—
Pero ¿qué dices? —la regaña cariñosamente su marido, un psiquiatra que de un modo u otro siempre se las agencia para calzar en todo lo que dice alguna mención al periodo en que estuvo haciendo psicoanálisis con Jacques Lacan en persona—. Lorenzo no es en absoluto melancólico. Al menos no en los términos canónicos en que se puede hablar de melancolía. Si te refieres a lo que sostiene Klein, quizá sí, pero según Lacan, yo diría que… —Y, en ese momento, por debajo de la mesa, la madre de Lorenzo restriega su rodilla contra la del psiquiatra. Es nuestro secreto, les gusta pensar a los dos, aunque después de nueve años en realidad ya no sea un secreto para nadie: por otro lado, como todo el mundo dice, si el profesor Ferri se divierte con sus alumnas de último curso de Paleontología, ¿qué tendría que hacer su esposa? ¿Quedarse mirando? Ella es la mejor traductora literaria del ruso de toda Italia, es una mujer culta, que ha estudiado, una mujer que se conoce de memoria el libro de Betty Friedan y que lucha todos los días contra la mística de la feminidad y por los derechos de las mujeres: así que como para no permitir que se exprese su propia mística femenina y que se le reconozcan sus derechos….
Mientras tanto, el padre de Lorenzo ha terminado de hablar por teléfono y vuelve al salón
:
—
Bueno, ¿qué, Lorenzo? ¿Piensas dejarnos así? ¿Como Vladimir y Estragón?
Papá, por favor, basta: sólo quiero irme a mi cuarto a jugar con mis juguetitos, querría decir Lorenzo. Pero sabe perfectamente que en su casa no están permitidos los caprichos porque la posibilidad de un diálogo abierto entre padres e hijos no los prevé, y además sabe que si dijera «juguetitos» se armaría una buena, porque emplear un diminutivo sea quizá aún más grave que mostrarse caprichoso: así es que mira a Clelia, la criada, buscando al menos en ella una pizca de solidaridad. Pero nada, esa noche está demasiado ocupada sirviendo la mesa.
—
Vamos, Lorenzo, no seas tonto y cuéntales a todos lo que me dijiste ayer al volver de tu clase de piano.
Lorenzo concentra la mirada en el plato y por fin se decide a hablar.
—
Te dije que a lo mejor no debía deprimirme si me había regañado el profesor de piano, porque tiene razón Hemingway cuando dice que el que es valiente muere mil o dos mil veces si es inteligente, pero de todos modos sigue adelante.
De toda la mesa se alzan pequeñas risitas delicadas.
—
Pero ¡si tenemos a un mini comandante Che Guevara entre nosotros!
—
Tienes razón, Lory: ¡brindemos por el valor!
—
¡Por el valor, sí!
—
¡Viva!
—
Clelia, perdona, ¿puedes traer los vasos para el vino dulce, o pretendes que lo bebamos directamente de la botella?
—
Por el valor.
Oh, palabras
que vivís en el cuarto piso,
hagamos un intercambio:
yo me convierto en vosotras
y llego directa al meollo
de la cuestión,
vosotras os convertís en mí
y con mucho cuidado
hacéis lo mismo:
¿os parece un poco tonto
este intercambio?
Confiad en mí, sé lo que me digo:
llegar al meollo
de la cuestión
en nombre de otro
es mucho más práctico:
no hay comparación,
¡sólo hay que poner el piloto automático!
Cuántas, cuántas palabras en esos dos años.
Sumando en un día las de todo el resto del edificio, puedo afirmar sin temor a equivocarme que el total nunca habría superado a las que revoloteaban por el cuarto piso. Ya fueran palabras escritas por Lorenzo en sus libros o en sus artículos, o palabras vomitadas por Lidia en la radio o hablando por teléfono con sus amigas, o bien palabras empleadas en una discusión, para comentar un disco, un salto en paracaídas o una tienda o palabras cortadas a medida para mí: eran muchísimas, demasiadas. Ocupaban todo el espacio que las personas solían ocupar haciendo algo: hay por ejemplo quien plancha, quien se marcha a estudiar a Londres, quien elige un nuevo color para las paredes o quien pasea. Pero al menos de vez en cuando se está callado.
Lidia y Lorenzo, no. Jamás.
Lo hacían todo con palabras, ellos. Incluso cuando escuchaban, ¿cómo explicarlo?, ¡escuchaban hablando!
Si bien es verdad que cuando era más pequeña me gustaba escucharlos días enteros, ahora a veces los encontraba de verdad insoportables. ¡Basta ya!, llegaba a veces a pensar. ¿Será posible que una experiencia no os parezca nunca suficiente per se? ¿Será posible que siempre sintáis la necesidad de analizarla al microscopio y declarar lo que a cada uno os parece ver en ella?
Quién sabe.
A lo mejor le tenía un poco de manía a esa cantidad anormal de palabrería, porque si a Lidia y a Lorenzo les servía para matar el tiempo, yo en cambio no sabía de verdad qué hacer, a fin de cuentas.
Cuando por ejemplo Matteo Barilla me llamaba al telefonillo, ¿dónde quedaba todo lo que Lidia contaba sobre la necesidad de expresar, a toda costa, los sentimientos? Todas esas palabras me miraban y se burlaban de mí, pues después de haber pensado toda la noche en Matteo, después de haber invocado su atención en mis oraciones, cuando lo tenía delante sólo acertaba a asentir con la cabeza a todo lo que él decía, porque sus pestañas, al abrirse y cerrarse, tenían la capacidad de pulsar una tecla que yo tenía en la cabeza y entre las piernas (que antes de entonces no imaginaba siquiera que pudiera tener). Qué desastre. ¿Cómo podía imaginarse Matteo cuando me hablaba, que yo, en lugar de escucharlo, estaba ocupada en desenmarañar los circuitos de la central eléctrica que él encendía dentro de mí? ¿Qué podía saber él de lo difícil que era apagarla una vez que se ponía en marcha ella sola? Nada, no podía saber nada. Así es que mi cara de tonta debía de parecerle simplemente una cara de tonta, no la única máscara de la que disponía para ocultar el cansancio que me provocaba controlar los movimientos de esas dos teclas, mientras él charlaba de la mar y los peces.
No hay mayor injusticia que querer darle a alguien lo mejor de ti con todas tus fuerzas y acabar por darle exactamente lo peor.
Pasar una noche en la cárcel aunque no hayas hecho nada malo me parece incluso una injusticia menor, comparada con ésa.
Sí, sí.
Porque ahí estaba yo, a los catorce años, con Matteo Barilla: ahí estaba yo con el corazón desnudo, delante de él, y con la máscara de Cara de Tonta.
Ahí estaba yo dándole la razón, riéndome sin motivo, ahí estaba yo respondiéndole que sí, incluso y sobre todo cuando pensaba lo contrario.
Si por ejemplo se había peleado con sus padres y se ponía a decir que eran las peores personas del mundo, yo me declaraba enseguida de acuerdo, aunque los Barilla fueran los padres más padres que conocía y aunque conmigo fueran siempre de una generosidad exagerada. ¡Hasta me habían regalado un móvil por mi último cumpleaños, y del modelo que debía ser, idéntico al de todos los ONME! ¿Y yo, qué decía yo? Pues yo, con tal de no decirle: «¿Sabes una cosa? Pues que te quiero», le decía que su padre y su madre eran unos gilipollas, pobre Matteo. Y, en cambio, cuando él no tenía nada de qué quejarse, entonces me parecía buena idea quejarme yo, del álgebra y del latín: dos temas estos que, bien considerado, no diría yo que encabecen la lista de los que pueden contribuir a hacer que alguien parezca fascinante.
Hasta que llegaba al máximo de ese penosísimo mínimo: y lo invitaba a hacerme confidencias.
—Vamos, si soy prácticamente tu hermana. —Pues sí, se lo recordaba—. ¡Si te gusta alguien a mí me lo puedes contar!
Matteo, naturalmente, no se hacía de rogar y se ponía a darme la lista de todas las chicas que, según él, eran las más guapas del instituto, a contarme que con una de ellas había ido al cine y se habían besado pero nada más, sin lengua siquiera, y que con otra en cambio sí se habían besado con lengua, pero que ella tenía demasiados granos para su gusto.
Dónde estaban entonces todas esas parrafadas misteriosas de Lorenzo, que me habría gustado copiar para resultar misteriosa yo también, cuando por el contrario parecía que me esforzara por parecer más idiota de lo que ya era en realidad, y al menos una mañana sí y otra no le soltaba a Matteo: «¿Y qué te parece Eva Brandi?» ¿Qué hacía yo de todas esas palabras sin prejuicios que habitaban el cuarto piso si me quedaba completamente muda cuando Matteo contestaba: «¡Pero si Eva Brandi es inalcanzable!»?
Completamente muda: y cuantas más ideas me atestaban la cabeza, menos se me ocurría decir.
Por otra parte, también me quedé así, completamente muda, cuando Cate me invitó a cenar a su casa para presentarme a Pavarotti, el abogado. Me cayó bien enseguida (y no lo digo porque ahora mi destino esté en sus manos), pero ¿qué podía hacerle? Estaba acostumbrada a ver a Samuele sentado en ese taburete, presidiendo la mesa. De modo que trataba de entender dónde estaba esa línea invisible traspasada la cual se vuelve a empezar desde el principio, desde cero, y los sitios de una mesa se vuelven a repartir solos. Después, naturalmente, se abrió el diálogo:
—¿Quién te gusta más, Samuele o Pavarotti?
—¡Qué tendrá que ver una cosa con la otra, a Samuele lo quiero mucho, no se puede comparar!
—Entonces, según tú, ¿Cate tendría que haberlo perdonado?
—Yo no he dicho eso, pero… —Y cosas así: como de costumbre, era un debate que se desarrollaba dentro de mi cabeza, mientras parecía muy concentrada en comerme la lasaña que había preparado Cate, y sonreía con la máscara de Cara de Tonta que ahora llevaba casi siempre.
Porque, evidentemente, por dentro se me había roto del todo ese engranaje que transforma las cosas que hay que decir en palabras sinceras.
—
La lasaña estaba exquisita, Cate —comenta Luciano Pavarotti mientras quita la mesa, con la naturalidad algo forzada de quien empieza a moverse en una casa cuya familiaridad quiere ganarse lo antes posible.
—
Gracias. —Cate le sonríe. Mandorla ha vuelto a casa de Lidia y Lorenzo, Lars se ha decidido por fin a irse a la cama, y ella puede dar por terminadas las obligaciones del día. Descalza, con las piernas, fuertes y blancas, apoyadas en alto sobre una silla, saborea un vaso de licor de mirto.
—
¿Y qué te ha parecido Mandorla? —le pregunta.
—
Es de verdad una niña especial —contesta Luciano—. Un poco tímida, desde luego, pero especial. Aunque, a decir verdad, no he entendido qué…
—
¿Qué no has entendido? —lo interrumpe Cate.
—
Cariño, ¿por qué te pones nerviosa?
Cate ha bajado las piernas de la silla y se las abraza contra el pecho. ¿De qué quiere defenderse?, se pregunta Pavarotti que, a fuerza de estudiarla, está aprendiendo deprisa a conocerla.
—
¿Qué no has entendido? —insiste Cate.
—
No he entendido cómo es que, si Mandorla es la hija adoptiva de la señorita Polidoro, ha vivido aquí con vosotros y ahora vive en el cuarto piso, con el escritor y la locutora de radio —contesta él, seguro de tranquilizarla con su respuesta—: ¿Por qué pones esa cara? Es una curiosidad como otra cualquiera, ¿no?
No, piensa Cate. No es una curiosidad como otra cualquiera.
—
Luciano, siéntate. —Trata de que no se le note la tensión, pero Luciano es diferente de Samuele (Luciano es diferente de todos) precisamente porque no se aprovecha de la versión de sí misma, equilibrada y fuerte, que Cate, por comodidad, prefiere dar a los demás.
Y tanto que no
:
—
Cate, ¿qué ocurre? —le pregunta, enseguida inquieto: se sienta a su lado y le coge la mano.
Cate necesita respirar hondo para sacarse de dentro todos esos años de su matrimonio. Y luego otra vez, para inspirar, junto a la bocanada de aire, la necesidad de decirse yo soy esto, yo soy ésta, para que al final no se vaya todo a la mierda (o Luciano se acabe yendo con chiquillas adolescentes con tatuajes).
—
Luciano, tienes que saber que todos los vecinos de este edificio queríamos mucho a la madre de Mandorla. —Respira hondo una vez. Dos. Y prosigue—: Cuando murió…
Y empieza a contar.
Lo del funeral, lo de la carta, lo de la decisión tomada ocho años antes, lo de la necesidad de reafirmarse en esa decisión desde el momento en que Mandorla descubrió casi todo lo que tenía que descubrir.
No omite ni un solo detalle.
Lo revela todo.
Hace exactamente lo que el ingeniero Barilla les había urgido a todos que no hicieran nunca jamás con nadie que no viviera en la calle Grotta Perfetta 315.
Pero ahora Luciano vive aquí, piensa Cate. Y sólo espera que siga haciéndolo, porque en los ojos con los que la está mirando ahora hay tanto reproche, tanta perplejidad que quizá ya no quede sitio para el amor.
—
No nos parecía que tuviéramos más alternativa, Luciano —trata enseguida de justificarse. Y añade, con una angustia nueva que siente en ese momento, a la vez que descubre que es capaz de sentirla—: ¿Por qué no dices nada?
—
Perdóname: me he quedado sin palabras —le contesta él. Pero sigue cogiéndole la mano, como no ha dejado de hacer durante toda esa confidencia interminable, inesperada e insostenible. Más aún: se la lleva a los labios y la besa. Aunque le parezca absurdo, de verdad absurdo, que en un edificio como tantos otros haya podido ocurrir una cosa como ésa.
• • •
Sí: ahora llevaba los zapatos de los ONME (botas de caña alta o zapatillas Nike cuando había gimnasia).
Tenía un móvil con cámara (en la pantalla salía una foto de
Efexor
).
La mochila con un tirante fino, para llevar al hombro, y uno ancho, para dejar colgando.
Y le había pedido a Lidia que me cortara el pelo por debajo de las orejas, como lo llevaban las ONME. No tenía vaqueros elásticos, pero mientras tanto ellas ya se habían pasado a los pantalones militares, por lo que, de una manera u otra, nos parecíamos también en eso. Vamos que, vista desde lejos, parecía de verdad una de ellos. Pero vista de cerca no habría podido engañar a nadie: era falsa, una imitación, como ese bolso grande de Tina en el que ponía ERMANI.