Al verse unos a otros, los caballos relincharon. Sin perder un segundo el guardia apuntó con el arco y lanzó una flecha. Luego profirió un grito y sacó la espada. La flecha no acertó en su objetivo, sino que cayó en el agua, cerca de las patas de los caballos. Shigeru apremió a su montura negra y se puso a galope. Ignoraba quién era aquel enemigo repentino, pero reflexionó que sólo podía pertenecer a los Tohan. El blasón de los Otori se veía con claridad en las ropas de los recién llegados; sólo los Tohan serían capaces de atacarles de forma tan descarada. Kiyoshige sujetaba su propio arco en la mano, y mientras su caballo rompía a galopar junto al de Shigeru giró el cuerpo hacia un lado y disparó una flecha. Ésta encontró un hueco en la armadura del desconocido y se le clavó a un lado del cuello. El hombre se tambaleó y se desplomó sobre las rodillas, aferrándose en vano al asta de la flecha. Kiyoshige adelantó a Shigeru y cortó las ataduras de los caballos, lanzando gritos y azotándolos para que salieran huyendo. Mientras los animales se alejaban chapoteando a través de los campos, soltando coces y relinchando, aparecieron sus jinetes, quienes bajaron a saltos por los escalones, armados con espadas, cuchillos y palos.
No se produjo intercambio de palabras, no hubo desafíos ni declaraciones, sino que se enzarzaron de inmediato en una batalla. Ambos bandos se igualaban en cuanto a número. Los Tohan contaban con la ventaja de la pendiente, pero los Otori iban montados, podían retirarse y atacar con rapidez y, al final, los jinetes se alzaron con la victoria. Shigeru mató al menos a cinco enemigos, y se preguntó por qué tendría que acabar con la vida de unos hombres cuyos nombres desconocía, y qué destino les había guiado a ellos hasta su sable aquel atardecer del quinto mes. Nadie suplicó clemencia cuando el desenlace quedó claro, aunque los últimos y escasos enemigos que sobrevivieron arrojaron sus espadas y trataron de salir corriendo a través del agua enlodada. Dieron traspiés y se resbalaron hasta que los jinetes que los perseguían lograron abatirlos. Después, su sangre avanzó a la deriva por el pacífico reflejo del cielo sobre el espejo de los campos.
Shigeru desmontó y amarró su caballo
Karasu
al arce. Después de ordenar a algunos de los hombres que reunieran los cadáveres y les cortaran la cabeza, llamó a Kiyoshige para que le acompañara y empezó a ascender por los escalones, sable en mano, alerta ante cualquier sonido.
Tras el estruendo del metal y el griterío de la fugaz batalla, los sonidos habituales de la colina iban regresando. Un tordo lanzaba su canto desde los arbustos, las palomas torcaces Zureaban en los enormes robles y las cigarras chirriaban quejumbrosamente; pero bajo estos sonidos cotidianos, bajo el rumor de las hojas arrastradas por la brisa, se escuchaba algo diferente: un gemido monótono, inhumano.
—¿Dónde está el hombre que trajimos? —preguntó Shigeru, deteniéndose en un escalón y girándose para mirar atrás.
Kiyoshige llamó a Harada y el soldado acudió corriendo. Ya no llevaba a la espalda al hombre torturado, pero sus ropas y su armadura, incluso la piel del cuello, estaban empapadas de sangre.
—Señor Shigeru, murió durante la batalla. Le tumbamos en un lugar a salvo y cuando regresamos su vida le había abandonado.
—Era muy valiente —murmuró Kiyoshige—. Cuando averigüemos de quién se trataba, le enterraremos con honores.
—Seguro que en la próxima vida renacerá como guerrero —dijo Harada.
Shigeru no respondió, sino que continuó subiendo los escalones con la intención de descubrir a quién quería ayudar tan desesperadamente aquel hombre.
De la misma manera que el gemido les había parecido inhumano, los cuerpos que colgaban de los árboles apenas podían reconocerse como los de hombres, mujeres y —como Shigeru se percató con una apasionada mezcla de lástima y repugnancia— niños. Estaban colgados cabeza abajo y giraban en círculos, lentamente, envueltos por el humo de las hogueras que ardían bajo ellos. La piel de los torturados se veía abotargada y achicharrada, los ojos se salían de las órbitas enrojecidas y segregaban inútiles lágrimas que el calor secaba instantáneamente. Shigeru se sintió avergonzado ante semejante suplicio, ante el hecho de que pudieran ser tratados peor que si fueran bestias, ante la evidencia de que se les pudiera haber infligido tal humillación y aún siguieran siendo humanos. Meditó con un extraño anhelo sobre la fugaz y misericordiosa muerte que el sable proporcionaba, y rezó para que tal muerte fuera la suya.
—Cortad las cuerdas —ordenó—. Veremos si alguno puede salvarse.
Había quince en total: siete hombres, cuatro mujeres y cuatro niños. Tres de los niños y todas las mujeres habían muerto ya. El cuarto niño, un varón, murió inmediatamente, en cuanto le descolgaron, a medida que la sangre volvía a fluirle por el cuerpo. Cinco de los hombres seguían vivos: dos de ellos porque sus cráneos habían sido abiertos, por lo que el cerebro no se les había inflamado. A uno le habían arrancado la lengua y murió por la pérdida de sangre, pero el otro podía hablar y aún estaba consciente. Había sido fuerte y ágil; sus músculos sobresalían como cuerdas. Shigeru detectó en sus ojos el mismo destello de inteligencia y de fuerza de voluntad que antes había visto en el benefactor que los había guiado hasta allí. Estaba decidido a que aquel hombre sobreviviera, a que la fortaleza de ánimo del compañero de aquellas personas no hubiera sido en vano. Los tres hombres restantes se encontraban tan cercanos a la muerte que lo más piadoso era ofrecerles agua y poner fin a su sufrimiento, de lo que se encargó Kiyoshige con su puñal; mientras, el hombre aún consciente se hincó de rodillas con las manos unidas y elevó una plegaria que Shigeru nunca antes había escuchado.
—Son Ocultos —explicó Irie—. Es la oración que rezan en el momento de la muerte.
Una vez que los muertos hubieron sido enterrados y mientras aún había luz, Shigeru se dirigió junto a Irie a lo alto de la colina; las cabezas de los Tohan se encontraban colocadas allí, a la entrada del santuario. El lugar se hallaba desierto, pero todavía quedaban huellas del campamento enemigo: provisiones de comida, arroz y vegetales; utensilios de cocina, armas y cuerdas, así como otros instrumentos más siniestros. Contempló a los muertos con mirada impasible, en tanto que Irie iba nombrando a aquellos que reconocía por sus rasgos o por los blasones de sus ropas y armaduras.
Para sorpresa de Shigeru, dos eran guerreros de alto rango. Uno se llamaba Maeda, y estaba emparentado con la familia Iida a través del matrimonio; el otro respondía al nombre de Honda. Se preguntó por qué habrían mancillado su reputación y su honor al participar en un acto de tortura. ¿Acaso obedecían órdenes de Iida Sadayoshi? ¿Cómo era posible que aquellos Ocultos fueran capaces de provocar semejantes ansias de venganza, semejante crueldad? Shigeru descendió los escalones con ánimo sombrío. No deseaba instalarse a dormir cerca del santuario, contaminado como estaba por la tortura y la muerte, por lo que envió a varios soldados a buscar un refugio alternativo.
El superviviente a la matanza, que por lo que se deducía era un sacerdote, estaba siendo atendido a la sombra de un alcanforero que crecía junto a la orilla. Shigeru se acercó a él; las luciérnagas empezaban a brillar bajo el azul del crepúsculo.
Los soldados habían lavado el rostro y la cabeza del torturado, y le habían aplicado salvia en las quemaduras. Los cortes en el cráneo rezumaban sangre oscura, pero parecían limpios. El hombre estaba consciente, con los ojos abiertos, y levantaba la mirada hacia la oscura silueta del árbol, donde las hojas se mecían ligeramente con la brisa del atardecer.
Shigeru se arrodilló junto a él y le habló con tono sereno.
—Confío en que tu dolor haya remitido.
El hombre giró la cabeza en dirección a la voz.
—Señor Otori.
—Lamento que no pudiéramos salvar a los demás.
—Entonces, ¿han muerto todos?
—Ya no sufrirán más.
El hombre se mantuvo en silencio unos instantes. Sus ojos se veían brillantes y enrojecidos. Resultaba imposible decir si estaba llorando o no. Susurró unas palabras que Shigeru apenas pudo distinguir, algún comentario acerca del Cielo. Luego, con mayor claridad, añadió:
—Todos nosotros volveremos a reunimos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Shigeru—. ¿Tienes otros familiares?
—Nesutoro —respondió el torturado. El nombre le resultaba desconocido a Shigeru, era la primera vez que lo escuchaba.
—¿Y el hombre que vino a buscarnos?
—Tomasu. ¿También ha muerto?
—Fue muy valiente.
Se trataba del único consuelo que Shigeru podía ofrecer.
—Todos eran muy valientes —repuso Nesutoro—. Ninguno se retractó, ninguno renegó del Secreto. Ahora están sentados a las puertas del Paraíso, en la tierra de los bienaventurados —hablaba con voz áspera y de manera entrecortada—. Anoche los Tohan encendieron una hoguera enorme delante del santuario. Se burlaban de nosotros, diciendo: "Mirad cómo irrumpe la luz desde el este. Vuestro dios viene a salvaros" —los ojos se le empezaron a cuajar de lágrimas—. Nosotros les creímos. Pensamos que el Secreto vería nuestro sufrimiento y nuestra fortaleza, y acudiría a buscarnos. No estábamos del todo equivocados, pues os envió a vos.
—Me temo que fue demasiado tarde.
—No debemos cuestionar la actuación divina. Señor Otori, me habéis salvado la vida. Os la ofrecería con gusto, pero no me pertenece.
Había algo en la manera en que hablaba, un intento de jovialidad que levantó el ánimo de Shigeru y le ofreció cierto consuelo. De forma instintiva sintió aprecio por aquel hombre, así como admiración por su inteligencia y su carácter. Al mismo tiempo, sus palabras le confundían, no acababa de entender su significado.
Ya casi había oscurecido cuando Harada regresó. Sus hombres acarreaban antorchas que soltaban humo y llamaradas, adelantándose a la noche. La aldea en la que los Ocultos habían sido capturados se encontraba a corta distancia. Algunos de sus edificios aún ofrecían refugio, si bien la mayoría de ellos habían quedado destruidos durante el asalto de los Tohan. Muchos de los habitantes habían logrado escapar y esconderse y, al ver el blasón de los Otori, regresaron. Se elaboró una tosca camilla para el herido y dos de los soldados le acarrearon a pie, mientras los demás avanzaron cabalgando, llevando consigo a sus propios caballos así como otros tres cuyos jinetes habían sucumbido durante el enfrentamiento con los Tohan. Un estrecho y pedregoso sendero los llevó colina abajo y por el borde de los campos cultivados, siguiendo el curso del torrente. El agua serpenteaba y relucía bajo la luz de las antorchas; las ranas croaban entre los juncos. El aire del atardecer de verano era apacible y suave, pero Shigeru, que ya se sentía disgustado a medida que se aproximaban a la aldea, se indignó en mayor medida al contemplar la destrucción que reinaba en el lugar. Los Tohan habían atravesado la frontera y se habían adentrado en lo profundo del territorio Otori. Habían torturado a personas que, fueran cuales fuesen sus creencias, pertenecían a los Otori y que no habían contado con la protección de su propio clan. Se arrepintió de no haber actuado con anterioridad, lamentó que semejantes ataques no hubieran sido castigados antes. Si los Otori no hubieran dado muestras de debilidad e indecisión, los Tohan nunca se habrían comportado con tanta osadía. Shigeru sabía que había hecho bien al acudir allí, que había actuado correctamente al enzarzarse en la breve batalla; pero, al mismo tiempo, era consciente de que las muertes de los guerreros Tohan, sobre todo las de Honda y Maeda, enfurecerían a la familia Iida y empeorarían las relaciones entre ambos clanes.
El sufrimiento y la desesperación se habían instalado en la aldea. Las mujeres lloraban mientras iban a buscar agua y preparaban la comida. Habían muerto catorce de los habitantes —posiblemente la mitad de la población—: vecinos, parientes, amigos.
A Shigeru y a sus hombres les ofrecieron alojamiento provisional en el interior del pequeño santuario, bajo las figuras talladas y las pinturas votivas. Las armaduras de los Tohan difuntos fueron entregadas como ofrenda. La esposa del sacerdote les llevó agua para que se lavasen los pies y luego elaboró té con cebada tostada. El punzante olor de la infusión hizo caer en la cuenta a Shigeru de lo hambriento que se encontraba. No daba la impresión de que hubiera mucha comida disponible, y trató de apartar la idea de su mente. La gratitud de los aldeanos y la calidez de la bienvenida que les habían proporcionado en medio de tanto sufrimiento sólo sirvieron para aumentar el desasosiego de Shigeru, si bien no dio muestra externa alguna, sino que permaneció sentado con ademán impasible mientras el jefe de la aldea se arrodillaba ante él y le relataba los hechos.
—Todas las aldeas desde aquí a Chigawa han sido atacadas —explicó con amargura. Era un hombre de unos treinta años, ciego de un ojo pero, por lo demás, de aspecto sano y fuerte—. Los Tohan actúan como si ya fueran sus propias tierras, exigen tributos, confiscan cuanto les viene en gana y tratan de erradicar a los Ocultos al igual que hacen en el dominio de Iida.
—¿Como si "ya" fueran sus tierras, dices? —preguntó Shigeru.
—Perdonadme, señor Otori. No debería hablar de una manera tan brusca, pero las mentiras piadosas no ayudan a nadie. A todo el mundo le asusta el plan de Iida: su intención es atacar el País Medio una vez que haya unificado el Este. Tiene que saberse en Hagi. Durante meses nos hemos preguntado por qué no nos llega ayuda y si nuestros propios señores nos entregarán a los Tohan.
—¿A qué domino pertenecéis?
—A Tsuwano. Enviamos arroz todos los años, pero estamos muy lejos de ellos; sólo vos y vuestro padre podéis salvarnos. La ayuda debe llegar directamente desde Hagi. Pensábamos que os habíais olvidado de nosotros. En cualquier caso, los hijos del señor Kitano se encuentran en Inuyama.
—Lo sé —respondió Shigeru, esforzándose por controlar su furia. La imprudente resolución de Kitano de enviar a sus hijos a la capital de los Tohan había demostrado ser una debilidad fatídica en cuanto a la posición de los Otori. Los jóvenes eran prácticamente rehenes; no resultaba extraño que su padre no tomara medidas en la frontera con el Este. Shigeru temía que sus antiguos compañeros pudieran pagar con sus vidas por el ataque que él mismo acababa de llevar a cabo, pero la culpa no se le podía achacar a él; la decisión de enviarlos a Inuyama había sido tomada por el padre de los muchachos, una decisión que Shigeru consideraba rayana en la traición. Si finalmente los hijos de Kitano perdían la vida, tan sólo se haría justicia.