Más tarde, Matsuda comentó:
—Sabía que no corrías peligro.
—Nunca lo habríais permitido —respondió Shigeru—. Eso me otorgó confianza.
—Actuaste bien. Miura ha sido un luchador excelente y un buen maestro. Sadayoshi no debería haberle desairado.
—Es como si vos mismo hubierais tramado su muerte —aventuró Shigeru.
Matsuda respondió:
—Jamás tramaría la muerte de nadie; no tengo necesidad, pues el destino se encarga de llevarnos a todos a nuestro encuentro final. Pero, de haberlo deseado, no podría haber organizado nada mejor.
* * *
Al día siguiente el bochorno fue aún más intenso; el sol mostraba el mismo tinte dorado y el aire, pesado e inmóvil, resultaba opresivo, como si el cielo retuviese el aliento. El chirrido de las cigarras continuaba, inmisericorde, pero los pájaros parecían silenciados por el calor.
Tras los ejercicios matinales, que empapaban de sudor incluso a Matsuda, pasaron el resto del día en silenciosa meditación. Al atardecer, el monje dijo:
—Regresaremos a Terayama. Nuestro trabajo aquí ha terminado, y tengo la impresión de que me necesitan en el templo. Además, debes reanudar tus estudios antes de que se te olvide escribir.
Empaquetaron sus escasas pertenencias y Shigeru barrió la choza por última vez. Se levantaron antes del amanecer. El
tanuki
estaba sentado en la veranda, observándolos con ojos redondos y vigilantes. Matsuda le hizo una reverencia.
—Adiós, viejo amigo. Gracias por compartir tu hogar con nosotros. Es todo tuyo otra vez.
La luna acababa de ponerse, pero Matsuda avanzaba a grandes zancadas por el sendero, como si éste ya estuviera iluminado por la luz del sol. Shigeru acarreaba los palos de lucha y los fardos, como en el primer viaje. Lamentaba tener que abandonar la remota choza en la que tanto había aprendido, pero también sabía que la tarea para la que habían acudido allí había sido cumplida.
Empezaba a amanecer cuando pasaron bajo el enorme roble donde Shigeru había visto al
houou,
y lo buscó de nuevo entre las ramas de la copa. Matsuda había guardado la pluma y ahora la llevaba en la pechera de su manto. Pero no había rastro del pájaro sagrado. "Volveré a verlo —pensó Shigeru—. Crearé un lugar donde pueda habitar y regresará al País Medio".
Llegaron al templo antes del mediodía. En cuanto accedieron al primer patio, Shigeru se percató de que había ocurrido una desgracia. Un solemne silencio, muy diferente al ambiente cotidiano, reinaba por todo el recinto, tan sólo perturbado por el monótono cántico que procedía de la nave principal. Reconoció las palabras de uno de los cánticos de los muertos.
—Lo que me imaginaba —dijo Matsuda—. Nuestro abad ha fallecido.
* * *
A partir de entonces, Shigeru apenas vio a su maestro. Se celebró el entierro y, tras el período de duelo, Matsuda se convirtió en el nuevo abad de Terayama, tal como se esperaba. Shigeru volvió a ocupar su lugar entre los demás novicios y retomó la rutina anterior, aunque con mayor diligencia y autodisciplina. Albergaba las mismas inquietudes acerca de los acontecimientos en el mundo más allá del templo —las actividades de los Tohan, la respuesta de su propio clan—, pero las apartaba a un lado y se entregaba a la meditación, al ejercicio y al estudio. Sacó los pergaminos que había traído de casa de Eijiro y de Yamagata y se dedicó a aprenderlos de memoria. Comprendió que la tarea que tenía ante sí sería inmensa, y que necesitaría toda su energía, inteligencia y fortaleza para enfrentarse a ella. Con la ayuda de sus preceptores, trabajó en el desarrollo de sus destrezas naturales y en poner freno a sus defectos. Aprendió a controlar las necesidades de su cuerpo relativas al sueño y al alimento, a dominar su temperamento y sus pensamientos.
El calor del verano dio paso al comienzo del otoño. Luego llegó el equinoccio, y los lirios otoñales florecieron alrededor de los arrozales. Las tormentas de finales del verano remitieron, las hojas adquirieron tonalidades rojo y oro. Las castañas maduraron en el bosque y los caquis, en los jardines. El trabajo en los campos de cultivo para recoger la cosecha —el arroz, las judías y las hortalizas que les alimentarían a lo largo del invierno— parecía interminable. El aire reverberaba con los sonidos de los mayales al separar el grano de la paja, el monótono corte de las matas de judías y el desgranado de las vainas, cuando las legumbres caían en las cestas y los cubos con un golpeteo que recordaba al granizo.
Un día, de buenas a primeras, el trabajo terminó. Los campos quedaron desnudos, de color marrón. La bruma colgaba alrededor de las montañas y las primeras heladas endurecieron los tallos de bambú y los volvieron blancos. Las aireadas estancias de Terayama, que tan agradables habían resultado en verano, se tornaron gélidas con el frío del otoño. Comenzó un nuevo año y cayeron las nieves, dejando el templo aislado del mundo exterior.
La última piedra se introdujo en el hueco y Akane ya no pudo ver el rostro de su padre. El bloque encajó a la perfección; sus aristas cuidadosamente talladas se ajustaron sin fisuras entre los adoquines adyacentes. Akane se encontraba de pie, en el extremo norte del puente. Aunque a sus espaldas había un enorme gentío, quedaba espacio libre alrededor de la muchacha. La gente se apiñaba para poder ver, pero nadie deseaba acercarse a ella por respeto a su sufrimiento o, posiblemente, la multitud evitaba aproximarse demasiado para no contagiarse de la maldición que con toda seguridad sufría la familia de la joven.
La muchedumbre contuvo el aliento al unísono, con un grito ahogado colectivo. Los hombres que habían colocado la piedra —Wataru, el ayudante del cantero, y Naizo, el aprendiz— permanecían de pie con el rostro pálido y las mandíbulas apretadas. Los ojos de Wataru estaban cuajados de lágrimas. Akane notaba que los músculos del cuello de Naizo se crispaban por la tensión, mientras en el rostro del muchacho se esbozaba una mueca de temor y de lástima. Ambos albañiles se fueron retirando hacia atrás hasta abandonar el puente. El padre de Akane se quedó solo en su propia obra; era el único ser vivo, sepultado entre los bloques de piedra.
Aquella piedra jamás sería retirada. El padre de Akane se encontraba tras ella, sumido en la oscuridad. Nunca volvería a ver la luz del sol, nunca sentiría en el rostro la brisa de la primavera, ni vería cómo las flores de cerezo eran arrastradas hasta las aguas verdosas; jamás escucharía la melodía cambiante del río mientras giraba en remolinos y fluía empujado por la marea. ¿Conservaría su padre la misma serenidad que había demostrado hasta entonces, mientras el aire se iba agotando poco a poco? ¿O sucumbiría al pánico ahora que no había nadie que pudiera contemplar su vergüenza y desesperación?
Akane había vivido junto al río toda su vida. Mori Yuta no era la única persona a la que había visto ahogarse; la joven había contemplado muchas manos desesperadas que se crispaban y retorcían tratando de aferrarse a la vida. ¿Estarían ahora las manos de su padre agitándose de igual manera? Tal vez buscarían algún resquicio entre las piedras, aunque él sabía mejor que nadie que encajaban a la perfección. Las manos fuertes y flexibles de su padre, donde residían sus dotes de cantero; las manos que Akane conocía tan bien y había observado con tanta frecuencia mientras sujetaban la azuela y el cincel o rodeaban un cuenco de té al llegar la noche, mientras el polvo de la piedra permanecía incrustado en las líneas que rodeaban sus nudillos y su muñeca, y en las que le atravesaban las palmas. El padre de Akane desprendía un olor a polvo, y a veces, cuando regresaba a casa al anochecer, cubierto de pies a cabeza por un velo gris, se diría que él mismo estaba tallado en piedra. Había sido un hombre admirado y respetado, había levantado construcciones maravillosas, pero su obsesión con el puente puso fin a todo aquello. Descuidó a su familia y su esposa no concibió más hijos —los vecinos bromeaban maliciosamente, afirmando que la mujer tendría que haber tenido un cuerpo de piedra para atraer a su marido—. La única hija del matrimonio fue creciendo alejada de todo control; era una niña extraña, capaz de nadar como un cormorán y manejar una barca como lo haría un hombre. Al cumplir los catorce años, ni una sola familia de los alrededores contempló la posibilidad de un matrimonio con sus hijos varones, aunque éstos no eran reacios al cuerpo flexible de la muchacha, a su esbelto cuello y finas muñecas, a sus hermosos ojos almendrados. Pero estaba claro que la familia de la joven era profundamente desgraciada, si es que no sufría alguna maldición. Además, Akane mostraba una expresión insolente que ahuyentaba a cualquier posible suegra. Menos para el padre de la joven, resultaba obvio para todo el mundo que acabaría convirtiéndose en prostituta; incluso de niña daba el aspecto, se comentaba con maldad.
Mientras tanto, las muchachas sumisas y obedientes, no mucho mayores que Akane y ya casadas, la envidiaban en secreto, pues no podían imaginar una vida peor que la que a ellas les había correspondido.
Akane había acertado a oír una conversación entre su padre y el propietario de un burdel sobre su propio futuro; su padre se mostró conmocionado ante la sugerencia del hombre, mientras que Akane se consternó por el bajo precio que se ofrecía por ella. Entonces, acudió sin perder tiempo a un establecimiento rival, dirigido por una viuda, donde negoció una suma que superaba la anterior por más del doble, la mitad de la cual entregaría a sus padres y la otra la guardaría para sí. Sus padres se emocionaron por la devoción filial de su hija, al tiempo que sintieron cierto alivio porque no se convertiría en una carga para ellos sino que, al contrario, podría mantenerles cuando fueran ancianos, sobre todo a su madre, ya que la obsesión acabaría llevando a su padre, inevitablemente, a la desgracia. La madre de Akane albergaba la esperanza de que, con el paso del tiempo, su hija encontrara un protector estable que incluso deseara tener hijos con ella.
La falta de nietos era la mayor decepción para los padres de Akane en esta nueva situación. Todas las atenciones de la joven y su conducta obediente y respetuosa no podían compensar el hecho de que no les diera nietos. El linaje del cantero desaparecería, pues carecía de hijos varones y de sobrinos, y no dispondría de descendientes para que le enterraran y rezaran por su espíritu.
Por aquel entonces, el cantero desconocía que su tumba sería pública y anónima a la vez, que cientos de personas pasarían por ella cada día, que su lápida proclamaría el desafío de los Otori a quienes se dispusieran a entrar en la ciudad y que su propia voz sería escuchada para siempre, mientras hablaba interminablemente con el río.
* * *
Akane acababa de cumplir los quince años cuando se trasladó al establecimiento de la viuda Haruna en calidad de criada de las chicas del burdel. Los hombres acudían a beber vino y a degustar el legendario plato de Haruna: fritura de pulpo y erizo de mar. Las chicas se sentaban con ellos, y su compañía era tan altamente valorada como los demás servicios que proporcionaban. Akane no tardó en aprender que un ingenio ágil resultaba tan atractivo como un cuerpo bien formado, una cabellera sedosa o una nuca perfecta. Algunas de las chicas cantaban, bailaban como niñas y a menudo practicaban juegos infantiles a los que añadían un toque sexual. El establecimiento de Haruna gozaba de una cierta exclusividad, y era visitado por los mercaderes más adinerados e incluso por algunos hijos de la casta de los guerreros.
En un intento por controlar la prostitución, el señor Shigemori había decretado que todos los burdeles fueran confinados a un solo barrio, en la parte nueva de la ciudad, al otro lado del río desde el puerto, en el extremo contrario del puente de piedra. En la parte posterior de la casa de Haruna brotaba un manantial natural de agua caliente. A espaldas de éste se elevaba un pequeño volcán en cuyas laderas crecían diferentes arbustos y flores a los que la propia montaña aportaba calor: camelias, azaleas y otras plantas exóticas que no crecían en ningún otro lugar del País Medio. Se decía que el sacerdote que atendía el santuario del dios de la montaña amaba las plantas en mayor medida que a las personas. Apenas dirigía la palabra a los peregrinos que allí acudían —según la tradición, la montaña protegía e incrementaba la virilidad de los hombres— y pasaba la mayor parte del día hablando a sus plantas y cuidando de ellas.
En aquel tiempo, la ladera sur del volcán era un lugar idóneo donde instalar una casa de placer. El establecimiento de Haruna recibía el nombre de la Casa de las Camelias. A su manera, la viuda era una artista en lo que al gozo de los sentidos se refería. Akane, quien se había criado en el ambiente de belleza y creatividad originado por su padre, se sentía feliz en aquel entorno. Las mujeres de más edad la mimaban y la protegían, y la joven llegó a convertirse en la favorita de los hombres, si bien Haruna no permitía que ninguno de ellos se la llevara a las alcobas privadas. La viuda custodiaba a Akane celosamente, a lo que ésta no se oponía. Se decía que las alcobas eran "privadas", si bien resultaban todo lo contrario a causa de las débiles paredes y los frágiles biombos. Akane se acostumbró a los sonidos y los olores propios de la pasión. Sentía gran interés por la esclavitud de los hombres —tal como ella la entendía— con respecto a los placeres de la carne, le intrigaba la desesperación con la que buscaban desfogarse dentro del cuerpo de una mujer. Esta necesidad, esta apetencia, suscitaba en la joven tanta lástima como deseo. Qué fácil y placentero resultaba satisfacerlos. Se trataba de algo mucho más comprensible que la obsesión de su padre por la despiadada piedra.
Akane tenía una forma de pensar muy particular, lo que de niña le había hecho parecer descarada e incontrolable. Examinaba el mundo que la rodeaba con desapego, hasta con ironía. Haruna se daba cuenta de esta peculiaridad y la admiraba, pues volvía locos a los clientes de su establecimiento. La viuda consideraba que a la joven le gustaban los hombres, pero que jamás llegaría a enamorarse de ninguno. Estaría a salvo de las pasiones pasajeras que destrozaban a tantas mujeres de su establecimiento, cuando creían enamorarse ciegamente de sus clientes. En un primer momento los hombres se sentían halagados, pero por lo general se cansaban en seguida de las exigencias y las actitudes celosas. Sin embargo, una mujer como Akane, a quien jamás podrían poseer, les hacía retraerse; se les metía bajo la piel y les provocaba escozor, les incitaba a ofrecerle cualquier precio que les permitiera convertirse en su único amante, tras lo cual enloquecían de celos. Akane era una mujer sin igual. Haruna le escogía personalmente los clientes, y se aseguraba de que pagasen un buen precio por sus servicios. La viuda albergaba grandes ambiciones con respecto a la muchacha —acaso las mayores de todas, pues contaba con un plan que a ella misma le proporcionaría influencia y prosperidad en la vejez—, si bien no las compartía con nadie.