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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (30 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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No hacía falta ser un genio para adivinar que una de esas emes fuera su inicial, y la otra, la de la famosa chica con la que lo había imaginado en la cama durante todo mi viaje por la India. En resumen, para expresarlo en palabras de Eva Brandi, también Matteo Barilla lo había hecho: estaba claro.

Hasta con el comentario sobre el chándal de nuestro nuevo compañero de clase en realidad era eso lo que quería declarar: soy un hombre. Por eso puedo darme el lujo de tildar de Teletubby a este tal Palomo: porque yo ahora soy un chico que les quita a las chicas las bragas de raso. Lo he hecho. Sé cómo funciona.

Era esto lo que quería declarar.

¿Se había dado cuenta Eva Brandi? Por cómo le contestó, parecía que no, porque esto fue lo que le dijo:

—¡Anda, no te pases! —se permitió reñirlo. Pero…

Pero, pero, pero.

Fue en ese momento preciso cuando, por primera vez, me di cuenta de que también ella, a través de las misteriosas vías mediante las cuales los ONME se comunican entre sí, había reparado en esa nueva y definitiva chispa que brillaba en Matteo.

Mientras tanto, la profesora invitó a Palomo Carnevale a tomar asiento, y él, sin dejar de mascar su chicle, se arrastró hasta el último pupitre vacío de una fila, el que estaba junto a la ventana, y en lugar de sentarse normalmente, fue como si se desmayara sobre la silla, haciendo mucho ruido.

—Shhh, chicos, no tiene nada de gracioso. —La profesora tamborileó sobre la mesa con su pluma—. Y tú, Carnevale, perdona pero hay un sitio libre en la tercera fila, al lado de Barilla. ¿Por qué no te sientas ahí?

—No. —Ésa fue la primera palabra que le oí pronunciar a Palomo Carnevale. No. Precisa como una cuchilla: no.

—Pues yo digo que sí, Carnevale —replicó ella, tranquila pero tajante.

—Pero yo digo que no —contestó, impasible, él.

—Car-ne-va-le —la profesora silabeó el apellido—, es el primer día de clase, y todos vamos a tener que cooperar un poco. Anda, vamos, ve a sentarte al lado de Barilla: no me obligues a pedirte desde hoy mismo una reunión con tus padres.

—Si yo no hablo con ellos, ¿por qué deberías hacerlo tú? —le contestó Palomo. Pero luego se levantó y fue a desmayarse detrás de mí y de Eva Brandi.

—¡No sabes cómo apesta! —no hacía más que repetirme Matteo ese día, de vuelta a casa, mientras que yo sólo habría querido saber si esa eme era de Manuela o de Maria (que, siendo el nombre de mi madre, habría sido para mí una broma de pésimo gusto), o quizá de Meggy, porque podía ser perfectamente que la primera vez de mi Amor Imposible hubiera sido en Londres, con una inglesa, quizá una compañera de la prestigiosa escuela de diseño de Giulia Barilla, quién sabe. Pero no había manera: él sólo quería hablar de Palomo Carnevale.

Algo que, por otro lado, muy pronto en nuestra clase querría hacer todo el mundo.

—¿Has visto lo que ha escrito Palomo Carnevale en su mochila con rotulador? ¡Vaya burrada!

—¡Ayer entregó el examen de historia en blanco, en blanco!

—¡Mi madre me ha dicho que la profesora le ha dicho que Palomo Carnevale es adoptado!

—¿Te imaginas a Palomo Carnevale convocado al despacho de la directora, y cuando ésta lo regaña, él le escupe el chicle a la cara?

—¿Te imaginas a Palomo Carnevale bailando en una fiesta?

—A mí me da que ni siquiera sabe leer.

—¿Te lo imaginas follando?

Palomo Carnevale, mientras tanto, se movía entre todas esas habladurías sobre él, o mejor dicho se arrastraba, impasible. No decía ni hola. Llegaba a clase, se aparcaba al lado de Matteo y, cuando sonaba el último timbre, se marchaba. De vez en cuando, como sin ganas, posaba su mirada de moqueta sobre alguno de nosotros: y los ojos se le empezaban a reír solos. Como sin ganas, repito: y no porque tuviera nunca algo en contra de alguno de nosotros en concreto, sino porque Palomo miraba a todas las personas así. Como si fueran fenómenos paranormales en un relato de ciencia-ficción escrito por un niño de cinco años: es decir, un relato en el que, cuanto más debería inquietarnos algo, más se nos aparece en toda su ingenuidad.

Absorta como estaba en mi amor por Matteo, personalmente no participaba en el interés general que había suscitado el recién llegado. Aunque…

Aunque, aunque.

Aunque una noche soñé algo de verdad extraño: la pena es que por aquel entonces no le diera ninguna importancia.

Pero antes de contárselo a Pavarotti, tendré que aclarar una cosa con él.

Si yo fuera ese bendito libro de álgebra, lo expresaría así:

PROBLEMA:

Si A es a B lo que hacer el amor es a una violación, ¿qué relación hay entre A y B?

SOLUCIÓN:

Ni idea.

¿Entenderá Pavarotti lo que quiero decir?

Intentaré ser más clara.

Gracias a Giulia Barilla y a Samuele, a Lidia y a Lorenzo, al antiguo lavadero del sexto piso, a Eva Brandi (¡la lista empezaba a ser decididamente larga!), yo ya iba teniendo una idea bastante precisa de lo que se hacía cuando se hacía el amor, y gracias a Michelangelo y a Paolo, que me lo habían explicado muy clarito, sabía lo que era una violación. De modo que, entre ambas cosas, a la fuerza tenía que haber una diferencia.

Lo que pasa es que yo no acertaba a comprender cuál exactamente.

Pero, en cuanto me quedaba dormida, la incompatibilidad entre ambas situaciones se veía subrayada por el color de mi sueño.

La fotografía, lo llamaría Samuele. Eso es. Porque si la fotografía del sueño brillaba, entonces seguramente, antes o después, habría llegado Matteo, y habríamos hecho el amor.

Si en cambio la fotografía era oscura y no dejaba ver bien nada, entonces había ambiente de violencia.

Ésa es la razón de que el aire pareciera luz cuando empecé a soñar aquello que, dos años después, eligió esta larguísima noche para reclamar atención.

Porque al principio de ese sueño estaba en Croacia, con los amigos de Giulia Barilla y de Matteo. Me divertía con ellos, me sentía totalmente a gusto, formaba de verdad parte de ese grupo, era como una más, una ONME de marca. Nos protegía del sol un mangle gigante, como los que había visto en la India y que no creo que existan en Croacia, pero a los sueños les traen sin cuidado las plantas que crecen en ellos.

Bueno, a lo que iba. Matteo cogió una guitarra y me miró con una máscara que no le había visto nunca, una máscara de Cara de Tonto, y me dijo:

—Esta canción de Linkin Park es para ti. —Los demás del grupo se burlaron un poco de nosotros.

—¡Oh, qué tortolitos!

—¡Qué romanticones!

—Así que estáis enamorados, ¿eh, niños de mierda? —nos preguntó Giulia Barilla. Y nosotros le contestamos no, hombre, como cuando dices no pero en realidad quieres decir sí.

Entonces Matteo pellizcó una cuerda de la guitarra: pero antes de que pudiera empezar la canción que quería dedicarme, antes de que yo por fin pudiera escuchar al menos un trozo de esos malditos Linkin Park, la fotografía del sueño de repente se volvió negra.

Alguien me cogió por los hombros y me raptó. Sabía perfectamente quién era ese alguien: Mundoperro. Por supuesto. Desde siempre era el soberano indiscutible de mis pesadillas, no necesitaba facciones concretas, no necesitaba un olor ni un tono de voz para ser reconocible. Le bastaba con arrancarme los pendientes, torturarme, atarme a una silla y obligarme a asistir al asesinato de Tina o de Lars Grò.

Esa vez, después de separarme de los amigos de los hermanos Barilla, me llevó a lo alto de una especie de torre formada por cinco escollos uno encima de otro como si fueran ladrillos gigantes.

Luego me vendó los ojos y me desnudó.

Y cuando ya sólo tenía puesto un par de braguitas de raso verde, me violó.

O sea que, hasta aquí, nada nuevo.

De no ser porque, en un momento dado,
Mundoperro
me quitó la venda de los ojos para obligarme a mirarlo a los ojos. Y me encontré cara a cara con Palomo Carnevale.

Sí.

Podría haberle dado más importancia a este sueño, repito. Pero en esos días estaba ocurriendo algo entre Eva Brandi y Matteo Barilla que acaparaba toda mi atención, toda mi energía. No sé explicar exactamente qué era: era algo que no se veía pero que estaba ahí.

La manera que tenía él de hacer un comentario cuando se dirigía a ella, la manera que tenía ella de reír de los comentarios que hacía él. Ese algo tenía la capacidad de quitarme las ganas de comer, de dormir y de vivir. La capacidad de deslizarse como una bacteria en todos los momentos felices de mi vida y estropearlos: cuando acompañaba a Lidia a la radio, cuando bajaba al primer piso a merendar con Tina y Gianpietro, cuando bajaba al tercero para ver la tele con Michelangelo. Siempre, esa bacteria estaba ahí siempre y lo estropeaba todo, todo, todo. Incluso la idea, hasta ese momento durísima e inmóvil, de tener un padre pero no poder saber quién era había quedado del todo debilitada por la bacteria que hacían surgir las miradas entre Eva y Matteo.

«Mejor así, ¿no? —podría haberme hecho notar Pavarotti—. Así al menos algo conseguía distraerte de la condición absurda en la que te veías obligada a vivir.»

Pero, para una persona enamorada, no existe condición más absurda que el propio enamoramiento: sobre todo si no es un amor correspondido.

Así es que como para dar importancia a los sueños…

Una persona enamorada no puede dar importancia a nada, y quizá precisamente por eso decide enamorarse. Para tener el derecho de no dar importancia a todo lo demás: tiene razón Lidia.

A la que, obviamente, no se le podía escapar que algo no marchaba bien.

—Mandorla, ¿quieres que hablemos de ello? —me preguntaba todos los días.

—Déjala en paz, ¿no ves que quiere que la dejen tranquila? —la reprendía Lorenzo. Se equivocaba: en realidad tenía una arrebatadora y desesperada necesidad de «hablar». Pero no sabía de qué. No sabía cómo. No sabía por dónde empezar: el problema era ése, siempre ése.

Hasta que, hasta que.

Hasta que ya no hubo tiempo de buscar las palabras que no tenía.

Hasta que se precipitaron los hechos, y yo corrí detrás de ellos para recuperarlos, sin darme cuenta de que, en lugar de eso, yo también me precipitaba con ellos.

Hasta que llegó ese día, el día del escándalo.

Llegó en mayo, durante el viaje de fin de curso a Venecia. También ese año estaban a punto de terminar las clases pero todo había seguido igual que en los primeros días. La sensación era un poco como la que me provocaba el belén que Tina y Gianpietro preparaban todos los años con suma aplicación, a primeros de diciembre, en el que una pastorcita vertía agua en el arroyo de papel de aluminio, la Virgen abría los brazos, los Reyes Magos ofrecían sus presentes, vamos, que todos estaban en su sitio pero nadie hacía
de verdad
nada, desde el principio hasta el final, nada que tuviera consecuencias
reales.

De la misma manera me desesperaba yo por Matteo Barilla, que le regalaba todos sus comentarios a Eva Brandi, la cual se reía y cada vez hablaba menos de su militar genovés, mientras Palomo Carnevale mascaba su chicle, miraba por la ventana y sacaba malas notas.

Entonces la profesora de latín nos anunció: «Nos vamos a Venecia.»

Y todo cambió,
de verdad
y para siempre.

Yo compartía la habitación de hotel con Eva Brandi, naturalmente.

La profesora nos había arrastrado todo el día por iglesias y museos, pero, en realidad, a ninguno nos importaban un pimiento las cúpulas, los triforios o las vidrieras.

Una cosa es que los veas en la India, y otra que los veas a cuatro horas en tren de tu casa: cuanto más te alejas de aquello a lo que estás acostumbrado, más expectativas tienes, ¿no?

Me parece que funciona más o menos así.

Y en lo que a mí respectaba, ocupada como estaba en mi no estar ocupada por nada que no fuera Matteo, para mí Roma era lo mismo que Nueva Delhi, y Nueva Delhi lo mismo que Venecia.

Sobre todo porque precisamente él, mi Amor Imposible, desde que nos habíamos marchado no me había dirigido ni siquiera un distraído «¿qué tal?» Había escuchado algo de música en su iPod, había mirado un poco a su alrededor y, al final de la tarde, para divertir a todo el mundo, había fingido perder el equilibrio en una góndola y caer al agua: pero a mí, en cuanto Mandorla Como Persona Que Existe Fuera del Contexto Clase, no me había regalado siquiera una sonrisa de las suyas.

Era eso en lo que trataba de no pensar mientras me lavaba los dientes para irme por fin a dormir cuando Eva Brandi sacó de su maleta una botella y me miró, con los ojos llenos de flechas grises y azules que se movían a velocidad de vértigo.

—¡Vodka! —exclamó, y bastó eso para que estallara en carcajadas, como si le hubieran contado un chiste irresistible. Luego se puso a marcar números como una loca desde el teléfono de nuestra habitación.

—Dentro de una hora, fiesta en la habitación de Mandorla y mía —decía cada vez que respondía una voz al otro lado. Y yo, que sólo quería dar por terminado ese día horrible no entendía por qué, si no teníamos más remedio que organizar esa fiesta, no podíamos hacerlo enseguida en lugar de esperar otra hora más.

Pero Eva estaba como poseída.

—¿Qué te parece, Mandorla, avisamos sólo a los chicos? —me preguntaba—. Las chicas son tan coñazo… menos nosotras dos, claro. —Me guiñaba un ojo, se reía y seguía marcando números. Yo, para variar, estaba ahí sin hacer nada, medio metida ya en mi cama medio no, con la máscara de Cara de Tonta, esperando sólo que terminara esa tanda de llamadas y que Eva me explicara sus intenciones.

Pero nada: cuando terminó de invitar a quien quiso, se encerró en el baño, se pegó una ducha de veinte minutos, se untó en todo el cuerpo una crema anticelulitis que olía a vainilla y se puso un camisón que le quedaba al menos dos tallas más pequeño de lo que habría sido razonable. Luego apagó la luz.

—Cuando llegue, dile que ya estoy dormida, así no parecerá que me he preparado aposta para él —me pidió.

—Cuando llegue ¿quién? —le pregunté yo.

—¿Pues quién va a ser, Mandorla? ¡Matteo Barilla!

¿Qué pensé yo entonces, en esa oscuridad infestada de vainilla?, me pregunto hoy, en la oscuridad infestada de silencio de este lugar donde no debería estar pero estoy.

¿Qué pensé?

No pensé nada.

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