La luz en casa de los demás (26 page)

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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

BOOK: La luz en casa de los demás
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Al cabo de una semana llegaría también mi primer día en el instituto.

Pero, sobre todo, llegó Matteo Barilla: quizá debería decir que volvió porque, en efecto, ya estaba en mi vida desde hacía bastantes años.

El abogado Pavarotti sabrá disculparme si, al menos en este caso, ni aun esforzándome, no consigo ser todo lo lúcida que según él debería ser.

Vamos que, ¿cómo se lo podría explicar LÚCIDAMENTE?

¿Acertaría él a explicarse por qué un buen día decidió llevar a Lars al pediatra? No. De la misma manera, tampoco yo esta noche acierto a explicarme por qué ese día, cuando me crucé con Matteo Barilla en el ascensor, y él me echó los brazos al cuello, me empujó hasta su casa para enseñarme las fotos de sus vacaciones, me dijo: «¡Cuánto te he echado de menos! —y me preguntó—: ¿Y tú, Mandorla, has ligado este verano? Yo sí, con una chica de Milán», a mí, bum. Fue como si se me apagara la cabeza. Un verdadero apagón fue aquello: y lo único que acertaba a pensar era que era maravilloso, maravilloso, maravilloso que Matteo Barilla me llamara por mi nombre.

Sí. ¡Y que me tuteara! También eso era maravilloso. ¿Qué más podré decirle a Pavarotti?

¿Que en ese verano todo había cambiado porque me había venido la regla y porque a Matteo le habían salido unos pelillos oscuros encima del labio? ¿Que Lidia me había metido en la cabeza que era necesario que te gustara alguien, porque si no, no eras normal, si es que ésa es la palabra adecuada para referirse a lo que está bien? ¿Que si las madres se mueren, y los padres faltan a su deber de padres, y los gatos desaparecen, y los amigos se pelean y las parejas se dejan, es de cajón que las chicas de catorce años se enamoren, porque si no, no se entiende qué motivo tendrían para participar en este juego?

No sé de verdad qué más podré decirle a Pavarotti.

Simplemente, la capacidad que tenía Matteo de estar sereno y tranquilo incluso cuando no había ninguna razón para ello, esa capacidad que siempre había hecho que lo considerara un poco estúpido, ahora hacía que me pareciera un ser superior: alguien que ha entendido que cuanto más observas la vida con preocupación, más angustia sientes.

Además, me había parecido de verdad mezquina la actitud de Matteo en lo que concernía a mi situación. Sí, porque él lo sabía todo, pero nunca había necesitado preguntarme abiertamente cómo me sentía al tener un padre desertor que quizá era precisamente el suyo.

Simplemente, ahora esa mezquindad me daba por considerarla tacto, delicadeza.

Simplemente.

Como cambia de color la piel cuando uno se pone moreno, y como encanece el cabello cuando uno se hace viejo. Ocurre una cosa: y, como consecuencia de ésa, ocurre otra. Nos enamoramos, y una persona se convierte en el centro del universo. Una persona se convierte en el centro del universo, y nos enamoramos.

Así. Simplemente.

Ahora que lo vuelvo a pensar esta noche, puedo distinguirlas perfectamente: había dos Mandorlas. Una que terminaba esa tarde, y otra, enamorada de Matteo, que empezaba esa misma tarde.

Hacía un montón de cosas absurdas esa segunda Mandorla.

Hacía la cuenta atrás de los días que faltaban para volver a clase, por ejemplo. Le suplicaba a Lidia que la ayudara a elegir una mochila y un par de zapatos que hicieran que, por fin, por fin, se sintiera igual que los ONME (¿que quién en concreto?, le preguntaba una y otra vez Lidia aquella tarde, para estar segura de no equivocarse. Igual que los Otros: que los de Mi Edad, en general, le contestaba la nueva Mandorla).

¿Qué le voy a hacer, abogado Pavarotti?

De verdad no creo haber tenido nunca nada en común, ni antes ni después de entonces, con la persona que resultaba ser yo.

Porque (¡simplemente!), aquellos días, una única y terrible pregunta aspiraba como un aspirador todos los demás pensamientos.

Esa pregunta se despertaba media hora antes que yo y no me abandonaba nunca.

Desde hace casi tres años ya no era: ¿quién es mi padre?

Sino que, de repente, se había convertido en: ¿qué estará haciendo en este momento Matteo Barilla?

Y mi oración, una vez que las clases decidieron reanudarse por fin, era del todo nueva, siempre la misma todas las noches de mi primer año en el instituto:

Oh, libro de álgebra,

hagamos un intercambio:

yo me convierto en ti

y por fin entiendo

todos esos números y esos signos

que

no me dicen nada de nada,

mientras que tú te conviertes en mí

y,

simplemente,

te acercas a Matteo Barilla

y le preguntas: «¿Estudiamos juntos?»,

pero lo haces bien,

con aire tranquilo,

con la cabeza un poco inclinada

hacia un lado,

con una sonrisa un poco zalamera,

dorada,

como diciéndole

olvida

que

dentro de mí, en lo más hondo de mí

siempre te he visto

perdido y desvalido

frente a
Mundoperro
,

olvida

que

me viste con gorro

en la piscina,

olvida

que para ti soy

como una hermana pequeña,

no es eso lo que quiero

de ti

esta mañana.

(Aunque claro, mi duda

es que si

ni siquiera tengo un padre

que confiese: «Soy yo»,

¿cómo voy a tenerte a ti?

¡Ni que yo formara parte de los ONME!

Y, además,

tú ahora sueñas con esa chica de Milán…)

Pero un signo menos más un signo menos

es igual a un signo más,

muy fácil para mí que soy un libro de álgebra,

pero, venga: eso lo puedes entender

tú también.

Vale, tenía sólo catorce años pero no era tonta perdida: y sabía perfectamente que si, con mi madre, en ese maldito antiguo lavadero del sexto piso, esa maldita tarde de marzo, hubiese estado el ingeniero Barilla, mi historia de amor con Matteo se habría enfrentado a un problema, y a uno más bien gordo.

Pero por el momento los problemas más bien gordos eran tantos que no podía engañarme y pensar que fuese ése el único obstáculo: por eso lo consideraba el último al que, quizá, algún día nos enfrentaríamos juntos.

Al atardecer, en una playa desierta de Santa Marinella o de Grecia, según el tiempo que hubiéramos tenido para llegar hasta dicha playa.

«Amor mío, no te preocupes», me diría Matteo, plantándome en los ojos sus ojos verdes, tan verdes.

«Pero los hermanos no pueden…», susurraría yo.

«Shhh. —Él me llevaría un dedo a los labios y me atraería hacia sí agarrándome por detrás, como hacía Lorenzo con Lidia algunas noches mágicas en que ninguno de los dos tenía ganas de discutir, y si uno hablaba el otro conseguía incluso escucharlo—. Shhh —repetiría él. Y luego diría—: Cuando dos personas se quieren como nos queremos nosotros, nada podrá separarlas nunca», afirmaría Matteo, mirando hacia el sol que, grande y naranja, justo en ese momento caería al agua, crepitando, como diciendo él también «shhh».

Pero faltaba tiempo aún antes de que llegáramos a esa playa y afrontáramos juntos la espinosa cuestión de nuestra posible relación de parentesco.

Ahora tenía muchas otras cosas en qué pensar, y debía hacerlo sola.

Por ejemplo en Eva Brandi que, aunque yo estaba segura de que había elegido matricularse en un instituto de humanidades, pues no, ahí estaba otra vez dando la vara: ahí estaba, en el instituto de ciencias, con Matteo y conmigo, en la misma clase.

Y aún había más: si yo había vuelto del verano con cuatro centímetros más, y Matteo con pelillos oscuros encima del labio, Eva Brandi parecía haber logrado lo que yo suplicaba en mis oraciones nocturnas: había hecho intercambio.

Pero en lugar de transformarse en un objeto, había seguido el proceso contrario: de un fideo alto y flaco como era, se había convertido en una chica.

Era suya esa sonrisa dorada que yo le pedía a mi libro de álgebra, antes de dormirme por las noches. Porque desde que había vuelto de vacaciones, Eva Brandi no hacía más que sonreír, sin saberlo. Sonreía con unos labios resplandecientes de brillo de labios con aroma a melocotón, y con todo lo demás: con el pelo, que hasta el año anterior siempre llevaba recogido en una mísera coleta o en una trenza y que ahora en cambio le caía suelto sobre los hombros, suave, fragante y largo, mientras que el mío parecía una planta trepadora de la que nadie cuidaba. Sonreía con esos ojos claros suyos, que siempre habían sido de un gris bastante soso, pero ahora lanzaban destellos y mandaban extrañas señales luminosas que parecían decir mírame, mírame, mírame. Pero, sobre todo, Eva Brandi sonreía con los tremendos pechos que le habían salido.

—¡Llevar una talla de copa tan grande es un rollo, Mandorla, qué suerte tú que puedes ir por ahí sin sujetador! —se quejaba de vez en cuando, porque ésa era otra novedad: Eva Brandi se había vuelto simpática. Hasta conmigo. Y cuando me confiaba su perplejidad, ante esas dos cosas enormes que habían estallado fuera de su cuerpo en un verano, no lo hacía como alguien que en realidad lo que quiere es atraer la atención sobre algo de sí mismo que finge odiar y que en verdad le encanta.

No: parecía sinceramente que para ella eso fuera un problema. Y era eso, creo, lo que los chicos de nuestra clase, y poco después los de todo el instituto, encontraban irresistible. La mezcla de timidez e irrefrenable feminidad, de estupidez pero también de infinita ternura que prometía la sonrisa de Eva Brandi.

Huelga decir que, con los nuevos pensamientos sobre Matteo que me llenaban la cabeza, la presencia constante de una chica como Eva Brandi me sacaba de quicio.

—Eres tú mil veces mejor que ella —me aseguraron Paolo y Michelangelo un día que vinieron a recogerme al instituto sólo para ver a esa chica de la que les hablaba a todos a todas horas, porque no conseguía revelarle a nadie el verdadero secreto titulado
Matteo
que ocupaba mi corazón—. ¿No te das cuenta, Mandorla, de lo impúdica que es la belleza de esa chica? Al cabo de un rato empalaga. Mientras que mujeres como la mujer en la que tú te convertirás no cansan nunca. Al contrario, suponen un continuo descubrimiento. Las que son como Eva Brandi lo mejor de sí mismas lo dan ahora: el resto de sus vidas no es sino una triste e inevitable nostalgia de lo que fue. Su destino no es más que un melancólico
wonderbra.

—¡Pero si no es más que una indecente! —Fue en cambio la opinión de Tina, absolutamente escandalizada al comprobar lo ceñidos que le quedaban a Eva Brandi los bodys ceñidos.

—Ya le gustaría a ella ser tan original como tú. —Caterina (que, sin querer, me estaba haciendo tristemente notar hasta qué punto no bastaban un par de zapatos y una mochila como los de todos los ONME para convertirme yo también, de una vez por todas, en una de ellos).

—No vale nada. Parece esa actriz tan sosa que sale en la segunda película de Muccino. —Esto lo dijo Samuele.

—Una chica de chicha y nabo para hombres tontos. —Este comentario fue de Lidia.

—Guapa sí que es —reconoció en cambio Lorenzo. Y quizá fuera precisamente su sinceridad lo que hizo que, entre todos, lo eligiera a él para confiarle mi tormento. Pensándolo bien ahora, fue algo de verdad absurdo que el ser humano más incapaz de vivir en el mundo real que he conocido en mi vida ese día me pareciera el más capaz de comprenderlo.

Porque para los demás vecinos ya se había convertido en una costumbre: «Lorenzo Ferri no es capaz de decir la verdad ni sobre el tiempo que hace», decían. O también, los más benévolos: «Ferri es un escritor, un intelectual, habla siguiendo un esquema de pensamiento que sólo entiende él y que a todos los demás nos resulta incomprensible.»

En mi opinión, ni unos ni otros entendían nada.

¡Porque Lorenzo no podía definirse exactamente como un mentiroso y porque ojalá hubiera seguido un esquema de pensamiento desconocido para todos nosotros pero evidente para él! Ojalá.

—Mira, Mandorla —me explicó un día Lidia—, los verdaderos mentirosos mantienen cierta relación con aquello que traicionan, no lo pierden de vista: lo tienen bien presente. Lorenzo, no. Desde el momento en que se hace intérprete de un hecho, ese hecho deja de existir incluso dentro de él. Quieres preguntarte dónde está la verdad: pero se ha perdido y ya está, porque, en su corazón, las cosas no se quedan dentro: desaparecen, por decirlo de alguna manera. Tú misma comprenderás que una vez que una cosa desaparece, es muy difícil saber qué era esa cosa en su origen.

Y quién sabe si, aparte del juicio imparcial con respecto a Eva Brandi, no fuera también la certeza de que Lorenzo no tardaría en olvidarse de nuestra charla lo que me convenció de querer sincerarme con él.

—Lorenzomeheenamorado —le dije de un tirón, sin respirar, cuando estábamos aún en su moto, camino de casa de vuelta del instituto.

—Me he enamorado —le repetí, una vez en casa, cuando nos tiramos sobre el sofá donde él hacía un poco de todo, desde leer hasta dormir, escribir, fumar, mirar el techo y dormir.

—Hay cosas que pasan, tarde o temprano: es un poco como el sarampión, no te puedes librar —comentó él, empezando a liarse el primero de la serie infinita de porros que habrían de acompañarlo aquella tarde y que, a diferencia de cuando era pequeña, ahora sabía perfectamente lo que eran.

—¿Y…? —Eso también lo sabía, a Lorenzo había que estimularlo a base de «¿y…?» para sacar algo bueno de él.

—Y ahora prepárate a tragar una buena cantidad de basura, mi querida Mandorla.

—¿Por qué, porque estás seguro de que Matteo Barilla nunca podrá corresponderme? —Pronunciar ese nombre incandescente me hizo ponerme colorada. Lo he dicho, oh, Dios mío, oh, Dios mío, oh, Dios mío, lo he dicho, pensaba. Pero Lorenzo ni se dio cuenta siquiera. Seguía liándose su porro, recuperando con el meñique hasta el pedacito más microscópico de hachís que se escapaba del papel. Le había revelado por fin a alguien quién era el chico imposible de mis sueños, y él a saber en lo que estaría pensando: a lo mejor ni siquiera me había oído. Sí, sí. Porque, casi siempre, Lorenzo andaba siempre absorto en algo que poco o nada tenía que ver con la persona que en ese momento diera la casualidad de que tuviera delante. Si mientras tanto hubiera estallado un terremoto, a lo mejor ni siquiera de eso se habría dado cuenta, a no ser que se hubiera abierto una vorágine que justo se hubiera tragado su sofá.

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