La Red del Cielo es Amplia (11 page)

Read La Red del Cielo es Amplia Online

Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
5.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se movía al paso moderado que le habían enseñado en Terayama, recordaba cada uno de los ejercicios de forma casi inconsciente a medida que un movimiento seguía al anterior; descubrió que allí, en el bosque desierto, se esfumaba la impaciencia que le había consumido en el templo. Creía que había practicado diligentemente con anterioridad, pero ahora caía en la cuenta de que se había quedado corto, de que su atención había sido débil e incompleta, de cómo el orgullo de sí mismo le había cegado e impedido avanzar. Observó cómo su respiración inhalaba aire y lo expulsaba a medida que ejecutaba cada ejercicio, y notaba cómo el sol, el aire y el suelo bajo sus pies parecían compasarse a la respiración y fluir a través de él. El mundo a su alrededor estaba preparado para compartir con él todo su poder: su energía, su ligereza, su estabilidad. Shigeru tan sólo tenía que aceptar estos dones y hacer uso de ellos.

—Perfecto —dijo Matsuda—. Los profesores del templo estaban preocupados por tu falta de concentración (la mayor debilidad de tu padre, me temo), pero les demostraremos que se equivocaban. Súbete las faldas del manto; ahora vamos a movernos un poco más deprisa.

—¿Traigo los palos...? —empezó a preguntar Shigeru, pero Matsuda puso una mano en alto.

—Cuando estés preparado para los palos, te pediré que los traigas.

Con su propio manto alzado, el monje se colocó frente a Shigeru y plantó los pies firmemente sobre el terreno arenoso.

—Observa con atención.

El movimiento fue tan rápido que el joven apenas pudo seguirlo. Veía la silueta de su profesor, pero a través de la delgada constitución del monje, de sus extremidades enjutas, destelló algo intemporal, una fuerza que transformaba a su maestro. Shigeru se quedó boquiabierto.

Matsuda percibió la expresión en el rostro de su discípulo y se echó a reír.

—No es magia, no tiene que ver con la brujería ni nada parecido. Cualquiera puede hacerlo. Sólo hay que trabajar mucho y vaciar la mente. Preparas tu cuerpo para que entre la fuerza vital y luego lo utilizas con una atención absoluta. Lo único que hace falta es entrenamiento; entrenamiento y práctica. Ahora no tienes paciencia, pero la tendrás.

Shigeru se dispuso a imitar los movimientos de su profesor, sorprendido de que un hombre que le triplicaba en edad pudiera moverse mucho más deprisa que él. Pero para el final de la sesión, cuando el sol se encontraba en su punto más alto en el cielo, había llegado a darse cuenta de que los ejercicios que había aprendido le ofrecían a su cuerpo el patrón con el que moverse. Sus músculos habían sido preparados para ello.

—Es una cuestión de etapas —le comentó a Matsuda mientras ambos se secaban el sudor del rostro—. Una cosa va llevando a otra.

—Sí, como ocurre con casi todo lo que merece la pena —repuso el maestro—. Mucho trabajo, paciencia infinita y la capacidad de aprender de nuestros predecesores.

El monje parecía de excelente humor, por lo que Shigeru se atrevió a decir:

—La gente dice que os entrenaron los duendes.

Matsuda soltó una carcajada.

—Me enseñó un hombre sagrado que vivía en las montañas. Algunos creían que era un espíritu, un duende o, incluso, un ogro; pero era un ser humano, aunque de los que no abundan. Le busqué hasta encontrarle y le serví como discípulo, como ahora me sirves tú a mí. Pasé un año recogiendo su leña y fregando sus platos antes de que ni siquiera se diera por enterado de mi existencia. Al fin y al cabo, yo no era más que un humilde guerrero: mi tiempo me pertenecía. Tu caso tiene una urgencia más apremiante. No disponemos de una eternidad.

Cuando regresaron a la choza, alguien había acudido silenciosamente y había dejado como ofrenda pastelillos de mijo y setas secas, dos pequeñas ciruelas saladas y varios brotes de bambú fresco. Matsuda hizo una reverencia en señal de agradecimiento.

—¿Quién ha sido? —preguntó Shigeru, mirando a su alrededor—. ¿Quién sabe que estamos aquí?

—Hay una pequeña aldea a unas dos horas de camino. A menudo vienen a traer ofrendas para el dios que les proporciona agua para sus campos. Comparten lo que tienen con él y también con nosotros.

Shigeru hizo así mismo una reverencia, agradecido a los campesinos desconocidos que tan generosamente les obsequiaban.

—Mi hermano Takeshi quiere que los duendes le enseñen —explicó, una vez que la comida se hubo acabado.

—¿Qué edad tiene ahora? ¿Unos diez años, tal vez?

—Es cuatro años menor que yo; cumplió once el año pasado.

—Ay, qué deprisa pasa el tiempo. Confío en que él también acuda a Terayama.

—Será mejor guerrero que yo. No conoce el miedo. Mató a un chico mayor que él cuando tenía ocho años. —Tras una pausa, Shigeru admitió:— Yo nunca he matado a nadie.

—En tiempos de paz, no existe necesidad —respondió Matsuda con voz serena—. Tu entrenamiento puede parecer una preparación para la guerra, pero confiamos en que también sea una manera de prevenirla. Existen muchas formas de evitar la guerra: alianzas, matrimonios... pero la mejor consiste en ser lo suficientemente fuerte como para hacer que tu enemigo se lo piense dos veces antes de atacarte, y no lo bastante agresivo como para que se sienta amenazado. Mantén tu sable enfundado durante tanto tiempo como puedas; pero una vez que lo empuñes, empléalo sin vacilación.

—¿Son los Otori lo bastante fuertes como para evitar una guerra contra los Tohan? —preguntó Shigeru, recordando a los hijos de Kitano, instalados en Inuyama.

—Los Iida son muy ambiciosos. Una vez que un hombre ha pisado el camino hacia el poder nada le detendrá, salvo su propia muerte. Siempre se esforzará por ser el más grande, y vivirá con el constante temor de que en algún lugar otro sea más grande que él y pueda destronarle. Por descontado, esto acabará por suceder, porque todo lo que tiene principio tiene final.

Un poco más allá de la sombra de los aleros, alrededor de una libélula muerta, se arremolinaba un ejército de hormigas que tiraban del cadáver con sus mandíbulas diminutas.

—La libélula se eleva volando por encima de la tierra —prosiguió Matsuda— y, sin embargo, su cuerpo se convierte en alimento para las hormigas. Al igual que todas las criaturas nacen, todas deben morir.

—Abandonasteis vuestros deseos para seguir las enseñanzas del Iluminado —comentó Shigeru—; sentís compasión por todos los seres vivos. El Iluminado enseñó a sus discípulos a no dañar nada ni a nadie y, sin embargo, me instruís en el arte de la guerra. No me es posible seguiros, por mucho que lo quisiera. Tengo deberes para con mi familia, mi clan, mi país. No puedo renunciar a ellos.

—Nunca esperaría que lo hicieras. Tu camino está en este mundo; pero es posible vivir en este mundo y, sin embargo, no ser esclavo de él. Si soy capaz de enseñarte eso, me daré por satisfecho. —A continuación, Matsuda añadió:— También he de instruirte en el manejo del sable y el arte de la guerra, naturalmente, porque para responder a tu pregunta con claridad: sí, los Otori tendrán que luchar contra los Tohan. Imagino que ocurrirá en los próximos cinco años. En el sur, o bien en la frontera con el Este.

—El señor Kitano, de Tsuwano, ha enviado a sus hijos a Inuyama —dijo Shigeru—. En mi opinión, es una muestra de deslealtad.

—Noguchi también se mantiene últimamente en muy buenos términos con la familia Iida. Son las briznas que demuestran la dirección en la que sopla el viento. Ambos hombres son muy pragmáticos; además, Noguchi es un cobarde y un oportunista. Dan por sentado que estallará la guerra y creen que los Otori no ganarán.

—Son unos traidores —replicó Shigeru, furioso, con su anterior sentido de la paciencia completamente perdido—. Tal vez debería regresar a Hagi, junto a mi familia.

—Tu padre sigue siendo el jefe del clan; debe de saber cómo están las cosas. Son él y sus consejeros quienes tienen que hacer frente a la situación.

—Mi padre... —empezó a decir Shigeru; luego se quedó en silencio, pues no quería mostrarse desleal.

—Una de las lecciones de la vida adulta —dijo Matsuda— consiste en ver a nuestros padres con claridad, reconocer sus puntos fuertes y sus debilidades, pero, a pesar de todo, seguir honrándolos como progenitores.

—Mi padre tiene muchas debilidades —observó Shigeru, apenado—. Si los Otori son derrotados por los Tohan, será por culpa de ellas.

Matsuda respondió:

—Nosotros confiamos en que el comienzo de la guerra se retrase lo bastante como para que tu posición en cuanto al liderazgo del clan sea más importante. Y también albergamos la esperanza de que hayas escapado de esas mismas debilidades de las que hablas —añadió con sequedad.

—Ya debéis de conocerlas —replicó Shigeru, notando que las mejillas le ardían—. ¡Y no son pocas!

—Los defectos habituales de los Otori, no hay duda: temperamento precipitado, falta de paciencia, tendencia a enamorarse con facilidad. Son fallos menores que tú conseguirás controlar.

—Me esforzaré todo lo posible —prometió Shigeru.

11

Los días fueron adquiriendo un pauta regular de meditación y ejercicio, similar a los motivos recurrentes de un tejido estampado. Al mediodía, o después de cenar, Matsuda solía hablar de la historia y la política del clan, de las estrategias de guerra. Interrogaba a Shigeru sobre lo aprendido en días anteriores, pues esperaba de su pupilo que retuviese todas sus enseñanzas en la mente. La memoria de Matsuda era excepcional, y el joven notaba que la suya propia se iba perfeccionando a medida que absorbía todo cuanto el monje le explicaba.

Tras dos semanas de seguir a diario los movimientos de su maestro y practicar también a solas, cierta mañana Matsuda le pidió que llevara los palos de combate al campo de entrenamiento. A Shigeru le costaba creer lo mucho que sus músculos y su sentido de la coordinación habían mejorado. En Hagi siempre le habían tomado por un alumno aventajado, pero aquel muchacho resultaba torpe y rezagado en comparación con el joven en el que se había convertido. Ahora, el palo se transformaba en lo que el sable tenía que ser: una prolongación natural de su brazo y su cerebro. El arma se movía a la velocidad del pensamiento y los golpes eran asestados con extraordinaria fortaleza. Al retirarse del adversario, el palo de combate resultaba tan flexible como los mismos músculos de Shigeru, quien lo manipulaba con igual facilidad y rapidez que su propia mano. Inspirar, espirar. El vacío de mente que había conseguido a través de la meditación ocurría ahora sin ningún esfuerzo. Shigeru ya no pensaba en la identidad de su contrincante; olvidaba que Matsuda, ilustre guerrero, era su maestro; incluso apartaba a un lado su abrumador deseo de aventajar, de vencer al oponente. Veía únicamente los movimientos del ataque contrario y su propia respuesta en cuanto a defensa y contraataque.

* * *

A media tarde, Shigeru exploraba los senderos de montaña en busca de cualquier alimento que pudiera encontrar. A veces le parecía escuchar movimientos humanos, o bien tenía la sensación de que le observaban; en cierta ocasión encontró señales de que alguien había estado recogiendo acónito, raíces de tragontino y lengua de buey. Sin embargo, nunca se topaba con nadie en el bosque, aunque de vez en cuando un campesino o una lugareña acudían desde la pequeña aldea con ofrendas de comida. Si Matsuda y Shigeru llegaban a encontrarse con ellos, el monje los bendecía y los animaba a que bebieran del manantial, mientras que el discípulo les interrogaba sobre sus granjas y sus cultivos, sus predicciones con respecto al estado del tiempo, sus leyendas populares y sus remedios curativos. Al principio, la timidez obligaba a los recién llegados a mantenerse en silencio, pero a medida que transcurrían las semanas empezaron a mostrarse más comunicativos con Shigeru.

Matsuda se burlaba del joven, asegurando que éste tenía que haber sido granjero en una vida anterior.

—Si sólo nos preocupáramos por luchar, todos nosotros moriríamos de inanición —solía responder Shigeru—. Nunca debemos olvidar a quienes nos alimentan.

"Cuenta ya con más sabiduría que la mayoría de los guerreros de Hagi", murmuró Matsuda para sí.

—En el caso de que estalle la guerra, mi deber es ser guerrero —comentó Shigeru con tono desenfadado—; pero si prevalece la paz, seré granjero. Nadie, en la totalidad del País Medio, volverá a pasar hambre.

Llegó el solsticio de verano y, a continuación, la temporada de los grandes festivales; pero Matsuda no mostraba indicio alguno de que fueran a regresar al templo. Unos días antes del Festival de los Muertos llegaron dos monjes desde Terayama cargados con alimentos: bolsas de arroz y de verduras secas, una vasija con encurtidos y otra con pescado en salazón. Tras la exigua dieta de las semanas previas, parecía un auténtico banquete. Los viajeros también traían noticias de Hagi sobre el buen estado de salud de la familia Otori, así como una carta de parte de Takeshi.

—Mi hermano me pregunta si he conocido a algún duende —comentó Shigeru, mientras leía la carta con entusiasmo—. Se cayó de
Karasu,
mi caballo negro, y estuvo viendo doble un día entero —el joven notó que la antigua ansiedad amenazaba con salir a flote, y tragó saliva en un intento por apartarla—. Le avisé de que no montase en el negro, acaban de domarlo y es demasiado fuerte para un chico de su edad. Confío en que las consecuencias no hayan sido peores de lo que me da a entender.

Los monjes no llevaban consigo material para la escritura, por lo que Shigeru no pudo escribir una respuesta; pero los recién llegados prometieron que enviarían mensajeros a Hagi en busca de más noticias. Conversaron brevemente durante la cena sobre los acontecimientos del templo, la envidiable salud y el buen estado de ánimo del abad, el progreso de los novicios. Ambos visitantes se quedaron a pasar la noche y se sentaron a meditar en silencio junto a Matsuda y Shigeru. La choza era demasiado pequeña para cuatro personas, de modo que el joven discípulo durmió a la intemperie, bajo las estrellas.

La noche era calurosa y Shigeru se despertó varias veces a causa del ulular de las lechuzas, el croar de las ranas y el zumbido de los mosquitos. En una ocasión escuchó el aullido de un lobo en la distancia, y justo antes del amanecer una criatura de pezuñas suaves le rozó la cabeza. Abrió los ojos y descubrió que un
tanuki
le miraba fijamente. Ante el movimiento del joven, el animal salió a esconderse bajo la choza a toda velocidad.

Entonces, Shigeru se levantó y vio que los tres hombres estaban despiertos. Debían de haberse levantado tiempo atrás, pues ya se encontraban sentados en actitud de meditación. Se unió a ellos, sacando fuerzas de la oscuridad que se desvanecía y de la luz que empezaba a hacer su aparición. Se acordó de Takeshi y rezó para que su hermano se hubiera recuperado por completo, aunque también se preguntó si existiría alguna clase de plegaria que actuase así, con efecto retroactivo. Luego, acalló sus pensamientos y se concentró en la respiración.

Other books

Ignite Me by Tahereh Mafi
Little Girl Blue by Randy L. Schmidt
Seeing Red by Holley Trent
A Call To Arms by Allan Mallinson
En El Hotel Bertram by Agatha Christie