó a llegar a la veranda y le instaló a la sombra. Después fue a buscar mantas para que pudiera tumbarse y a recoger agua para limpiar la magulladura, que empezaba a inflamarse y a adquirir un tono negro.
—No debo dormir —masculló Matsuda—. No dejes que me quede dormido.
Acto seguido, cerró los ojos y empezó a roncar.
Shigeru le zarandeó.
—¡Maestro, despertad! ¡No os durmáis!
No consiguió despertarle.
"¡Se va a morir! ¡Le he matado!" Su pensamiento más inmediato fue buscar ayuda. Los monjes se habían marchado más de una hora atrás, pero quizá si Shigeru corriera... si gritara... acaso le escucharían y regresarían. Ellos sabrían cómo actuar. Pero ¿debía dejar solo a Matsuda? Tenía que tomar una decisión de inmediato, y el hecho de pasar a la acción se le antojaba preferible a no hacer nada en absoluto. Colocó al monje sobre un costado, le puso una pila de ropa bajo la cabeza y le cubrió con una manta. Llenó un tazón de agua del manantial, humedeció los labios de Matsuda y dejó la taza junto a él.
A continuación, se lanzó en carrera cuesta abajo, por el sendero de montaña, gritando mientras corría:
—¡Eh! ¿Podéis oírme? ¡Regresad! ¡Regresad!
Había recorrido a ciegas unos tres kilómetros antes de percatarse de que resultaba inútil. Los monjes le llevaban una delantera excesiva, jamás los alcanzaría. El sol brilló con un último estallido cegador y luego fue engullido por las nubes de tormenta. Se vislumbraron fugaces relámpagos y entonces el mundo entero pareció sumirse en las tinieblas. Los truenos resonaban en lo alto y casi de inmediato la lluvia empezó a caer a raudales.
En cuestión de segundos se caló hasta los huesos. Tal como Matsuda había pronosticado, la tormenta hizo su aparición antes del mediodía. Ahora, la preocupación de Shigeru por haber dejado solo al monje era todavía mayor. Decidió que debía regresar junto a él, pero cuando se dispuso a dar la vuelta para regresar a la choza no consiguió identificar el lugar donde se encontraba: la lluvia le había desorientado y pasó un buen rato hasta que comprendió que había tomado un rumbo equivocado en su ciega carrera montaña abajo. Trató de retroceder sobre sus pasos, pero, el sendero por el que había descendido estaba inundado de agua; al no contar con el sol como guía, el joven no podía saber a ciencia cierta qué dirección tomar.
En lo alto se escuchó un estrepitoso trueno y un rayo golpeó la copa de un cedro. El árbol se iluminó, crepitando a causa del fuego y soltando humo a medida que la lluvia apagaba las chispas. Se detuvo un instante, temiendo que el cedro pudiera derrumbarse; pero aunque se partió en dos, no llegó a caer. En el momento mismo que Shigeru hizo un alto, a través de la lluvia le pareció ver una figura por delante de él. Era un hombre, refugiado bajo un saledizo de roca.
Shigeru levantó la voz:
—Ayúdame, por favor. Me he perdido.
El hombre giró la cabeza en dirección a Shigeru. Los ojos de ambos se encontraron. Y entonces desapareció.
No se había movido, no había huido. Se había esfumado. En un momento dado se encontraba allí delante y, de pronto, no quedó rastro de él.
"He visto un duende", decidió Shigeru, quien en ese momento hubiera aceptado la ayuda de uno de los demonios del infierno. Salió corriendo en dirección a la roca, gritando a medida que se acercaba.
—¡No te vayas! Tienes que ayudarme. Mi maestro está herido, me he perdido y tengo que regresar a su lado.
La lluvia caía en una tupida cortina desde el borde de la roca; Shigeru se detuvo unos segundos bajo el refugio y se apartó el agua de los ojos. El ruido de la tormenta ahogaba cualquier otro sonido, pero de repente notó que había una persona a su lado. Alargó el brazo y, sin quererlo, soltó un alarido de espanto al tocar
carne
viva. La carne empezó a dejarse ver, brillando trémulamente en tanto que tomaba forma bajo la luz mortecina.
No parecía un duende, con ojos saltones y nariz alargada; pero tenía que ser alguna clase de ser sobrenatural, algún espíritu de la montaña, o acaso un fantasma inquieto, asesinado en aquel mismo lugar y pendiente de venganza. Shigeru vio a un hombre joven, unos siete u ocho años mayor que él mismo, de rostro pálido y cambiante y extraños ojos opacos que denotaban burla y curiosidad. Aparte de los ojos, no había nada en él que llamara la atención. Vestía ropas corrientes, una chaqueta corta sobre unos calzones. Llevaba las piernas al descubierto y en la cabeza, un paño enrollado. No parecía ir armado, aunque Shigeru se percató de que se llevaba al pecho la mano derecha e imaginó que tendría un arma escondida.
El propio Shigeru iba desarmado por completo, al haber abandonado la choza de forma apresurada; pero ¿qué armas resultarían eficaces contra aquel espíritu de la montaña capaz de aparecer y esfumarse a voluntad?
Hizo un esfuerzo por hablar.
—Quienquiera que seas, te suplico que me ayudes. Mi maestro está herido; salí en busca de auxilio y me perdí. Se encuentra en una choza muy cerca del manantial, donde está el santuario.
—¿Tu maestro? ¿Quién es?
—Matsuda Shingen, de Terayama.
—¿Y quién eres tú?
—Uno de sus novicios. Enséñame el camino, te lo ruego.
El hombre esbozó una ligera sonrisa, si bien no respondió. Dio un paso hacia atrás y la lluvia cayó en cascada sobre él. Una vez más, desapareció.
Shigeru ahogó un grito de decepción y salió bajo la lluvia, decidido a regresar sobre sus pasos y descubrir en qué se había equivocado. Sin embargo, a una corta distancia, percibió que la oscura figura reaparecía, se daba la vuelta y le llamaba por señas.
—¡Sígueme! —le indicó.
Caminaron ladera arriba por una estrecha senda; de vez en cuando, Shigeru tenía que ponerse a gatas para trepar por las rocas del camino o atravesar la maleza. El hombre avanzaba a bastante distancia por delante; se esfumaba cuando el joven discípulo se acercaba demasiado, aunque siempre volvía a aparecer. Era como dejarse guiar por un zorro. Shigeru se preguntó si, en efecto, habría sido cautivado por el fantasma de un zorro y estaba siendo conducido al mundo de los espíritus. La lluvia, que caía a cántaros; la luz de tono verdoso; los truenos y las venas azuladas de los relámpagos, todo ello parecía proceder de algún otro dominio donde las reglas de la vida cotidiana se rompían e imperaba la magia. La percepción de la realidad de Shigeru había sufrido una sacudida, lo que le hacía sentirse aturdido, mareado, como si hubiera recibido un fuerte golpe en la cabeza. ¿Qué sería de Matsuda? ¿Y si ya estuviera muerto? Shigeru no sólo había herido a su maestro; también había fallado estrepitosamente a la hora de encontrar ayuda.
Cruzaron un pequeño cerro y comenzaron a descender. De pronto, el joven se percató de dónde se encontraba. No estaba penetrando en lo profundo del mundo de los espíritus, sino que bajaba hacia la choza por un sendero que a menudo había recorrido con antelación. Rompió a correr, sin saber si adelantaba o no a aquel ser fantasmal. Mientras el pecho le estallaba, sólo podía pensar en Matsuda.
La lluvia caía a chorros desde los aleros de la choza, horadaba el suelo y corría en remolinos enfangados en dirección a la charca. El monje estaba tumbado sobre un costado, tal como Shigeru le había dejado; seguía dormido, aunque ya no roncaba.
El joven se arrodilló a su lado; las mantas estaban empapadas y la piel de su maestro se notaba pegajosa.
—¡Señor Matsuda! —Shigeru le zarandeó con gentileza y, para su alivio, los ojos del monje parpadearon, aunque no se despertó.
Se produjo un ligero movimiento en la cortina de lluvia y el guía de Shigeru se subió a la veranda. También de rodillas, palpó el cuello de Matsuda para tomarle el pulso.
—¿Qué ocurrió?
—Le golpeé. Estábamos entrenando, me está enseñando el manejo de la espada.
—¿Golpeaste a Matsuda? ¿Qué clase de novicio eres tú? Pareces un Otori.
—Soy Otori Shigeru. Me han enviado a Terayama para pasar un año; forma parte de mi educación.
—Señor Shigeru. Es un honor conocerte —dijo el hombre con un cierto matiz de ironía. No dijo cómo se llamaba. Volvió a inclinarse por encima del monje, le abrió los párpados y le examinó los ojos. Luego, con sumo cuidado, palpó la contusión que Matsuda tenía en la sien—. No creo que le hayas fracturado la cabeza; sólo le has dejado inconsciente. Pronto se despertará. Tengo aquí algunas hierbas medicinales: verbena seca, corteza de sauce y unas cuantas cosas más. Prepara una infusión: le aliviará el dolor y detendrá las náuseas. No te apartes de su lado. El peligro no está tanto en el golpe como en la posibilidad de ahogarse a continuación.
El hombre sacó una pequeña bolsa y se la entregó a Shigeru.
—Gracias —dijo el joven—. Te lo agradezco muchísimo. Ven a verme cuando regrese a Hagi y te recompensaré.
La voz de Shigeru se fue apagando a medida que hablaba. Se sintió como un idiota, porque ¿qué recompensa podía ofrecerse al espíritu de un zorro? Aun así, cuando el hombre se dejaba ver parecía real, un humano normal y corriente.
—Puede que algún día acuda a Hagi.
—Siempre serás bienvenido. Dime cómo te llamas.
—Tengo muchos nombres. A veces, la gente me llama El Zorro. —Ante la expresión de Shigeru, se echó a reír—. Cuida de tu maestro. —Y haciendo una profunda reverencia, se despidió:— Señor Otori.
Su tono era respetuoso y socarrón al mismo tiempo. Acto seguido, desapareció.
Shigeru acarreó a Matsuda hasta el interior de la choza y le colocó sobre el colchón; avivó el fuego y fue a buscar agua fresca. Estaba completamente empapado. Se quitó la ropa para secarla y, una vez desnudo, se sentó junto al fuego hasta que el agua comenzó a hervir. No hacía frío y cuando la lluvia cesó, a la caída de la tarde, regresó el calor, más bochornoso que antes.
Poco antes del anochecer Matsuda se despertó. Parecía sufrir dolores. Shigeru se apresuró a preparar la infusión y ayudó al anciano a incorporarse y beber. El monje no pronunció palabra, pero dio unas palmadas en la mano de su discípulo como para tranquilizarle. Entonces, se volvió a tumbar. Las hierbas surtieron efecto con rapidez. Matsuda durmió tranquila y profundamente hasta el amanecer.