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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (37 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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—La puta de su mujer sigue empeorando. A mediados de agosto la armó, se puso a aullar como una perra, y mi padre la tuvo que ingresar —me explicó. Por eso, mientras su padre atendía a su mujer en el hospital, Palomo se tuvo que ocupar del bar. Sentía una admiración profunda por él. ¡Seguro que Matteo, en su lugar, no habría estado a la altura de la situación! Palomo, en cambio, se las había apañado: y se las había apañado tan bien que hasta se había encontrado otro trabajo.

—Curro de camarero en un pub por las noches. A mi padre no se lo he dicho porque si no me da la tabarra, tiene miedo de que por las mañanas esté demasiado cansado para levantarme y abrir el bar. —La cadenita se la había regalado el dueño del pub (mejor dicho, el Jefe, como lo llamaba Palomo). Tras el primer mes de trabajo, se la daba a los camareros de los que se consideraba satisfecho.

—A los demás, en cambio, el Jefe les da una patada en el culo y adiós muy buenas —me explicó muy serio, pero claramente orgulloso de haber superado esa prueba.

—¡Bravo! —como Primera Novia que era, sentí que era mi deber felicitarlo.

—Pero mantendrás la boca cerrada, ¿verdad?

Claro que sí, le aseguré. Faltaría más.

Nos besamos otra vez. Y luego me dijo:

—¿Puedes guardarme tú el dinero que gano en el pub? —me preguntó mi Gran y Posible Amor, dándole una patada a una piedra—. Si lo encuentra mi padre la arma, Mandorla. Se dará cuenta enseguida de que lo estoy ahorrando para irme a México con mi madre y me pegará una buena. Una vez me pegó tanto que me sangraban las orejas, flipa. Yo entonces la monté: ¿qué coño haces?, le gritaba. Y él, nada, venga a pegarme, venga a pegarme.

—Palomo… —Era la primera vez que pronunciaba su nombre.

—No te preocupes, Mandorla. A mí ya mi padre me la suda. No quiero que me robe lo que es mío, y todo lo demás me toca los cojones. ¿Porque sabes lo que haría el muy capullo si encontrara mi dinero? Me lo birlaría. Seguro. Me lo birlaría y lo utilizaría para la zorra de su mujer.

Vamos a ver: ¿había oído yo alguna vez a alguien expresarse así? No. Pero como por aquel entonces me daba tanto asco toda la gente que conocía con excepción de Palomo Carnevale, pensé: a lo mejor tiene razón él. A lo mejor es así como hay que hablar. Sin hipocresía, yendo directo al grano.

¡Matteo, eres un capullo! ¡Eva, eres una zorra!

Tenía que armarla un poco yo también. Enfrentarme a ellos de malas y decírselo.

¡Lorenzo, capullo! ¡Tina, zorra! ¡Samuele, Michelangelo, Paolo, ingeniero: capullos! Y las demás, todas vosotras: zorras.

Me la suda lo que penséis de Palomo.

Mientras tanto, mi Gran y Posible Amor se había encendido un cigarro. Le dio dos caladas, una después de otra, y luego lo tiró al suelo.

—¿Y bien? —dijo.

—Y bien ¿qué? Perdona, me había quedado pensando en…

—¿Me ayudas? ¿Me echas un cable, Mandorla?

—Dios, Palomo, pero claro que sí. Claro que sí.

Abogado Pavarotti, lo sé. Fue en ese momento cuando empezó el fin de todo. Si hubiera contestado claro que no, en lugar de claro que sí, ahora (son las cinco y treinta y siete) no estaría aquí. Pero ¿qué quiere que le diga? ¿Cate no le ha pedido nunca que le haga un favor? Sí, se lo ha pedido. Así que la conoce. Conoce esa alegría arrebatadora de hacer algo por alguien a quien uno quiere o a quien (es lo mismo) decide querer. Tirar la basura por él, comprarle flores, cambiar una bombilla fundida. La conoce, vamos, no me diga que no. Y, como es usted sincero, sabe perfectamente que no tiene nada que ver con la generosidad. Tiene que ver con el manifiesto con nuestra cara colgado en la pared del corazón de la persona a la que queremos. Queremos que sea maravilloso ese manifiesto. Que sea el más grande posible.

Con cada gesto amable esperamos añadirle un toque especial. Esperamos agrandarlo, darle brillo, hacer que el dueño de ese corazón lo vea como el manifiesto más bonito del mundo: ¿por qué? ¡Pues porque así se lo pensará dos veces antes de arrancarlo de la pared! Resulta obvio.

En la habitación de Giulia Barilla donde ahora dormía, por ejemplo, había un póster de un cantante vestido de negro, con la cara pintada de blanco y aire de vampiro. Hace años, lo recordaba perfectamente, en su lugar estaba el póster de otro cantante embutido en un mono dorado, con rizos largos y la piel color café con leche.

Era evidente que Giulia se había librado de él antes de marcharse a Londres: pero, cuando regresara, ¿todavía le gustaría el vampiro con el que había remplazado al de los ricitos? Probablemente no. Lo tiraría para sustituirlo por uno de esos de Linkin Park, a lo mejor.

Pavarotti podrá encogerse de hombros y replicar: «¿Y qué? ¿Por un póster uno es tan imbécil como para acabar en la cárcel?»

Pero no me puedo creer que se alegrara mucho si Cate quitase el póster de Pavarotti de la pared.

De modo que me parece lícito, ¿no? Esforzarse al máximo por seguir colgados en los corazones que nos interesan. Lo había hecho con mis familias hasta ese momento, tratando de vestirme y de comportarme como creía que les gustaba a ellas. Ni siquiera había pretendido saber «¿Quién es mi padre?», con tal de no acabar como el cantante de los ricitos.

Pero ahora todos ellos me la sudaban, ¿no?

Tenía que preocuparme del corazón de Palomo.

En la pared del de Matteo no había conseguido pegar ni siquiera un adhesivo con mi cara.

Esta vez no podía fracasar.

Por eso no sólo repetí:

—Claro que sí. Yo te guardo ese dinero.

Sino que volví a meterle toda la lengua a Palomo en la boca para que entendiera que no tenía ni que pedírmelo. Él sin embargo me apartó. Me puso las manos en los hombros y apretó. Me miró fijamente con sus ojos de moqueta negra. No me había dado cuenta de lo guapo que era. Vale: no era guapo como Matteo Barilla. Pero sí era guapo, ¿cómo decirlo? Guapo a mi alcance: eso es. Lo que lo hacía más guapo aún que Matteo, en ese preciso momento.

—De verdad es un problema, Mandorla. No sé dónde coño guardar este puto dinero. Busco un lugar seguro. No es para siempre, tranqui. En cuanto reúna lo suficiente para marcharme a Ciudad de México, los mando a todos a tomar por culo y me largo.

En ese momento me asaltaron dos emociones precisas y violentas, pero enfrentadas entre sí. Me sentía profundamente feliz de que Palomo, mi Primer Novio, mi Amor Posible y Grande, contase conmigo; pero me sentía también profundamente triste porque, entre todos aquellos a los que iba a mandar a tomar por culo al marcharse a Ciudad de México, estaba también yo.

—¿Qué pasa? —se preocupó él, que (que se fastidiaran los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315) demostraba así ser de verdad sensible—. ¿No te apetece?

—Claro que sí. —Quise alejar enseguida de nosotros la más mínima posibilidad de malentendido—. Pero ¿qué pasará con nuestro amor cuando te marches a México? —le pregunté de un tirón, sin pensármelo. Porque ya lo había conseguido. Acababa de mandar a tomar por culo a esos capullos de la calle Grotta Perfetta 315. Así que, ya para el caso, más valía seguir diciendo las cosas tal cual, sin pararme a pensar demasiado.

Él se rascó la cabeza.

—¿Qué coño tiene eso que ver? Si quieres te vienes conmigo, a mí no me importa —contestó. Sin gruñir, esta vez: articulando bien cada palabra.

Julio de 2009


Perdona, ¿cómo has dicho que te llamas? —le pregunta el Jefe.


Palomo. Palomo Carnevale —contesta él.


Ah, sí, eso. Bueno, ¿te has enterao bien de todo, Pamelo?


Sí. —Palomo es el recién llegado y sabe perfectamente que cuantas más preguntas haga más pasará por un gilipollas. Y eso es lo último que quiere. Le gusta el Jefe. Un montón. Tiene unos brazos como mazas, una cabeza enorme y rapada al cero que parece la luna, una cadena de oro que brilla tanto que te ciega y una cara de esas que no necesitan ser bellas. De alguien así sí que le gustaría ser hijo, piensa Palomo. Y no de ese capullo que lo adoptó.

No es casualidad que ése sea dueño de una birria de bar enano, se para a pensar.

El Jefe, en cambio, mira lo que ha montado.

Que ese pub no era sólo un pub Palomo se lo oyó decir a un cliente del bar del señor Carnevale, su padre adoptivo. «Al principio de la calle Grotta Perfetta han abierto una especie de puticlub clandestino —contaba ese cliente—, pero para dar el pego, en el cartel han puesto “pub”. Pasé ayer por delante: había un montón de gente haciendo cola para entrar, no sabes cómo se reían. Qué coño les hará tanta gracia», concluyó el cliente, antes de pedirse otro café.

Palomo, naturalmente, esa misma tarde ya estaba allí. En el puticlub. Bueno, en el pub. Lo importante es que sea un lugar donde la gente se ría, pensó. Estoy hasta los cojones de ver gente triste.

El Jefe lo estudió de los pies a la cabeza y luego de la cabeza a los pies. Y le hizo una larguísima serie de preguntas.


¿Sabes guardar un secreto?


Sí.


¿Te has ido alguna vez de putas?


Sí.


¿Tienes novia fija?


Casi.


¿Dónde está ahora?


En la Patagonia.


Ah. ¿Pero lo vuestro es serio, en plan que te comportas como un marica y no haces nada que luego no le cuentas a ella?


No, no.


¿Te drogas?


Un poco.


¿Fumas?


Sí.


¿Tienes algún problema en robar?


No.

Cosas así.

Palomo necesitó más de dos horas para intuir que había superado la entrevista de trabajo.


Bueno, venga, te voy a dar una oportunidad —suspiró el Jefe, con el tono de quien concede un enorme privilegio a alguien que luego sin embargo tiene que demostrar que se lo merece—. Por las noches, a eso de las once, este sitio se llena de viejos babosos que quieren tomarse una copa antes de volver a sus horribles casas con sus horribles mujeres. Aquí hay putas fabulosas, Pamelo.


Palomo.


Pamelo: putas fabulosas, te digo. Hay una rusa que tiene unas tetas que ni te imaginas. Luego están también dos gemelas de Río, una súper zorra de Milán con un culo que habla y un transexual que parece más mujer que todas las demás juntas. Bueno, total, que las cinco van por las mesas, hacen como que pasan de todo, pero en cuanto descubren al baboso adecuado, se sientan a su lado. Hablan con él, le tocan el muslo, el paquete: hacen lo que hacen las putas, vamos. ¿Te enteras, Pamelo?


Pa…


Pues eso. El baboso de turno le ofrece a la puta una copa. ¿Me sigues?


Sí.


Tú entonces te acercas y tomas nota de lo que quieren tomar.


No hay problema, Jefe. Ya lo hago en la mierda de bar donde estoy currando.


Bien. Pero a lo mejor no nos hemos entendido bien. En el vaso del baboso tienes que disolver una pastillita que te daré yo.


Sí, sí, si lo había entendido —miente Palomo.


El baboso bebe y, como un cuarto de hora después, se cae redondo durante doce horas como mínimo. Un segundo antes de que se quede dormido, su puta se lo lleva fuera, al aparcamiento que hay detrás del pub. Ahí vuelves a entrar tú en escena. Los sigues, y en cuanto el baboso se desploma, le robas la cartera.


Está claro.


Luego te cargas al baboso a la espalda y lo llevas hasta su coche.


Bien, Jefe.


La cosa no termina ahí.


Ya me lo imaginaba.


Bien. Buscas algún documento para averiguar dónde vive el baboso, le coges las llaves del coche y lo llevas hasta la puerta de su casa.


¿Y luego?


Ahora ya sí termina aquí la cosa, Pamelo. Luego te largas donde te salga de los cojones. A la mañana siguiente, el baboso se encontrará en la puerta de su casa, en su coche, y sin un céntimo. Pero, claro, no podrá decirle a su mujer: perdona, querida, ya sabes cómo son estas cosas, anoche quería tirarme a una zorra que ha resultado ser tan zorra que me lo ha robado todo. No le puede decir eso, ¿a que no?


No.


Pero ¿y si sí que se lo dice, Palemo?


¿Y si sí que se lo dice?


¿Te lo estás preguntando?


Sí.


Pues haces mal. Porque el Jefe sabe dar a todo el mundo un buen motivo para tener la boca cerrada. ¿Y quién es el Jefe, Pamelo?


Tú.

—Eso es. Así que tú encárgate sólo de guardarte bien la pasta en los calzones. O sea, guárdalo donde te salga de los cojones, con tal de que luego no vengas a lloriquearme y a decirme que te la han birlado. ¿Estamos?


Estamos.


Porque cuando te llame, tú me la traes. Me la traes echando leches, ¿estamos?


Estamos.


Mira que si no funcionas, no tardo nada en ponerte en la calle y contratar a otro, ¿eh?


Claro.


Pero pareces un chaval espabilado, tú.


Gracias, Jefe.


Perdona, ¿cómo has dicho que te llamabas?

• • •

En las escaleras, en el ascensor, en el portal de la calle Grotta Perfetta 315 el aire estaba como enrarecido.

Quienquiera con quien me cruzara me recordaba que entre nosotros estaba ya esa reunión: estaban las palabras con las que yo la había concluido.

Michelangelo fingía siempre que iba hablando por el móvil, Paolo me decía buenos días y buenas tardes como si fuera una cliente cualquiera de su joyería. A Tina le bastaba verme por la ventana para volver a echarse a llorar. Lidia me había pedido que habláramos a solas, de tú a tú, pero yo le había contestado que no, gracias. Lo mismo había hecho con Cate. Por lo que al final las dos me retiraron el saludo y me miraban fijamente a los ojos para subrayarlo. Sólo Lorenzo, encerrado en la burbuja impermeable de su egocentrismo, me seguía tratando como siempre, mientras que Samuele, para imitar a Cate, trataba de fingir desapego, pero se lo impedía la tentación de contarme cómo había sido de exaltante el debate que había surgido el día anterior en su blog.

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