Palomo mascaba chicle, pero no como de costumbre: mascaba despacio. Me miraba, con esos ojos de moqueta negra, entrecerrados sobre su nariz aplastada, llenos de cosas que no he entendido nunca y de otras que reconocí enseguida, desde el primer momento.
Él también se desnudó. No se dejó ni los calzoncillos.
Hasta esa tarde nunca habíamos llegado más allá de algún que otro beso con toda la lengua: debe de haberle parecido absurdo a él también encontrarnos de pronto así, sin ropa, tan cerca el uno del otro.
—Mola —repitió él.
—Mola un montón —repetí yo también.
En ese momento al menos uno de los dos debería haber hecho algo. Pero ninguno hizo nada.
Nos quedamos así, desnudos y pasando frío, mirando fijamente los dientes del dragón por encima de nuestras cabezas.
Hasta que dieron las siete y media: yo tenía que volver a casa, y él tenía que empezar su turno en el pub.
Empapada de lluvia y de humores misteriosos, destelleantes y horribles que se enfrentaban entre sí, esa tarde abrí la puerta de casa.
¿Y?
Y los encontré ahí esperándome. Todos ellos.
—
Esta historia ya ha durado demasiado. —Fue Lidia quien convocó de nuevo y con urgencia una reunión general en el sexto piso—. Hace meses que Mandorla finge ignorarnos, y que nosotros fingimos ignorarla a ella. ¿Se habrá arrepentido de cómo nos trató? Quizá. ¿Y nosotros? Yo, personalmente, sí, me he arrepentido. No sólo porque, considerándolo bien, ese tal Palomo Carnevale no la ha arrastrado a quién sabe qué peligros, como todos pensábamos. Sino sobre todo porque dentro de poco más de un año Mandorla será mayor de edad, y tendrá que decidir qué hacer con su futuro. ¿Queremos de verdad abandonarla justo ahora?
Todos dicen que no con la cabeza: no, no quieren abandonar a Mandorla justo ahora.
—
Discúlpeme, dottoressa
Frezzani, pero es natural que a ninguno nos guste lo que ocurrió —razona el ingeniero Barilla—. Pero también es verdad, sin embargo, que Mandorla nos ha puesto en una situación muy delicada. Reivindica el hecho de que no somos sus padres y no lo seremos nunca: esto, pensándolo bien, es un hecho. La única cuestión en la que no podemos estar de acuerdo con ella es la de su relación con ese animal… ¿cómo se llamaba? Carnevale.
—
Exacto. —Carmela corrobora las palabras de su marido.
—
O bien —murmura Cate. O bien: y, como tantos años atrás, todos enmudecen y la miran, expectantes.
O bien.
Empezó con un «o bien» de Cate la historia de Mandorla en ese edificio. O bien: nada de prueba de ADN, propuso Cate, después de que saliera a la luz la carta de Maria. En ese momento, los demás vecinos pensaron: ¡qué locura! Pero les bastó un segundo para decidir: está bien.
Estamos de acuerdo. Nada de prueba de ADN. La señorita Polidoro adoptará a Mandorla, y nosotros la criaremos todos juntos. Nada de prueba. Así no correremos el riesgo de que ninguna familia acabe destrozada. Nada de prueba. Y todo seguirá exactamente igual que antes. Nada de prueba. Además Maria decía siempre que los problemas hay que resolverlos con un poco de fantasía, porque si no, no hay manera. Nada de prueba de ADN: vivimos todos en la ignorancia de algo que nos concierne.
—
O bien —repite Cate—, podemos proponerle a Mandorla hacer la prueba de ADN.
Mudos como piedras, todos.
Sólo el ingeniero Barilla trata de rebatirle
:
—
Abogada, que sus intenciones sean éstas es evidente desde hace ya bastante tiempo. Además, y disculpe que me permita decirlo, usted ya no tiene que preocuparse de los efectos que pudiera tener el resultado de dicha prueba en su familia.
—
Exactamente —añade Carmela Barilla—, su familia, abogada, ya se ha roto sola. Pero ¿y las nuestras?
Samuele busca con los ojos los de Cate. Pero ésta baja la mirada. La concentra en sus rodillas y suspira. Contaba con esa objeción
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—
Nuestros hijos vienen al mundo para medirnos. —Repite las palabras de su Luciano, con la serenidad inmóvil de un oráculo—. Miden nuestra lealtad, nuestra inteligencia y nuestro valor. Creo que, para nosotros, sencillamente ha llegado el momento de demostrar que estamos a la altura de Mandorla. Si ella hubiera acogido con serenidad lo que decidimos hace tanto tiempo, no habría ningún motivo para hacer la prueba. Pero Mandorla no está serena. Nos lo dijo bien claro, me parece a mí. ¿Entonces?
Paolo aprieta la mano de Michelangelo
:
—
De acuerdo —dice enseguida.
—
De acuerdo —dice Samuele.
—
De acuerdo.
—
…
—
…
—
De acuerdo.
—
…
—
Paradójicamente —dice Lidia—, sólo ahora me doy cuenta de que la idea que más miedo me da es la de que Mandorla no sea hija de Lorenzo.
—
¿Tú estás loca? —se lanza contra ella Lorenzo—. Pero ¿qué chorrada es ésa?
Tina en cambio entiende perfectamente lo que quiere decir Lidia: si Mandorla tiene un padre que podrá considerar suyo y sólo suyo, ¿qué será de nosotros, de todos los demás? ¿Cómo nos tratará? ¿Como a parientes lejanos? ¿De modo que ya no me pedirá que la acompañe a comprar un chándal? ¿Le pedirá a su verdadero padre que lo haga él? Otra vez le entran ganas de llorar. Pero se traga el llanto y susurra
:
—
De acuerdo.
Un mosquito gigante entra por la ventana y se pone a revolotear como loco por el antiguo lavadero del sexto piso. Todos, absortos en sus pensamientos, miran fijamente el vuelo del insecto.
En casi todos esos pensamientos está Mandorla. Mandorla haciendo una pregunta de las suyas, atrincherándose en un silencio de los suyos, subiendo y bajando los cinco pisos de escalera, poniéndose por primera vez la parte de arriba del bikini, gritando me dais asco. En algún pensamiento está también Maria. Maria diciendo con una sonrisa: «Recordad que no hay cosa que hoy nos parece absurda que mañana no nos parecerá natural haber vivido.»
Hasta que el mosquito se posa sobre la rodilla del ingeniero Barilla. Con un golpe seco, éste lo mata.
Su mujer esperaba sólo una señal, la que fuera, para volver en sí
:
—
De acuerdo entonces. Pero ahora tenemos que decidir cómo decírselo a Mandorla.
—
Está tan enfadada con nosotros, ni nos saluda siquiera… —gimotea Tina.
—
Precisamente por eso, señorita Polidoro, debemos proceder con cierta cautela. ¿Qué les parece, por ejemplo, una especie de fiesta sorpresa en nuestra casa? Mi marido y yo lo hicimos hace tiempo para celebrar los catorce años de Giulia. Mandorla entrará en casa, nos encontrará a todos ahí, y no tendrá más remedio que hablar con nosotros.
—
¿Seguro que a la niña le hará ilusión? Que no estará todavía demasiado enfadada con nosotros, me refiero… —insiste Tina.
Pero ya nadie parece tener intención de escucharla.
Mandorla tendrá su prueba de ADN. Eso es lo único que resuena en cada corazón y en cada cabeza.
—
¿Seguro que estamos todos de acuerdo? —pregunta, por última vez, el ingeniero.
• • •
Ahí estaban todos, esperándome.
¿Y yo? Yo tenía aún en los huesos el frío de la tarde y el olor cálido del cuerpo desnudo de Palomo.
Yo desde luego no me daba cuenta, pero necesitaba que estuvieran conmigo. Justo en ese momento, justo allí.
—¡Sorpresa! —exclamaron ellos. Efexor, viejo y gordo, vino hacia mí rebotando como una enorme bola de pelo para saltar sobre mí y lamerme una oreja. No me dio tiempo a entender qué ocurría cuando ya todos los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315 me estaban cogiendo del brazo, uno después de otro, para llevarme aparte y hablarme, hablarme y hablarme, y mientras me explicaban, muy serios, sus razones. No entendían que a mí, de repente, ya no me importaba nada lo que había podido alejarnos, es más: hasta se me había olvidado.
Me importaba sólo que ahora estuvieran ahí, todos.
Que no me dejaran sola con lo que había ocurrido y no había ocurrido en la boca del dragón.
Que el ingeniero Barilla se sacudiera por fin de encima su aire de perpetuo regaño y lo cambiara por una especie de sonrisa, mientras observaba a Giulia ayudar a su madre a servir la mesa.
Que Lidia me apretara la rodilla para asegurarse de que yo estaba allí, mientras Lorenzo, nada más sentarnos a la mesa, improvisaba un discurso de los suyos.
—Mira, Mandorla —empezó diciendo—. Lo he estado pensando. Ese culebrón: ¿cómo se llamaba? «Corazón salvaje», eso es. ¿Sabes lo que te digo? En mi opinión no es un producto que haya que subestimar. Para nada. Pensándolo bien, habría incluso que considerarlo un poema épico contemporáneo: la televisión es el aedo, y los que la ven son nobles congregados alrededor del fuego de los polvos que echa este Juan del Diablo. ¿Qué te parece?
Todos se rieron entonces, incluso Tina, a quien en otras circunstancias la palabra «polvos» habría molestado: pero esa noche, antes de subir al quinto piso, al tirar a la basura los ocho tortellini en lugar de recalentarlos, era obvio que se había sentido alegre, como no le había ocurrido nunca en sus ochenta años de vida.
—Qué bonita fiesta, ¿eh? —le preguntaba una y otra vez a Gianpietro, que a saber lo que debía de estar sudando el pobre, en pleno mes de junio, con el traje de terciopelo azul que había llevado para hacer de testigo en la boda de su hermano y que había vuelto a sacar del armario sólo para la ocasión, para que la maestra Polidoro quedara bien ante sus convecinos.
—Pppp… reciosssss… a —confirmaba él.
Lo siento por el abogado Pavarotti, pero fue preciosa también para Samuele. Porque, después de tantos años, por fin se había acercado un poco a Cate y no sólo para decidir con cuál de los dos pasaría Lars el fin de semana.
—¿Estás bien? —le preguntó. Ella le contestó que sí y sonrió. A pesar de que Giulia Barilla revoloteaba entre ellos como un ángel, vestida de lino blanco, para cambiar platos y cubiertos. Porque por supuesto el problema no había sido Giulia: eso Cate lo había entendido. El problema tampoco había sido Samuele. El problema habían sido Cate y Samuele, los dos. Pensándolo bien, la culpa no era de ninguno de los dos. Y quizá, debió de decirse Cate aquella noche, a la tercera copa del vino especial que les había regalado a todos Paolo, quizá, ¿quién sabe? Quizá hayamos madurado, quizá hayamos cambiado. Podríamos volver a intentarlo. Pero luego debió de mirar a Samuele a los ojos, él debió de contarle con todo detalle el último
post
de su blog, y ella entonces debió de disculparse y de ir a encerrarse en el baño para mandarle a Pavarotti un sms: «Menos mal que existes», supongo que le escribiría, o algo por el estilo.
Mientras, en el salón de los Barilla, la fiesta seguía, la mesa se llenaba y se vaciaba a toda velocidad de canapés de salmón, ensalada de pasta con aceitunas, quesos de todas las formas y pastelitos de fruta.
Mientras, Giulia encandilaba a todo quisque con las cosas que contaba sobre Londres.
—Se estudia muchísimo, pero vale la pena —afirmaba.
Y estaba siempre con un oído atento a la música que había elegido para la velada, para que fuera del agrado de todo el mundo.
Michelangelo mientras tanto me recordaba que diez días después era el Orgullo Gay: no me lo querría perder, ¿verdad?
—¡Candy Candy se pondría súper triste si no fueras! —intervino Paolo.
—¿Puedo ir yo también este año? —intentó entonces entrometerse Matteo Barilla.
Cómo no, el que faltaba.
¡Hasta ese momento al menos había tenido el buen gusto de estarse calladito!
Desde luego, me había dado cuenta enseguida de que él también estaba en la fiesta. Bueno, si he de ser sincera, diré que la suya fue la primera mirada con la que me crucé, nada más abrir la puerta de casa.
Pero esperaba que entendiera las pocas ganas que tenía de verlo, y menos aún de hablar con él.
Porque no había manera. No bastaba el vino especial, no bastaba la fiesta sorpresa, no bastaba la tarde con Palomo para que pudiera perdonarlo.
¿Perdonarlo por haber hecho de espía con los demás vecinos y haber provocado así aquella maldita reunión de septiembre? No. ¿Por detestar a mi Gran y Posible Amor? No, tampoco era ése el motivo. No era por eso por lo que cada vez que abría la boca, algo chirriaba en mi cabeza y me quemaba entre las piernas.
No era por eso: y, sinceramente, todavía no sé por qué era.
Sólo sé que me basta pensar en él, incluso ahora, incluso aquí, para sentir esa quemazón.
En la cabeza y entre las piernas. No me da miedo como cuando se me abre el agujero en el estómago. Es algo completamente distinto: el agujero se traga todo lo que tengo dentro y me deja vacía.
Esa quemazón, en cambio, llena.
Pero duele.
Así que en cuanto salga de aquí tengo que decidirme a hacerlo. A hablar con Matteo, me refiero: aunque sólo sea para mandarlo al cuerno definitivamente.
Al menos la quemazón me dejará en paz de una vez por todas.
Esa noche estalló con violencia, como nunca antes, cuando Matteo quiso interponerse entre Paolo y yo.
«¿Puedo venir yo también este año?» Imbécil. Pero ¿qué quieres?, pensé. ¿Por qué no te vas con Eva en lugar de estar aquí, en mi fiesta sorpresa? ¿Qué más te da a ti venir al Orgullo Gay? Estás con Eva, ¿no?
Fingir que no existía me pareció la mejor solución: le di la espalda y seguí hablando con Michelangelo: «¿Cómo está Candy Candy?», le pregunté.
Pero en ese preciso instante se puso de pie el ingeniero Barilla. Hizo tintinear una cucharita contra su vaso para llamar la atención de todos, pero luego se dirigió sólo a mí:
—Mandorla, tenemos una propuesta que hacerte —dijo.
No creo que sea necesario que le cuente a Pavarotti cuál era esa propuesta.
¿No?
Oh, fiesta,
hagamos un intercambio,
así tú te conviertes en mí
y pones orden
en todas estas emociones,
mientras que yo me convierto en ti,
y pongo orden
en la cocina, recojo los platos y los vasos
y los guardo en los cajones.