O: «¿Dónde vas este verano?» «A la mujer de mi padre se le ha ido la olla, está siempre muda o rezando el rosario; mi padre dice que todo el dinero que tenemos hay que gastarlo en hacer que vuelva a ser normal, así que a la mierda las vacaciones: me resbala, porque total a mí viajar me parece un coñazo», «Pues yo dentro de diez días me voy a la Patagonia», «Qué bien», «Estaré fuera un mes y medio: ¡es un montonazo de tiempo!», «Ah», «La Patagonia está muy lejos de Italia», «Si tú lo dices».
O también: «¿De qué equipo eres?», «El fútbol me da por culo», «¿Qué cantantes te gustan?», «Odio la música».
Pero sobre todo: «¿Piensas alguna vez en ese beso que nos dimos?», «¿Por qué, quieres otro?»
Y me lo dio, otro beso, me refiero. En el patio del instituto, que ya se había quedado desierto y cubierto de globitos muertos desperdigados por todas partes.
En ese mismo lugar nos citamos al día siguiente a la misma hora. Y al otro, y al otro. Pasábamos la tarde paseando y besándonos.
Eran besos extraños. No eran largos, como esos que se daban Eva y Matteo a la salida de clase, que los dejaban pegados durante un buen rato. Cada uno sacaba sólo un trocito de lengua, la mojaba con la lengua del otro, y ya está. Ahí quedaba la cosa.
Los ONME de marca se besan de una manera, y los de imitación, de ésta, pensaba yo. Pero quién sabe si, a fuerza de besarse de la manera equivocada, no aprende uno a hacerlo bien y se convierte así en un ONME, aunque sea
honoris causa
(tuve que esforzarme pero al final aprobé el latín, y con un siete incluso).
Vamos, que los dos juntos lograríamos convertirnos en Uno de Nuestra Edad.
O al menos eso me parecía a mí, mientras le hablaba sin parar de Tina, del blog de Samuele, del último desfile del Orgullo Gay con Paolo y Michelangelo, del libro que me acababa de regalar Lorenzo. Él escuchaba, mascando chicle y emitiendo gruñidos que yo, poco a poco, empezaba a saber interpretar. Parecían todos iguales pero no lo eran: estaba el gruñido con el que Palomo expresaba interés, y aquel otro con el que expresaba que estaba de acuerdo o que no lo estaba en absoluto.
Los cotilleos sobre los Barilla, por ejemplo, le gustaban mucho (el que más, el hecho de que los padres de Matteo todavía lo siguieran llamando Cariñito).
¿Cómo podré hacer cambiar de idea mañana a Pavarotti?
Porque él me lo dijo muy claro: «Yo, a uno como Palomo, no le habría dejado ni que me invitara a un café.»
Pero a lo mejor porque Pavarotti ese café no lo necesitaba: ya se lo preparaba Cate.
Mientras que el café que yo había soñado tomarme con Matteo ahora se lo estaba tomando Eva Brandi.
Entonces, ¿qué habría tenido que hacer? ¿Contestar: «No, gracias» a quien me invitaba a tomar uno con él?
¿Permanecer indiferente a quien, por fin, quería escuchar lo que yo tenía que contar, sin obligarme a utilizar la Cara de Tonta?
Porque de verdad parecía que a Palomo le interesaran mis historias.
A mí, por otro lado, me interesaban muchísimo las suyas.
Dejemos a un lado el interés que, de acuerdo, podía ser real, me rebatirá seguramente Pavarotti. Pero ¿cómo pudiste creer que esas historias fueran verdad, Mandorla?, insistirá.
Creo que, por desgracia, Pavarotti tiene decididamente una obsesión con la Verdad.
Porque si no le contestaría sin problemas: mire, abogado, nunca me pregunté si las cosas que me contaba Palomo eran verdad o no. Eran bonitas, y punto. Eran grandes, eran nuevas. ¿Entiende lo que quiero decir?
Por fin alguien lograba convencerme seriamente de que la vida no terminaba en la calle Grotta Perfetta 315.
Porque el edificio en el que había crecido Palomo era el mundo entero.
Y también porque, de ese mundo, él se había hecho una idea precisa que era suya y de nadie más.
Por ejemplo, no creía en las tiendas: ahí queda eso.
«¿Es culpa tuya si se te ha acabado el papel higiénico? ¿O la mayonesa? ¿Te parece normal, entonces, que si necesitas una puta cosa, la que sea, tengas que pagar para tenerla?», me preguntaba. Porque a él no le parecía normal. Así como también consideraba absurdo que yo pareciera tan unida a personas que no eran de verdad mis padres.
No es que le hubiera explicado exactamente cuál era mi situación, eso no. Por eso querría preguntarle a Pavarotti: abogado, ¿qué diferencia hay entre contar algo que es falso y no contar la verdad? Palomo no me contó más que mentiras, eso es un hecho incontestable. Pero si para usted es tan importante la verdad, abogado, no puede negar que también yo habría podido ser más sincera con mi Primer Novio.
Vale, es verdad que al final Palomo no ha ido a parar a la cárcel, y yo sí.
Quizá la diferencia sea ésa.
Pero no deja de ser cierto que yo tampoco me he comportado como una Primera Novia modelo.
De vez en cuando pensaba, lo voy a hacer ahora, venga, le voy a contar la verdad, pero luego nunca era capaz: pese a que Palomo era un ONME de imitación como yo, tenía miedo de que la condición en la que vivía, con cinco familias, sin madre y con un padre desertor, fuera demasiado incluso para él.
¿Y si me deja? Mejor no correr ese riesgo, me decía yo.
De modo que seguía guardándome el secreto que todos en el edificio sabían, y que nadie fuera del edificio podía imaginar (sin contar las dos excepciones de Matteo y Eva, claro. Matteo porque estaba dentro del edificio, pero también fuera. Y Eva porque, pese a estar fuera, probablemente ya lo sabía todo. El idiota de Matteo seguro que le habría contado mi vida con pelos y señales, haciéndole jurar que no me diría nada: ¡como si alguien como él fuera a resistirse a hacerse el interesante con su novia contándole un secreto especial!).
—
¿Matteo?
—
¿Qué, cariño?
—
¿Me explicas de una vez por todas quiénes son los padres de Mandorla?
—
Pero, Eva, ¿cómo me preguntas eso? Pero si lo sabes de sobra. Cuando murió su madre, la señorita Polidoro, la solterona que vive en el primer piso de mi edificio, adoptó a Mandorla.
—
Entonces, ¿por qué vive una temporada en una casa y otra en otra?
—
Y yo qué sé. Mandorla es una chica extraña, no es ningún misterio. Y, además, los vecinos de mi edificio querían mucho a su madre y ahora la quieren también a ella. Y no hay nada más que explicar, cariño. ¿Te apetece un helado?
• • •
Me limité a contarle a Palomo que me había adoptado Tina.
—Pero todos los vecinos del edificio le tenían mucho cariño a mi madre. Y por eso yo hoy los considero un poco como mis tíos.
Ya sólo eso a él le parecía la cosa más rara del mundo.
Será que Palomo no podía aguantar a la segunda mujer de su padre: por lo que había podido entender entre un gruñido y otro, su verdadera madre trabajaba de cocinera en Ciudad de México.
Estaba empleada en un restaurante de moda que frecuentaban los actores de culebrón más famosos del mundo: el reparto de «Corazón salvaje», por ejemplo, comía allí todos los días. Yo conocía bien ese culebrón. En los años que había vivido con Tina no había día que nos perdiéramos el episodio de la increíble historia del pobre, pero en realidad rico (y súper sensible, con un corazón de oro), Juan del Diablo.
El misterio del nombre de mi Primer Novio, sobre el que en clase corrían absurdas habladurías, por fin me lo reveló él mismo: no era sino un homenaje a Eduardo Palomo, el actor que interpretaba a Juan del Diablo, porque la madre de Palomo Carnevale se había hecho amiga de esa estrella de fama internacional.
¡Stop! Ya oigo a Pavarotti interrumpirme de nuevo. ¡Vamos, Mandorla! ¿Cómo demonios puede alguien creerse una trola así? ¿Acaso te parecía mexicano, tu Palomo Carnevale? Pero ¿qué dice, abogado? ¡Su padre era italiano y emigró a México, la que era mexicana era su madre! ¡Mandorla! Pero entonces ¿no has entendido nada? No existe ninguna cocinera mexicana, la madre biológica de Palomo es una pobre desgraciada, y el señor Carnevale no es su padre biológico… Que sí, abogado: lo he entendido. Ahora ya sí.
Pero no me diga que no era extraordinaria la idea de que el famosísimo Eduardo Palomo hubiera podido acariciar el vientre en el que mi Primer Novio había sido concebido.
Pero, si he de ser sincera, Palomo no perdía mucho tiempo en hablarme de esa historia: era a mí a quien le encantaba imaginar cómo había ocurrido todo.
Pues sí. El éxito había hecho que Eduardo Palomo tuviera muchos admiradores, pero en ciertos momentos tener más personas que te quieren de lo normal puede significar no tener ninguna.
Yo te entiendo perfectamente, Eduardo, pensaba yo. Hasta puedo sentir lo que tú sientes, algunas noches, cuando las luces del día y de los focos se apagan, y dentro de ti se levanta una especie de niebla que todo lo envuelve. Entonces se te abre en el estómago un agujero enorme, ¿verdad? O más o menos ahí: por culpa de la niebla que tienes dentro no sabrías decir exactamente dónde. El caso es que te entra hambre. Caminas sin rumbo por Ciudad de México, esperando encontrar a alguien a quien pedirle que tome un bocado contigo. Te cruzas sólo con dos chiquillas que se echan a reír. Lo hacen porque están cortadas y confusas de verte por la calle en lugar de en la pantalla de sus televisores, claro. Pero tú estás convencido de que es para burlarse de ti. Entonces bajas la mirada y aprietas el paso. Te das cuenta de que te sigue un perro con el rabo cortado por lo que parece el mordisco de un caballo. Notas que tenéis mucho en común, ese perro y tú. No te gusta esa idea: para librarte de ella, impones de inmediato un rumbo a tu caminar. Vas al restaurante donde almuerzas cada día con el resto del reparto de «Corazón salvaje». De todos los rumbos posibles, es el que te es más familiar. Y sin embargo.
Y sin embargo, sin embargo, sin embargo.
Sin embargo no te has dado cuenta de lo tarde que se ha hecho.
El cierre metálico del restaurante ya está a medio echar. A punto estás de pegarle una patada: al cierre, pero también a esa noche de mierda, al perro con el rabo cortado, a las chiquillas y al agujero que tienes dentro y que sigue creciendo.
Pero en ese preciso momento sale alguien del restaurante. Ya tenías la pierna levantada para dar esa patada, Eduardo, pero enseguida la bajas.
—¿Se encuentra bien? —te pregunta la mujer de ojos de moqueta negra, esa mujer que acaba de salir del restaurante cerrado y de esa noche imposible. Parece una niña. Y sin embargo está embarazada.
—¿Se encuentra bien? —te repite. Como si tú no fueras el famosísimo Eduardo Palomo, sino Eduardo Palomo, el que esta noche siente un agujero en el estómago.
Empezáis a hablar de la mar y los peces.
Ella trabaja de cocinera en el restaurante al que vas a almorzar todos los días: tú sin embargo nunca habías reparado en ella.
—¿Alguna vez te entran ganas de envenenar a esos capullos arrogantes de los actores de culebrón? —le preguntas. Y os reís. Como esas dos chiquillas con las que te habías cruzado por la calle: de pronto, Eduardo, hasta ellas te caen bien.
El alba empieza a imponerse sobre la noche, y ahí seguís la mujer de ojos de moqueta y tú, de pie, delante del cierre a medio echar del restaurante.
—¿Es un inicio? —le preguntas tendiéndole la mano.
—¡Es un inicio! —te contesta ella estrechándotela.
Bueno, más o menos así, en mi opinión, debía de haber empezado la amistad entre Eduardo Palomo y la madre de mi Primer Novio. Que sobre algunos detalles no le gustaba demorarse, pero sobre otros, sí.
—Luego llegó un momento en el que mi padre ya no aguantó más —me contaba siempre, hasta dos veces en la misma tarde.
Porque la amistad entre su mujer y el actor más querido de México había hecho enloquecer de celos al señor Carnevale. Éste había intentado dominarse, pero sin resultado. Cuando después nació su primer hijo, y su mujer se empeñó en llamarlo Palomo precisamente, pues… A ver, qué iba a pasar: el señor Carnevale se puso como una fiera, se volvió medio loco y regresó a casa, llevándose consigo al pequeño Palomo, que apenas tenía un mes.
Interpretando los gruñidos de mi Primer Novio no me quedaba muy claro si entre Eduardo y su madre había pasado de verdad algo o no.
A veces daba a entender que sí.
Otras juraba: «Sólo eran amigos del alma.»
Sea como fuere, el señor Carnevale, ciego de rabia, había cogido a su hijo y había regresado a Italia, de donde se había marchado hacía muchos años a la conquista de América (eso exactamente decía Palomo: «A la conquista de América», y Pavarotti tendrá que darme una buena razón para que no pudiera creerme al menos eso). Una vez en Roma, el señor Carnevale abrió un bar. Pero todos los días echaba de menos los ojos de moqueta de su mujer, y en Navidad la nostalgia se le hizo de verdad insoportable. Por ello organizó una rifa para las clientas solteras de su bar. Oficialmente, el premio era una cena en el restaurante más caro de Roma: naturalmente, en esa cena participaba también él. Y así, entre la extracción de la papeleta premiada y la boda del señor Carnevale con la dueña de dicha papeleta no pasó ni un mes. Pero Palomo aseguraba que su madre y esa tipa no tenían nada que ver. No sólo porque una era mexicana, y la otra, italiana.
—Si mi ADN es el de un bellezón, ¿cómo voy a tener algo en común con la desgraciada con la que se casó luego mi padre? —repetía siempre.
Porque, aparte de tener unos ojos como de moqueta, su madre era también guapísima y súper atractiva.
—Antes de trabajar de cocinera era modelo. Mide uno ochenta y seis: un año incluso quedó segunda en el concurso de miss Ciudad de México.
Pavarotti negará con la cabeza. Pero espero que, llegados a este punto, considere ya inútil repetirme cuánto hay que ser estúpido para creerte algo así.
También porque estaba muy lejos de terminar ahí la fantástica historia de los padres de mi Primer Novio.
En efecto, la segunda mujer del señor Carnevale, a parte de ser muy fea, también era mala persona y un asco de tía.
—Hasta le apesta el aliento. Y ahora, encima, se pasa el rato mirando por la ventana de su habitación. No es que mire lo que hay fuera, qué va. Lo que mira fijamente es la ventana. Mi padre dice que ha entrado en un estado agudo de depresión, o algo así.
Pero, según Palomo, esa tía traía mala suerte y punto, a sí misma y a quien tenía cerca.