—A su lado mi padre se ha agilipollado por completo. El cerebro se le ha hecho puré.
Pero si el señor Carnevale se había olvidado de que tenía una mujer de verdad y se había buscado una de mentira, mi Primer Novio desde luego no olvidaba que tenía una madre de verdad: todos los días ella lo llamaba desde Ciudad de México y le decía: te echo de menos, pequeño
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mío. Y cuando un día, sin avisar a nadie, el corazón de Eduardo Palomo se paró, dejando al mundo en la más honda desesperación, pues obviamente la más desesperada de ese mundo, huérfano de su actor mexicano predilecto, fue precisamente su madre.
—Tuvo fiebre y todo, la pobre, de lo que lloraba —me confió Palomo. Y ahí intuí que quizá su padre había tenido un poco de razón en ponerse tan celoso. Pero bueno, el caso es que desde ese momento mi Primer Novio tomó una decisión: estaba esperando a reunir el dinero necesario para comprar un billete de avión sólo de ida para Ciudad de México. Quería reunirse con su madre y consolarla del abandono de su marido, de la muerte de su amigo más querido —quizá hasta enamorado secreto— y de la distancia imposible que separaba Italia de México. De todo quería consolarla. Que se jodan mi padre y su mujer. Mi padre porque se equivocó al dejar a mi madre, y su mujer porque, aunque quiera hacerle creer a todo el mundo que yo soy su hijo, la realidad es que no lo soy y no lo seré jamás.
—Pero ¿y no entiendes tú también, Mandorla, que a todos esos gilipollas de los que me hablas, desde esa vieja solterona a la cornuda de la abogada, tú no les importas una mierda? ¡Despierta! —me gritaba al oído, y gruñía como cuando se divertía en tomarme el pelo— . ¡Despierta!
—Entonces, según tú, ¿por qué se tomarían tantas molestias en ocuparse de mí? —le preguntaba yo.
—¿Y por qué juegan los niños con soldaditos de plomo o con muñecas? Pues porque sí, porque no tienen nada mejor que hacer —me contestaba, y me atraía hacia él y me lamía la cara, como si fuera
Efexor
. «¡Basta, basta!», fingía suplicarle yo. Pero él insistía porque sabía que en el fondo me divertía.
Así que mañana quisiera yo preguntarle al abogado Pavarotti si, según él, es posible que dos personas que están así de bien juntas se tengan que separar después de tan sólo diez días.
Ya me gustaría a mí preguntárselo, si es posible.
Porque eso fue lo que ocurrió.
Y yo estaba tristísima.
Pese a lo que después ocurriría, pese a lo que ocurra mañana. Pavarotti no podrá decir que me equivocaba.
Uno no se equivoca nunca al estar triste, como tampoco al ser feliz. O, como había aprendido en la India, se puede decidir equivocarse siempre en hacer ambas cosas: pero, por cómo sonríe Pavarotti, como atontado, cuando está con Cate, no creo que él sea de esta opinión.
Entonces tendrá que hacer un esfuerzo. Aunque de Palomo no hubiera aceptado ni un café, tendrá que intentar entender, por ejemplo, el triple salto mortal que me pareció dar cuando, el maldito día que nos marchamos para la Patagonia, recibí esa sorpresa.
La encontré allí, bellísima e inimaginable, esperándome en la pared del portal.
Era una enorme pintada roja, de las que no se pueden borrar, que desde ese momento obligaría a todo el que entrara o saliera del edificio de la calle Grotta Perfetta 315 (y, por lo tanto, sin duda también a Matteo Barilla) a leer:
MANDORLA ERES LO + BONITO
KE ME A PASADO EN LOS ULTIMOS 3 MESES
Palomo
En efecto, tres meses antes, con ayuda de un amigo mecánico, Palomo se había hecho con una moto: ése, me gruñó una tarde, había sido el día más feliz de su vida. Pero justo después de la moto venía yo, eso era lo que me quería decir con la pintada. Es tan fantástico ser importante para alguien, pensé en el aeropuerto (mientras pasaba bajo el arco detector de metales tenía miedo de que se me viera el corazón de lo fuerte que me latía) que, ¿cómo puede ese alguien no ser importante para ti?
Un Amor Posible te da mucha más fuerza que un Amor Imposible: escribe pintadas, te besa, pasea contigo, ¡existe, vamos!
Ésa era precisamente la razón de esa reunión de propietarios de principios de septiembre: lo que había entre Palomo Carnevale y yo.
—Mandorla, es inútil andarse con rodeos —volvió a tomar las riendas de la situación el ingeniero Barilla—, nos ha dicho Matteo que estás frecuentando malas compañías.
Todas las miradas se centraron sobre mí. Yo dirigí la mía a Matteo Barilla que, a su vez, se puso a mirar a su padre, en busca de la confirmación de que sólo había cumplido con su deber al hacer de espía.
—Lo que más siento, Mandorla, es que no lo hablaras conmigo —quiso intervenir de nuevo Lidia—. ¿Por qué? Hemos hablado tanto de estas cosas nosotras dos, y ahora que por fin te enamoras, ¿no me dices nada?
—¿Por fin? —A Carmela Barilla le pareció entonces sencillamente necesario tomar la palabra, estuviese de acuerdo su marido o no—. Lidia, perdona, pero ¿qué significa eso de «por fin»? ¡No quisiera yo que sea precisamente esa visión infantil de las relaciones entre hombre y mujer, tuya y de tu pareja, lo que le ha metido a Mandorla extrañas ideas en la cabeza! Nuestro hijo nos ha dicho bien claro quién es ese individuo. ¡Es un loco, medio delincuente!
—Juzgue mi vida sentimental si le apetece pero, perdone, señora Barilla, ¿se puede saber por qué toma al pie de la letra lo que he dicho? —Si bien es cierto que, por lo general, Lidia podía encontrar estimulante que le llevaran la contraria, lo que no soportaba era que la entendieran mal—. He dicho «por fin» porque sin duda es sano y, ¿por qué no?, también bonito enamorarse, a la edad de Mandorla.
—Depende —sentenció Paolo—. No todos los amores son sanos, no todos los amores son bonitos.
—Pero ¡miren quién fue a hablar! —estalló Tina: demasiado tarde para darse cuenta de lo que había dicho, demasiado pronto para descubrir que si había una sola cosa capaz de hacerle superar el temor reverencial que le inspiraba todo el mundo, ésa era su pequeñita. Era yo.
—¿Lo admite, señorita Polidoro? —la acosó de inmediato Michelangelo—. Ya era hora: ¡lo admite! ¿Por qué motivo, según usted, no podría hablar Paolo de amores buenos o de amores equivocados? ¡¿Eh?! Porque usted nos considera dos desviados, ésa es la razón. ¡Nos considera enfermos! ¡Contra natura!
—Cariño, olvídalo, no es el momento —trató de calmarlo Paolo.
—¡No, Paolo, siempre es el momento! ¡Siempre! Y la señorita Polidoro ahora tiene el deber de disculparse contigo, qué digo contigo, también conmigo, por la vulgaridad de su comentario.
Tina, naturalmente, estaba impaciente por lanzarse en un torrente de disculpas.
—¡Basta! —bramó sin embargo el ingeniero Barilla, irritado tanto por aquella manifestación de orgullo homosexual como por las dificultades que estaban encontrando para que la reunión llegara al objetivo que se había previsto.
—Basta, sí —corroboró Cate. Todos sabíamos que acababa de volver de dos semanas en velero con Pavarotti, aunque ella siguiera sin querer reconocerlo. Un esfuerzo bastante inútil, a mi entender: bastaba mirarla para darse cuenta de que le estaba ocurriendo algo especial. En los últimos meses había florecido en su interior, para después hacerse evidente en el exterior, la posibilidad de una nueva Cate que, despacio y poco a poco, había ido ocupando el lugar de la otra: era una Cate con los dos primeros botones de la blusa desabrochados debajo del estricto traje de chaqueta, una Cate más delgada, sonriente, todavía segura de sí y contenida, pero con una confianza en sí misma que había dejado de ser melancólica para pasar a ser dulce. El mérito ha sido sólo suyo, abogado Pavarotti, se lo reconozco, no se preocupe.
El mar rompe perezosamente contra el casco del barco y la noche que cae.
—
¿Estás dormido, Luciano? —le pregunta Cate.
Éste le besa la oreja para responderle que no. Luego desliza los labios por su cuello.
—
Me gusta todo de ti —le susurra.
—
¿De verdad?
Le besa la tripa. Sigue deslizando los labios hacia abajo.
Se para. Sigue besándola.
A Cate le bastan pocos segundos.
—
¡Qué vergüenza! —Se oculta la cara con un cojín—. ¿Qué vas a pensar de mí?
—
Que eres una mujer increíble —responde, muy serio, Luciano.
—
Venga…
—
Venga ¿qué?
—
¿De verdad que te gusta todo de mí? —insiste ella.
Él se limpia las gafitas rectangulares. Reflexiona un momento. Como no la besa al azar, sino que hace ya meses que estudia su clítoris para saber cómo hacerla feliz, ahora quiere concentrarse para contestar a esa pregunta. Es un hombre así, Luciano Pavarotti. No hay nada que, en el fondo, no considere una cuestión legal que la justicia deba esforzarse al máximo por satisfacer.
—
Sí, Cate: me gusta todo de ti. Pero si tengo que ser sincero, sigo aún muy perplejo por tu actitud con respecto a Mandorla.
Caterina enciende la luz del camarote. Se cubre el pecho con una sábana y se incorpora. Esa cama de pronto se transforma en el tribunal en el que suelen limitarse a hacer de abogados. Esta vez son a la vez jueces e imputados. La causa que se discute (lo saben los dos perfectamente aunque no lo digan a las claras) es la del futuro de su relación. Tarde o temprano tenía que llegar este momento, piensa Cate. Luciano se ha mostrado más que paciente: en los últimos meses se ha convertido en mi costumbre preferida sin reclamar siquiera que yo fuera consciente de ello. Pero ahora me toca a mí. Tengo que convencerlo de que sí. De que quiero saber yo también cómo hacerlo feliz. Es ésta una manera de estar juntos que no conozco y que me cuesta entender. Pero si el riesgo es no tener más besos entre las piernas como los de Luciano y vacaciones como éstas, en las que todo parece fácil, voy a hacer un esfuerzo.
—
De una vez por todas, Luciano —le dice entonces Cate, muy seria—. Según tú, ¿qué debería hacer?
—
Nuestros hijos vienen al mundo para medirnos, Cate. Miden nuestra lealtad, nuestra inteligencia y nuestro valor. Por eso también algún día me gustaría tener un hijo. —Y la mira, como añadiendo: contigo, naturalmente—. Para entender, a través de nuestro hijo, qué clase de hombre soy.
—
¿Quieres decir que…?
—
Que tú estás desde luego a la altura de Lars, Cate. Pero también tienes que estar a la altura de Mandorla.
—
¿Y eso cómo se hace, Luciano, cómo?
—
Tenéis que permitirle conocer la identidad de su padre. —Luciano no tiene la menor duda al respecto.
—
Pero ¿y si…?
—
Pero ¿y si fuera Samuele?
—
Eso…
—
Si fuera Samuele, Cate, a ti ya no debería importarte, espero. ¿No crees que esa niña ya ha sufrido bastante vuestro egoísmo? ¿No crees que ya ha pagado lo suficiente? ¿No crees que por fin merece un signo concreto de vuestro amor por ella?
¿Está hablando de verdad de Mandorla?, se pregunta Cate, mientras vuelve a apagar la luz del camarote. ¿O el que cree merecer un signo concreto de amor es él? ¿Me está pidiendo que me muestre capaz de proteger a Mandorla, o de no seguir protegiendo a Samuele?
¿Qué me estás pidiendo, Luciano?, querría saber Cate. Pero dice
:
—
Bésame otra vez —le suplica. Como para decir: estoy de acuerdo contigo, dejando a un lado cualquier otra consideración. Soy tuya.
• • •
Como debía ser, también Samuele había sido convocado a esa reunión. Su blog Duende, según él mismo decía, empezaba a darle enormes satisfacciones.
—Tiene una media de ciento dos coma cuatro visitas al día —le contaba a quien quisiera escucharlo. Lo que significaba que ciento dos coma cuatro personas al día estaban interesadas en debatir el tema que Samuele decidiera sacar. Cómo conseguía expresar su opinión ese coma cuatro de una persona entera para mí era un misterio.
Pero, pese al éxito de Duende, Samuele no parecía nada tranquilo. Desde el principio de esa maldita reunión tenía los ojos abiertos de par en par como si se hubiera llevado un buen susto, y no lograba apartarlos de Cate. Bueno, mejor dicho, de la nueva Cate.
Que una vez que tomó la palabra, ya no la soltó:
—Lo que todos querríamos expresar, Mandorla —prosiguió—, es nuestra preocupación por ti. Nadie está aquí para juzgarte. Somos las últimas personas que se lo podrían permitir.
¿He oído bien?, debió de preguntarse el ingeniero Barilla, por cómo la fulminó con la mirada.
—Perdone pero ¿qué quiere decir con eso, abogada Grò?
—Caterina. Gracias, señor Barilla, me llamo Caterina. Sólo quiero decir que si hoy Mandorla está cometiendo un error, quizá sea porque también nosotros cometimos algún error con respecto a ella, hace muchos años.
—Y eso ahora ¿qué tiene que ver, abogada Caterina? —Carmela Barilla acudió en auxilio de su marido. Y luego prefirió dirigirse a mí—: Mandorla, cariño, lo que tienes que entender es que no sólo no queremos juzgarte, como bien dice la abogada Caterina, sino que tampoco queremos juzgar a ese tal Palomo Carnevale. Nos hemos informado y sabemos que tuvo una infancia de verdad terrible, el pobrecito.
—¿Y quién no? —terció Lorenzo, que hasta entonces había estado callado mirando por turnos, con sus ojos grandes y distraídos, a unos y otros participantes en esa discusión que, cuanto más agitada se volvía, más absurda debía de parecerle—. El problema está en el nacimiento, no en la infancia.
—Cállate, Lorenzo —lo aplacó al instante Lidia, y ya que estaba aprovechó para volver a meter baza—. Pero vamos a ver, Mandorla: ¿recuerdas todo lo que hablamos sobre el amor? ¿Lo recuerdas?
—Y dale… —fue lo único que Samuele, que seguía con los ojos fijos en la nueva Cate, acertó a articular.
Pero quizá Lidia no lo oyera siquiera. Porque siguió hablando, tan decidida como si estuviera en uno de sus programas de la radio:
—Tiene razón Paolo cuando dice que no todos los amores se deben vivir. Y sobre todo tiene razón cuando dice «depende»: porque es precisamente así, Mandorla. Depende. Pero no depende de la persona a la que conozcamos o de la que nos enamoremos. Qué va. Si fuera así sería muy sencillo. Depende de nosotros, Mandorla. De las ganas que tengamos de estar bien o de estar mal, de ir al cine, de viajar por el mundo o de tener hijos: me entiendes, ¿verdad?