La luz en casa de los demás (31 page)

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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

BOOK: La luz en casa de los demás
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Nada de nada.

Por otra parte, en Turquía, según me contó Lorenzo, hubo una vez un rey que cada día tomaba una gota de cicuta para que su cuerpo se volviera inmune al veneno que algún criado desleal habría podido verterle a escondidas en el vino. Yo también hacía más o menos eso, desde hacía un año: me preparaba para el anuncio oficial del Amor Posible entre Eva y Matteo, para que el hecho no me aniquilara. Y así, cuando llegó el anuncio, me dejó en una especie de trance indiferente.

El mismo con el que empecé a recibir a los invitados a nuestra fiesta nocturna.

El mismo con el que le dije a Matteo:

—Eva ya está dormida.

Ni siquiera en ese momento me contestó como si yo, en cuanto Mandorla, existiera, sino:

—¡Pues vamos a despertarla! —replicó de inmediato haciéndoles un gesto a los demás como para decirles: ¡al asalto! Y así, un segundo después, estaban todos los chicos de la clase sobre la cama de Eva Brandi. Unos le pellizcaban los pies, otros le hacían cosquillas, otros le decían despierta, despierta, mientras ella a medias reía, a medias chillaba y gemía, en la burbuja mágica en la que, a mis ojos, esa escena flotaba.

Habría podido ser un anuncio publicitario perfecto. «Ahí están —habría recitado una voz en
off
—. Ahí están: los oNTE. Ahí están, ellos no buscan saber quiénes son: son y basta. Ahí está la música que escuchan: la que tiene que ser. Ahí está la ropa que llevan: la que tiene que ser. Ahí está su deseo de aprovechar un viaje de fin de curso a Venecia: el que tiene que ser, ni más ni menos. Ahí están sus madres y sus padres: tú no puedes verlos, pero existen. Porque los oNTE saben muy bien quiénes son sus padres, y por eso precisamente pueden olvidarse de ellos ahora. ¿Quieres ser tú también una de ellos? Fíate de tu madre, fíate de tu padre: ellos se quedarán siempre donde los dejaste y donde podrás volver cuando los necesites. Por eso ahora puedes centrarte exclusivamente en ti. Ahora que los oNTE sólo piensan en divertirse, en desmadrarse, en tirarse sobre la cama de Eva Brandi y hacer el loco, ahora que hablar sería una cosa fuera de lugar, como también lo sería preocuparse por analizar la situación, ahora que…»

De repente, la burbuja estalló.

El anuncio se interrumpió de golpe.

Los chilliditos de Eva se transformaron en un único grito, ronco y terrible.

—PERO ¿TÚ ESTÁS PIRAO, GILIPOLLAS?

Hasta el aroma a vainilla de la habitación se paralizó.

—¿TÚ ESTÁS PIRAO, GILIPOLLAS? —gritó de nuevo Eva Brandi, y emergió de debajo de las sábanas, con el pelo revuelto y los ojos grises y cálidos transformados por una rabia incontenible—. ¿TÚ ESTÁS PIRAO? —repitió, y se levantó, tapándose el pecho con los brazos porque un tirantito de su minúsculo camisón la había abandonado y colgaba en el aire, un aire tan pesado que se habría podido cortar con un cuchillo.

—¿Qué ha pasado, Eva? ¿Qué ha pasado? —intervino enseguida Matteo.

—¡ESE GILIPOLLAS ME HA ROTO EL CAMISÓN Y ME HA TOCADO UNA TETA! —contestó ella, incapaz de dejar de gritar. Y lo señaló con el dedo.

No recuerdo si todos, entonces, nos pusimos a mirarlo, incrédulos, o si primero Matteo se enfrentó a él y le dio un puñetazo que fue directo a su nariz aplastada.

Pero el caso es que Palomo Carnevale, con ese típico aire suyo, como si existiera sólo porque no tenía más remedio, sin preocuparse siquiera del reguero de sangre que rodaba hasta su boca y sin dejar de masticar su chicle de siempre, dijo:

—Me parecía que estaba claro que esa perra en celo sólo quería que le dieran caña. —Luego buscó un par de ojos a los que enganchar los suyos. Buscó los míos. Y me preguntó—. ¿Es que acaso no estaba claro?

Agosto de 2003

Los señores Carnevale ya habían perdido la esperanza.

Se disponen frente a la trabajadora social, que los invita a sentarse.


Buenos días, señor y señora Carnevale.


Buenos días.


Pues aquí estamos.


Aquí estamos —responde el señor Carnevale. Su esposa se limita a hacer un gesto con la barbilla: tiene la lengua como dormida por la excitación y los nervios, debilitados por todas las mortificaciones, las infernales gestiones burocráticas, las inútiles ilusiones que han transformado, día tras día, año tras año, su vida en ese único, natural para todas las mujeres pero evidentemente prohibido para ella, deseo que cumplir.


Hoy es un día importante: para ustedes y para Palomo.

¿Palomo?, se preguntan, al unísono y en su fuero interno los señores Carnevale: pero entienden que ése no es en absoluto el momento de hacer preguntas, sino sólo de escuchar.


Así que, por lo que puedo ver aquí en su ficha, antes del régimen de acogida habían considerado ustedes la posibilidad de una adopción.

¿Que habíamos considerado?, piensa la señora Carnevale. ¡Siete años estuvimos en lista de espera! Significa algo más que considerar una posibilidad, ¿no? ¿No significa algo más? ¿No significa acaso haber confiado tan profundamente en esa posibilidad que al final uno termina envejeciendo con ella, y haber renunciado a ella sólo para evitar que esa posibilidad les hiciera perder definitivamente la salud? Pero, tranquila, se recuerda a sí misma: tienes que estar tranquila, no puedes perder la calma.


Conozco bien la complejidad de ciertas decisiones y el tormento que supone la espera. El tribunal sin embargo ha establecido para Palomo una modalidad de acogida duradera, y eso les garantizará a ustedes y a él todo el tiempo necesario para formar realmente un núcleo, sin el temor de que, de aquí a dos años, la madre pueda quizá reclamar sus derechos. Por otra parte, no deberían correr ningún riesgo de esta índole. Desde que Palomo tenía seis años, su madre no ha vuelto a dar señales de vida, ni a nosotros ni a él: y ahora Palomo tiene doce.

Así no sólo nunca sabré lo que significa protegerlo dentro de mí durante nueve meses antes de dejar que se enfrente al mundo, piensa la señora Carnevale. Tampoco sabré nunca lo que significa verlo dar su primer y dubitativo paso, alentarlo en su incertidumbre, escucharlo pronunciar sus primeras palabras, esperar que la primera de todas sea mamá. A un niño de doce años una señora de cincuenta y tres no puede enseñarle nada ya. Con doce años un niño ya sabe hacerlo todo. Con doce años un niño ya no es un niño. La señora roza con su mano la de su marido. Él se la aprieta, como para prometerle que todo irá bien, todo irá muy bien.

La trabajadora social conoce los tiempos de reacción a los distintos anuncios que le toca hacer, cada día, a las parejas que se dirigen a ella: por ello espera un instante antes de proseguir
:


La madre de Palomo tenía quince años cuando dio a luz. Había crecido en un minúsculo pueblecito en la frontera con Suiza: un día conoció a un tipo que estaba de paso, creyó que era el hombre de su vida y lo siguió hasta Roma. Pero ese tipo no estaba de paso por casualidad, naturalmente: se ocultaba de la policía por un asunto de tráfico de coches robados. Una vez fuera de peligro volvió a su casa, con esa chiquilla pegada a él. Bebía, y mucho. Ella cayó también en el vicio. Según parece alquilaron una habitación cerca de la estación —aunque reconstruir los hechos, en estos casos, es siempre difícil—. El caso es que ella se quedó embarazada. Del tipo con el que estaba, sostiene: pero es muy probable que él la empujara a la prostitución, por lo que ni siquiera este hecho se puede dar por seguro. Cuando por fin se detuvo a este individuo, la policía fue a registrar su apartamento, si se lo puede llamar así, y encontró a esta chiquilla indocumentada, tendida sobre un colchón en el suelo, con la televisión encendida, que sostenía en brazos a un bebé de un par de meses.


Palomo… —susurra para sí la señora Carnevale, más que nada para empezar a familiarizarse con ese nombre, con esa historia: con su hijo.


Palomo —confirma la trabajadora social—. Como Eduardo Palomo, el actor que hacía el papel de Juan del Diablo en «Corazón salvaje». Ese culebrón mexicano era la única pasión que tenía la pobre chiquilla. Incluso cuando la trasladaron a la primera casa de acogida, todo era un continuo suplicar que la dejaran ver «Corazón salvaje».

En el bar que regentamos, los primeros tiempos, el televisor siempre estaba sintonizado en Rete4, precisamente por «Corazón salvaje», piensan de nuevo al unísono los señores Carnevale. Luego vino «Beautiful», y después de un tiempo de indecisión entre Ridge Forrester y Juan del Diablo, la señora Carnevale se decantó por el primero. Ahora se siente un poco culpable. Pero cuando se trató de votar para los premios televisivos, en el 95, votó por Eduardo Palomo, se justifica consigo misma. Por ejemplo, nunca se ha aventurado siquiera a comparar el talento de Palomo con el del actor que interpreta a Ridge, de cuyo nombre no se acuerda siquiera, y eso ya dice bastante. El problema, considera la señora Carnevale, está todo en las promesas embusteras que trae consigo una novedad. Sí, sí. La novedad te engaña. Y entonces basta que lleguen un diseñador de mandíbula cuadrada, una bióloga desvergonzada y una psicóloga de ojos azules para que tú pienses que podrán darte eso que el viejo (pero siempre joven, naturalmente) Juan hace algún tiempo que ya no alcanza a darte porque lo conoces tan bien ya que puedes anticipar las cosas que va a decir. Así que cambias de canal. ¡Como si a la larga Ridge Forrester pudiera seguir sorprendiéndote! Como si después del primer año no tuviera todo el mundo bien claro que, quieras o no, volverá siempre con esa desvergonzada de Brooke. Así que para eso más valdría haberle sido fiel a Juan del Diablo. Pero sobre todo a él: a Eduardo Palomo. Ahora que la señora Carnevale recuerda, una clienta del bar le dijo un día que ahora había empezado también a trabajar de cantante, Palomo, y que, por supuesto, lo hacía como los ángeles, porque sin esos ojos tristes y profundos Juan no habría sido Juan, así que es de cajón que esa tristeza y esa profundidad eran suyas, de Palomo. Ahora habrá que comprar ese disco, se vuelve a prometer la señora Carnevale, mientras levanta y baja la mirada, siguiendo la de la trabajadora social. Habrá que comprar ese disco, se repite: porque son siempre absurdos, inútiles y ligeramente descabellados los pensamientos que desfilan, de manera recurrente, por nuestra mente en los momentos más importantes de nuestra vida.


… mientras tanto Palomo, poco más que un recién nacido —prosigue la trabajadora social— fue ingresado enseguida en un hospital: y saben lo que ocurre en estos casos, ¿verdad? Los niños amamantados por mujeres que beben como bebía esa pobre chiquilla tienen la sangre infestada de porquerías… Vamos, que sólo una vez que lo hubieron desintoxicado volvieron a reunir a Palomo con su madre. De la casa de acogida donde los habían recibido fueron trasladados a un centro para madres adolescentes. Pero la pobre desgraciada no conseguía dejar la bebida. Aguantaba un mes, como mucho dos, y luego sufría una recaída. Se volvía cada vez más violenta y agresiva: con el mundo entero y, naturalmente, con Palomo.

Es increíble el despego que muestra esta mujer con respecto a la tragedia que está contando, piensa el señor Carnevale: y se esfuerza por no dejar traducir en absoluto ningún reproche, concentrado como está en transmitir confianza, valor y esperanza a su mujer, y desde luego no alcanza a imaginar siquiera que, en ese preciso momento, ella pueda estar vagabundeando en su cabeza por las grandes llanuras mexicanas de Juan del Diablo.


De modo que el Tribunal de Menores no tuvo más remedio que separarlos, y Palomo fue a parar a un internado de monjas. Allí es donde lo vi por primera vez. Un par de años después el colegio cerró, y nos vimos obligados a trasladarlo a otra casa de acogida, pero no hubo nada que hacer: si bien en el colegio, Palomo, por lo que puede leerse en su ficha, había logrado integrarse bastante bien, en esa casa de acogida no ocurrió así en absoluto. Los educadores hacen lo que pueden. Y Palomo, es importante que lo sepan, aunque por supuesto ya se lo habrán imaginado ustedes, no es un chico fácil. Pero en lo que respecta a su carácter y a las dinámicas familiares que la acogida puede suscitar, el psicólogo con el que hablarán dentro de poco les podrá dar información mucho más detallada que la que les estoy dando yo ahora. Mi trabajo termina aquí. ¿Alguna pregunta?

• • •

En el autocar de vuelta de Venecia, Palomo Carnevale me besó.

Yo me dejé besar.

A pocos asientos de distancia de donde estábamos nosotros, Eva y Matteo ya se estaban intercambiando el reloj como signo de amor eterno.

¿Y mi madre, en todo este lío?

Mi madre había muerto: no se me olvidaba nunca.

¿Y mi padre?

A él lo echaba de menos siempre.

En el quinto piso

Pavarotti está convencido de verdad de que es posible poner la vida en orden.

—Tú sólo tienes que explicarme lo que pasó, de lo demás me ocupo yo —dice. Como si las cosas que nos pasan tuvieran sentido.

Tarde o temprano, si uno se esfuerza, lo puede encontrar, sí, pero no obstante se trata siempre de una intervención externa.

Ahora soy más consciente todavía. Ahora que los recuerdos se acercan: lo que pasó está a punto de unirse a lo que pasa ahora y a lo que pasará dentro de pocas horas, cuando vuelva a ver a Pavarotti.

Por ahora, sin embargo, sigue siendo de noche.

Pongamos que los hechos de nuestra vida son manchas de humedad en el techo: como las que hay aquí y que se distinguen aunque no se vea nada, porque son un poco más oscuras que la oscuridad.

Si se quiere hablar de sentido, alguien tendría que unir entre sí esas manchas con un rotulador y decir: ¡ahí está! Pero el dibujo que aparecerá en el techo nunca hablará de nuestra vida con la sinceridad con que lo hacen todas esas manchas desperdigadas.

Por ejemplo, mire, Pavarotti:

Mis familias están todas en esa mancha que, cuanto más la observo, más crece y crece y crece, hasta convertirse en un hecho. Imprescindible si se quiere trazar una línea que, desde ahí, lleve hasta esta celda de aquí.

Hacía bastante tiempo que los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315 no se reunían de urgencia en el antiguo lavadero del sexto piso.

Ocurrió por mi culpa, naturalmente.

Era septiembre, pocos días antes de que terminara también aquel verano, pocos días después de que me hubiera mudado del cuarto al quinto piso.

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