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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (36 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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«Bien, Mandorla. Lo has hecho muy bien. ¿Notas que ya se te está llenando el agujero?»

Sí.

«Pues venga. Hasta ahora lo estabas haciendo muy bien: sólo tienes que seguir así. Vayamos por partes. ¿Qué pasó después de esa horrible reunión? Venga, ánimo.»

Bien. Después de esa horrible reunión… nada: ¡no lo consigo! Las ideas se me escapan volando. Se van lejísimos. El agujero se las traga como una vorágine.

«Pues ¿sabes entonces lo que te digo, Mandorla? Apáñatelas.»

¿Qué?

«Sí, apáñatelas. Por muy mal que vayan las cosas, si no le quieres contar a Pavarotti lo que ocurrió, él no convencerá al ministerio fiscal de que te deje en libertad, y pasarás otra noche en la cárcel. Luego procederán a las pesquisas preliminares, ¿no es así? Vale. ¿Y qué puede ocurrir en el peor de los casos? Que tengas que pasar otra noche aquí, y otra más: pues vale. Total, tampoco debería costarte tanto acostumbrarte a otra cama, ¿no?»

No. O mejor dicho: sí. O sea, no, no debería costarme, pero sí que me cuesta.

«¿Por qué, Mandorla?»

Porque ésta es distinta a todas las camas de mi vida.

«¿Por qué, por qué es distinta? Mira el agujero: ahora está de verdad pequeño, pequeñísimo. Respóndeme, y verás que encogerá aún más. ¿Por qué es distinta esta cama a todas las demás de tu vida?»

¿Por qué?

Porque. Porque. Porque, porque.

Porque si me despertara en mitad de la noche por una pesadilla sobre
Mundoperro
y me pusiera a gritar socorro, nadie acudiría corriendo hasta aquí desde otra habitación. Por eso es distinta. Porque no acudiría Tina: las margaritas blancas de su vestido azul no me iluminarían la oscuridad. No acudiría Cate para demostrarme, siempre tan lúcida, mi queridísima Cate: «¿No ves que estás en tu habitación, Mandorla? ¿No ves que aquí no hay ningún
Mundoperro
?» No acudiría Samuele, que tardaría un poco en entender lo que ocurre pero que de todos modos me propondría ir a la cocina a tomar pan con Nutella. No acudirían Paolo y Michelangelo, que me llevarían a la cama grande para seguir durmiendo entre ellos dos, con el televisor encendido, sintonizado en el canal de un documental tan aburrido que volvería a quedarme dormida al instante. No acudiría Lidia para interpretar la pesadilla, y no acudiría Lorenzo, que creería consolarme diciéndome que los sueños bonitos son aún peores que las pesadillas, porque lo que luego te hace polvo es despertarte y ver que es todo mentira. No acudiría la señora Barilla, que me haría sentarme en su regazo, aunque ya tenga diecisiete años, y no acudiría el ingeniero, al que le bastaría encender la lámpara de mi mesita de noche para hacerme ver que todo está bien.

No acudiría mi madre, desde luego: y, envuelta en su nube de almizcle blanco, no podría jurarme que todo ha pasado, es sólo una pesadilla, ahora estoy yo aquí.

«Ahora estoy yo aquí, Mandorla.»

Mamá…

«Vida mía…»

¡Eras tú!

«Mi vida.»

Mamá. Eres tú.

«El agujero parece ahora la punta de un alfiler: ¿te has fijado?»

Mamá. Mamá, mamá, mamá.

«Ahora escúchame, mi vida. Vayamos por partes. Entonces.»

¡Mamá! ¿Cómo estás? ¿Qué haces, dónde estás?

«Tesoro, ahora tenemos que centrarnos sólo en ti. Así que haz como te digo. Uno: repite de memoria mi carta. Dos: vuelve a respirar hondo. Tres: reza una oración de las tuyas. ¿Vale? Muy bien. Cuatro: esfuérzate por recordar qué ocurrió después de aquella horrible reunión. Tienes que ayudar a Pavarotti a ayudarte, Mandorla.»

¿Y tú mientras tanto qué vas a hacer, mamá?

¡Mamá! ¿¡Eh!, mamá? Mamá. ¡No irás a marcharte otra vez! Mamá…

¡Mamá, si tu carta me la repito de memoria todos los días! Pero ahora que sacas tú el tema, me la tienes que explicar. De una vez por todas, me la tienes que explicar.

¿Qué quiere decir que «en todas partes hay cosas buenas, en todas partes hay cosas malas»? ¿No quiere eso decir que aunque Palomo Carnevale se haya portado conmigo como lo ha hecho no pueda parecerme precioso pasar el tiempo con él? Venga, mamá, respóndeme. ¿Qué significa no envidiar «la felicidad de los demás, o la suerte, o los éxitos de los demás, las certezas, los resultados, las luces de las casas ajenas»? ¿No significa eso acaso hacer las cosas a tu manera? ¿Mamá? ¡Haz tintinear todas esas pulseras que tienes en las muñecas, mamá!

¿Según tú, no me tendría que haber puesto furiosa con los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315, después de esa reunión? ¿Tendría que haber intuido enseguida que tenían razón ellos? Pero ¿no fuiste tú acaso quien me escribió «los días más felices de mi vida han sido los que he pasado enamorada»? Y quien añadió «a lo mejor de alguien que no valía en absoluto la pena, pero qué más da»?

¡Mamá! ¿Qué pasa? ¿De verdad no quieres contestarme? ¿Tienes prisa, como de costumbre? Entonces cambio la pregunta. Te hago sólo ésta, si tienes poco tiempo: ¿quién estaba contigo «esa tarde de marzo, en el antiguo lavadero del sexto piso»? ¿Eh, mamá?

¿Quién es papá, mamá? ¿Quién es, mamá, quién es papá?

Esto sabes que me lo tienes que decir, ¿verdad? ¿Lo sabes? En cuanto salga de aquí iré a hacerme la prueba de ADN: así que más vale que me la cuentes tú, ¿no?

Me refiero a la Verdad.

¿No?

Vayamos por partes: ¿tendrías el valor de repetir eso?

¿Vamos por partes, mamá?

Entonces, si de verdad te empeñas, ahora voy a respirar hondo. Hondísimo, estoy respirando hondísimo.

El agujero se ha convertido en un puntito negro, muy negro.

Es minúsculo: pero ahí está, no se va.

Respiro. Hondo.

Nada.

Será que son las cinco y tres minutos, y la oscuridad de esta celda empieza a antojárseme un poco irreal. Quién sabe si no habrá algún interruptor en alguna parte.

Tiene que haber uno a la fuerza.

Pero.

Pero, pero, pero.

Pero algunas luces dan más miedo encendidas que apagadas. Quizá sea mejor que lo olvide. Hay luces malas y luces buenas, diría Tina. Las malas te meten la idea en la cabeza de que no hay lugar para ti en el mundo. Las luces buenas, en cambio, te prometen que sí lo hay.

Quiero salir de aquí, mamá. Enseguida.

Oh, luz en casa de los demás,

hagamos un intercambio

para que comprendas,

en mi lugar,

qué quería decir

exactamente

mi madre

en esa carta,

con eso que decía

del bien y del mal

(que quizá tenga

algo que ver

con Palomo Carnevale)

y con todo lo demás,

empezando por el aburrimiento,

la curiosidad

hasta llegar a él:

mi padre.

Mientras, en tu lugar,

yo

me enciendo y me apago

en el cuarto de baño

en el salón

en la cocina

y veo a la gente

comer

quererse

discutir

volver del colegio:

y, ¿qué le voy a hacer?,

si así

no me siento sola

al menos un rato,

porque

es inútil fingir que no:

lo importante

sencillamente

es estar dentro o estar fuera,

lo demás se pasa,

son tonterías,

olores.

En efecto, me siento un poco mejor.

Bueno, no me he transformado en la luz en casa de los demás.

Pero el agujero se ha cerrado.

Por completo.

Tenías razón, mamá.

No hacía falta mucho.

Uno: la carta. Dos: respirar hondo. Tres: una oración de las mías.

Ahora debería esforzarme por recordar qué ocurrió después de aquella horrible reunión, supongo.

Vale, está bien.

Después de aquella horrible reunión los odiaba a todos.

Ya está, lo he conseguido, lo he reconocido: y lo haré también con el abogado Pavarotti.

Lo ayudaré a ayudarme (aunque, si he de ser sincera, esta expresión que has empleado tú, mamá, me parece como de Juan del Diablo en «Corazón salvaje»: y tú misma podrás entender que teniendo en cuenta mi situación actual está un poco fuera de lugar).

Pero bueno, de acuerdo. Haré lo que me dices. Pero entonces ¿tú me prometes que vuelves y contestas al menos a esa pregunta que te he hecho? ¿Me lo prometes? Yo creo que estás diciendo que sí con la cabeza, estés donde estés. Vamos, que sí, que me lo prometes.

Los odiaba a todos, sí.

A todos. ¿Qué podían saber ellos de Palomo Carnevale? ¿Cómo podían ser tan arrogantes, cómo podían estar tan absolutamente seguros de tener razón?

Gente como ellos, además. Pero ¿se dan cuenta o no?, me preguntaba. Es increíble que gente como ellos se sienta libre de expresar una opinión sobre lo que se debe o no se debe hacer.

Alguien como Lidia, que necesita lanzarse en paracaídas desde una altura de cinco mil metros o vomitar palabras, palabras y más palabras para ser consciente de que existe, ¿cómo puede afirmar que estar con Palomo me arruinará la vida? ¿Y alguien como Lorenzo? Si Lidia se hiciera papilla con el paracaídas, ¡él sólo pediría que no se le cayera encima! ¿Y qué hay de Tina? ¿Qué sabe Tina del amor? Tina para quien el no va más del romanticismo se moja en el té de los jueves con Gianpietro Costanza, Tina, que con tal de charlar con alguien que la escuche, por las noches, charla ella sola: ¿acaso es normal eso? Por no hablar ya de Paolo y Michelangelo. Mucho llenarse la boca con sus derechos pero luego se olvidan de que en la vida también hay deberes: por ejemplo, no meter las narices en los asuntos sentimentales de los demás. Cate es la única a la que no odio tanto, consideraba yo: al menos me ha dado la razón. Pero de todas maneras, también ella, qué narices. ¡Le ha faltado tiempo para sustituir a Samuele! No ha dado lugar a que se desesperara por su traición, oye. Está más que claro que hacía mucho que ya no quería a su marido: entonces ¿no habría podido dejarlo sin esperar a tener al alcance de la mano la excusa de Giulia Barilla? ¿Qué pasa? ¿No quería sentirse culpable de ser ella la que dijera basta, hasta aquí hemos llegado? En cuanto a Samuele, con el desastre que ha hecho, que no se le ocurra siquiera pensar en juzgarme. Y luego están los Barilla. Mis queridísimos Barilla. Siempre hablando de la importancia de la familia pero, en realidad, os interesa sólo la vuestra. No sois capaces de imaginar siquiera que a lo mejor también Palomo y yo podríamos fundar una familia, ¿verdad? No podríamos permitirnos un filipino, desde luego. Aunque quién sabe, a lo mejor con el tiempo sí.

Me dais asco todos. Todos, todos, todos me dais asco.

No soy vuestra hija y no lo seré jamás. A una hija no se le prohíbe conocer la identidad de su padre. A una hija no se le prohíbe enamorarse. A una hija no se le prohíbe conocer la identidad de su padre, a una hija no se le prohíbe enamorarse.

Enamorarse.

Sí.

Porque si tengo que distinguir el momento exacto en que decidí no seguir estando enamorada de Matteo sino de Palomo Carnevale, y perdidamente, fue precisamente ése.

Es cierto que los besos de antes de las vacaciones y la pintada en el portal ya habían contribuido bastante. Pero ahora que todos (¡asco, asco, asco, me daban asco todos!) se habían puesto en contra de esa relación, yo sólo quería vivirla a fondo. Demostrar que también yo podía tomar mis propias decisiones, también yo podía besar con toda la lengua, dejar que me quitaran las bragas, intercambiarme el reloj con alguien, ser protagonista de lo que me ocurría. Se lo demostraría a Matteo Barilla, para empezar. Porque si hubiera habido un concurso para llevarse el premio a la cara más de mierda de todas las caras de mierda de aquella tarde, sin lugar a dudas lo habría ganado él, Matteo.

No sólo has preferido a Eva Brandi antes que a mí, ¿sino que ahora además quieres impedirme que sea feliz con otro chico? ¡Eres de verdad un cabronazo!, pensaba y pensaba, mientras corría hacia el patio del instituto, donde por fin, por fin, por fin, después de aquel larguísimo verano, después de aquella maldita reunión, volvería a ver a Palomo. O, mejor dicho, a mi Gran Amor Palomo. Porque así es como empecé a llamarlo, en mi fuero interno. Y medio me dirigía a él, medio seguía despotricando de Matteo.

¿Tú y Eva, sí, y yo y Palomo, no? Matteo, Ex Amor Imposible, venga, por favor. Palomo, Amor Grande y Posible, espérame. Matteo, eres un miserable. Gran Amor Mío, Palomo: ¡lo nuestro durará para siempre! Vete al diablo, Matteo.

Hasta que lo vi aparecer por el fondo del patio.

—Hola, amor mío —le susurré al oído.

Él gruñó algo y me besó, con el trocito de lengua de costumbre. Pero yo esta vez le metí la mía entera en la boca. Y entonces él hizo lo mismo.

Y nos besamos como ONME de marca.

Una, dos, tres veces, hasta llegar a once.

Tenía un olor nuevo, Palomo: quizá sea el de una historia de amor cuando se convierte en algo serio, me dije. Pero, mirándolo bien, mi Gran y Posible Amor era nuevo de los pies a la cabeza. Fumaba un cigarrillo detrás de otro, por ejemplo. Y se había rapado al cero.

—Toca —me invitó a hacer. Le pasé la mano por la cabeza: estaba lisa como la de Lars recién nacido.

Vestía el mismo chándal naranja con el que había entrado en clase el primer día, pero debajo de la chaqueta, que se había dejado abierta, no llevaba camiseta. Su pecho parecía un felpudo de lo peludo que era: el de Matteo, en cambio, parecía el de una niña. Pobre Eva, me sonreí para mis adentros, ¿quieres apostar cuánta satisfacción más da abrazar a un novio como el mío que a uno como el tuyo?

De su cuello colgaba además una cadenita de oro. Jugueteé un poco con ella.

—¡Qué bonita! —le dije. Él, sin pestañear siquiera, se la quitó y me la puso. Luego se la volvió a poner.

—Es algo importante —subrayó: ahora que lo pienso, seguramente se refería a la cadenita, pero yo entonces creí que se refería al gesto de habérmela probado a mí.

Entonces, repanchingado en la verja del instituto, empezó a contarme su verano. De los dos o tres mensajes que me había mandado mientras estaba en la Patagonia no había entendido gran cosa de cómo lo estaba pasando. Me escribía cosas como «Hola», o «Qué coñazo», o «Hace calor»: vamos que, por así decirlo, gruñía también por sms.

Pero ahora que volvíamos a estar juntos, había un mundo de cosas de qué hablar.

La primera y fundamental novedad era que Palomo había empezado a trabajar en el bar de su padre.

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