La Red del Cielo es Amplia (10 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Shigeru recogió las espadas de madera y los fardos y se los echó a los hombros. La impaciencia y la rebeldía del día anterior habían desaparecido por completo. Reflexionó sobre el mensaje de Matsuda mientras seguía a su maestro por el empinado sendero de montaña. Se esforzaría por seguir sus consejos y elegir su propia muerte; haría siempre lo posible por ser consciente del camino adecuado, si bien rezó para que aún le quedaran muchos años de vida.

10

El sol se había ocultado tras las cumbres y el crepúsculo azulado empezaba a descender cuando llegaron a una choza situada en la bifurcación del sendero. Era de pequeño tamaño, con techumbre de paja. Un cobertizo situado a uno de los costados albergaba una pila de leños pulcramente almacenados. La choza tenía una pesada puerta de madera y carecía de ventanas. Se detuvieron en el manantial cercano para beber y lavarse las manos. Cuando se acercaron a la construcción, un animalillo salió corriendo por debajo de la veranda. Matsuda tiró hacia arriba de la puerta corredera, la abrió y miró al interior. Se rió por lo bajo.

—Ha resistido bien el invierno. Nadie ha estado por aquí desde el verano pasado.

—Excepto las ratas —observó Shigeru, mirando los excrementos esparcidos por el suelo.

El joven había colocado los fardos en el escalón de madera que rodeaba el perímetro de la choza —no era exactamente una veranda, si bien servía para el mismo propósito—. Matsuda se arrodilló para desliar uno de ellos y extrajo un puñado de virutas de madera. Colocó los rescoldos del puchero de hierro en un pequeño brasero, añadió las virutas y sopló con suavidad. Cuando las virutas empezaron a arder se puso de pie y agarró una escoba.

—Ya me encargo yo —se ofreció Shigeru.

—Compartiremos estas pequeñas tareas. Encárgate de ir a buscar ramas y astillas para el brasero.

Mientras Shigeru buscaba madera seca bajo la creciente oscuridad, los mosquitos le zumbaban alrededor de la cabeza. En aquella zona, el bosque era de haya y de roble, y junto a la charca donde el manantial rebosaba había un aliso. Aquí y allá brotaban lirios de montaña y tragontinos, y cerca del manantial se divisaba el resplandor de la caléndula. Las primeras estrellas empezaban a aparecer a través del denso follaje de las copas de los árboles.

Shigeru exhaló un profundo suspiro.

Las ramas desplomadas sobre el suelo aún estaban empapadas tras la lluvia, pero en las ramificaciones más bajas y en los troncos de los árboles había suficiente madera seca para encender el fuego. Shigeru percibía el aroma de las virutas de pino que llegaba desde la cabaña; era un agradable olor humano en el bosque solitario. Cuando regresó, una rana croaba junto a la charca. Otra rana le respondió.

Rompió las ramas y las astillas en trozos pequeños y los trasladó al interior. El suelo estaba limpio. Matsuda había encendido una pequeña lámpara y extendido los delgados colchones de cáñamo y las mantas para que se airearan. La diminuta estancia estaba llena de humo.

Un gancho de hierro colgado del techo sujetaba un puchero de pequeño tamaño que empezaba a humear. Al añadir más madera al fuego, no tardó en romper a hervir. De un recipiente guardado en la cesta de bambú, Matsuda sacó setas secas y pasta de judías y las añadió al agua. Transcurridos unos minutos, descolgó el puchero del gancho y vertió la sopa en dos cuencos de madera. Ejecutaba estos movimientos con agilidad y destreza, como si los hubiera realizado muchas veces con anterioridad, por lo que Shigeru imaginó que su maestro había estado en aquella choza en numerosas ocasiones, solo o con otros pupilos, durante los años que llevaba en Terayama al servicio del Iluminado.

Una vez acabada la sopa, tomaron los últimos dos pastelillos de arroz que quedaban. Shigeru se preguntó qué comerían al día siguiente; tal vez iban a ayunar. Matsuda le pidió que llevara el puchero al manantial, lo enjuagara y volviera a llenarlo, pues iba a preparar té.

Para entonces había anochecido por completo. Las estrellas se divisaban a través de las ramas oscilantes y la luna emitía un débil resplandor en el este, detrás de las cumbres. Una raposa aulló en la distancia; era un sonido inhumano que le hizo pensar en los duendes y, de pronto, le vino a la mente su hermano Takeshi, quien había expresado su deseo de que los duendes de las montañas le adiestraran en el arte de la guerra, como al mismo Matsuda. Tal vez había ocurrido en aquel mismo lugar, quizá Shigeru pudiera ver a los mismos duendes, ser enseñado por ellos y convertirse en el mejor espadachín de los Tres Países, mucho mejor que Iida Sadamu... Resolvió no desperdiciar ni un solo momento del tiempo que pasase junto a Matsuda, ya tuviera que ayunar, recoger madera o barrer el suelo. Para aprender de su maestro, llevaría a cabo todas las tareas propias del discípulo.

* * *

A espaldas de la choza había un pequeño claro donde el terreno, liso y suave, estaba cubierto de hierba. Conejos, liebres, ciervos y otras criaturas del bosque acudían allí a pastar antes del amanecer. Ofrecía un excelente campo natural para entrenar, y Shigeru esperaba impaciente que llegara ese momento. Sin embargo, Matsuda no parecía tener prisa. Despertó al joven cuando aún estaba oscuro, cuando reinaba aquella negrura silenciosa que precede el amanecer, cuando los sonidos de la noche —incluso el de las ranas— se amortiguan. La luna ya se había puesto y las estrellas quedaban difuminadas por la bruma que se elevaba de la tierra humedecida. Los rescoldos del fuego todavía brillaban con una luz que resultaba diminuta en contraste con las tinieblas de la montaña y del bosque que los rodeaban.

Una vez que hubieron hecho sus necesidades, se lavaron la cara y las manos en el arroyo y bebieron agua. Matsuda dijo entonces:

—Nos sentaremos un rato. Si es que vas a aprender, debes hacerlo con la mente en blanco. Observa tu respiración; es lo único que tienes que hacer.

El anciano tomó asiento en el escalón de madera, con las piernas cruzadas. Shigeru no podía distinguir su rostro, aunque apenas les separaban unos pasos de distancia. También él se sentó, en el suelo, con las piernas cruzadas, las manos sobre las rodillas y el dedo índice rozando ligeramente el pulgar.

Inspiró aire y lo expulsó, notando cómo la respiración le llenaba el pecho y le salía por las fosas nasales. La inspiración era potente y la espiración, débil. La inspiración estaba llena de vida; la espiración sugería, en cierto modo, la muerte. Siempre que fuera seguida por la fuerte inspiración, el cuerpo mantendría su propio deseo de vivir, pero algún día la espiración sería la última. El aire ya no entraría y saldría de su cuerpo, de ese cuerpo suyo que le resultaba tan familiar y que, de hecho, tanto amaba. Su cuerpo se corrompería y se pudriría; con el paso del tiempo, hasta los huesos se convertirían en polvo. Pero ¿y su espíritu? ¿Qué le ocurriría a su espíritu? ¿Volvería a nacer y a incorporarse al ciclo infinito de la vida y la muerte? ¿O acaso se dirigiría a ese infierno reservado para los malvados, como afirmaban algunas sectas? Quizá sus restos descansarían en el santuario de algún lugar remoto —como en el que ahora se encontraban—, según creían los campesinos; o bien en Terayama, donde sus descendientes le venerarían y le honrarían.

Sus descendientes. Se casaría, tendría hijos... Shigeru decidió cambiar de rumbo sus pensamientos. No deseaba detenerse a pensar en las mujeres. Abrió los ojos y miró a Matsuda con aire de culpabilidad. Su maestro tenía los ojos cerrados, pero en voz baja indicó:

—Vigila la respiración.

Shigeru siguió inspirando y espirando. Los pensamientos le asaltaban como si fueran duendes o demonios, reclamando su atención.

"Tal como el flechero talla y endereza sus flechas, tal como el jinete doma los caballos, así debes dirigir y controlar tus pensamientos descarriados."

Pero los caballos le llevaron a pensar en Kiyoshige, y también en el corcel negro que había dejado atrás. Le pareció que podía ver a través de los ojos del caballo, saborear la hierba en los prados estivales. Anhelaba sentir al animal bajo su cuerpo; la tensión inquieta, controlada; la emoción en la curva del cuello, y en la espalda; el placer que proporcionaba dominar a una criatura mucho más grande y poderosa que él mismo. Y las flechas: sintió cómo sus manos alteraban la postura meditativa llevadas por el deseo de rodear el arco, las riendas, el sable...

Inspiración, espiración.

"Si no eres capaz de tranquilizarte, nada aprenderás."

Las palabras se le colaron en los oídos. Sabía que era Matsuda quien las había pronunciado y sin embargo, parecían proceder de una fuente distinta, de algún lugar dentro de sí mismo en el que habitaba la verdad. Repitió por lo bajo: "Si no eres capaz de tranquilizarte". La frase se fundió con su respiración. Durante unos breves momentos, la mente se le quedó en blanco. Sin embargo, casi de inmediato, regresaron sus clamorosos pensamientos. "¡A esto se refería mi maestro! Lo conseguí. Ahora, quizá pueda empezar a manejar el sable."

La hormiga de la impaciencia le mordió. Como en respuesta, su cuerpo empezó a protestar por lo incómodo de la posición. Notaba calambres en las piernas, tenía el estómago vacío y la garganta, seca. Aun así, Matsuda, quien le triplicaba en edad, permanecía totalmente inmóvil; se limitaba a respirar con serenidad, inspirando aire y expulsándolo.

"Yo seré como él. Claro que sí", pensó Shigeru. Trató de discernir la respiración del monje y se adaptó a su ritmo. Examinó el suyo. Inspirar. Espirar.

Los pájaros empezaban a piar desde los árboles. Un tordo rompió a cantar. Shigeru abrió los ojos fugazmente y se percató de que la oscuridad iba desapareciendo. Podía distinguir la silueta de la choza y también la de los árboles a espaldas de Matsuda, sentado en una posición superior a la suya. No pudo evitar pensar en la comida de la mañana y, de pronto, la boca se le hizo agua. En Hagi, en ese mismo momento, las cocinas empezarían a cobrar vida: se avivarían los fuegos, herviría la sopa, los cocineros cortarían las verduras, las criadas prepararían el té. El ejército de sirvientes que se encargaba de sustentar la vida a la que Shigeru estaba acostumbrado estaría despierto y trabajando con destreza, en silencio. Durante toda su vida, el joven heredero había podido darles órdenes. Shigeru no había pasado necesidades ni siquiera en tiempos de hambruna, después de desastres tales como tifones, sequías o terremotos, cuando numerosos habitantes de los Tres Países habían muerto de inanición. Ahora, había dejado todo aquello atrás, se había convertido en una persona corriente, dependiente por completo de la voluntad de otro. Confiaba en Matsuda, tenía fe en que su maestro podía enseñarle muchas cosas que necesitaba aprender. Sometió su reticente voluntad a la de su maestro, dejó que los pensamientos sobre la comida llegaran flotando a su mente y luego se marcharan, también flotando. Inspiró, espiró. Su mente se serenó, como el caballo inexperto que por fin acepta lo inevitable: por mucho que se encabrite y corcovee no conseguirá desensillar al jinete. Entendió cómo todos los deseos, todos los anhelos, pueden ser consentidos o bien pueden dejarse disipar. Comprendió lo que el maestro quería decir al hablar sobre las elecciones de la vida. Bajo la quietud adquirió un sentido de su espíritu, una ola en la superficie del océano; la calma le inundó, junto con la compasión por todos los seres, la compasión por sí mismo, la reverencia y el afecto por Matsuda.

Una repentina calidez le golpeó cuando el sol se alzó sobre las cumbres que los rodeaban. Shigeru abrió los ojos involuntariamente y vio que Matsuda le contemplaba.

—Muy bien —dijo el monje—. Ahora, comeremos.

Shigeru se levantó, haciendo caso omiso de sus piernas entumecidas, y entró en la choza. Llevó el puchero al manantial y lo llenó de agua, recogió leña y encendió el fuego. Una vez que el humo se hubo disipado —como el deseo, reflexionó Shigeru— y la llama empezó a arder con fuerza y claridad, puso el agua a hervir. Recogió la ropa de cama y la extendió bajo el sol para que se aireara, tratando de copiar la manera en que Matsuda realizaba estas tareas, la agilidad y la economía de movimientos de su maestro. Algo procedente de sus horas de meditación daba un nuevo tono a sus acciones, aportándole empuje y concentración.

Matsuda se calzó las sandalias y llamó a Shigeru por señas.

—Veamos lo que el bosque nos ofrece esta mañana.

Agarró una pequeña cesta y una herramienta para cavar —una afilada hoja incrustada en un mango curvo, de madera— y ascendieron el sendero en dirección al oeste mientras el sol les calentaba los hombros. Al principio, el camino serpenteaba entre las enormes rocas y la ladera resultaba empinada. Poco a poco el terreno volvió a aplanarse y ante ellos se abrió un claro donde crecían cedros, cipreses y abetos rojos. En los bordes del claro, los helechos empezaban a cubrir el terreno del bosque, y sus hojas curvadas en espiral recordaban a los caracoles. Matsuda le enseñó a Shigeru cómo cortar los brotes más tiernos; luego caminaron a través de la arboleda hasta llegar a un pequeño estanque situado en un alto. Estaba lleno de aves: garzas, patos y zarcetas que fueron elevando el vuelo entre ásperos graznidos a medida que los recién llegados se acercaban. Alrededor de la orilla crecían bardanas y flores de loto silvestres. Matsuda arrancó del agua las flores de loto por sus raíces suculentas, y a continuación cavó el suave terreno para extraer la bardana. Las raíces eran finas y alargadas, y bajo la piel oscura y fibrosa la carne se veía blanca.

Era una época del año demasiado temprana para encontrar setas o boniatos, pero en el camino de regreso recogieron hojas frescas de acedera y el nuevo follaje verde de los arbustos de espino. Matsuda se lo fue comiendo mientras caminaban y Shigeru le imitó; el sabor le traía vivos recuerdos de su niñez.

Al llegar a la choza, pelaron la bardana y la dejaron en agua; el resto de la recolección sirvió para elaborar una sopa que tomaron como comida de la mañana. Matsuda añadió granos de arroz secos a los restos de la sopa y la apartó a un lado para dejar que se inflaran. Luego, le pidió a Shigeru que practicara los ejercicios de calentamiento que había aprendido en Terayama.

—Con la mente en blanco —puntualizó.

La comida y la calidez del sol habían acercado al demonio del sueño. Shigeru se esforzó por apartarlo en tanto que realizaba los ejercicios, pensando en los otros muchachos del templo, preguntándose si estarían realizando los mismos movimientos en ese momento, con la mente mucho más vacía que la suya propia. De pronto, cayó en la cuenta de que había algo en aquella disciplina que tenía que ver con la meditación, que la realzaba. De la misma forma que ejercitando la mente había aprendido a controlar sus pensamientos, ejercitando los músculos podía unir el control de la mente y el del cuerpo. El cansancio desapareció y ocupó su lugar la expectación, así como una calma vigilante.

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