La luz en casa de los demás (14 page)

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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

BOOK: La luz en casa de los demás
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Llamémoslo Lars, como Lars von Trier, mi director de cine preferido —propuso él.

De modo que
:


Bienvenido, Lars… —susurra Samuele, nueve meses después, a su hijo.

A su hijo recién nacido.

A su hijo mientras duerme.

Sí, eso es. Así se titulará, decide.

Mi hijo mientras duerme:
la obra maestra de Samuele Grò. Un documental de veinticuatro horas de duración, para proyectar en un cine donde a los espectadores se les repartan unas cestitas con el almuerzo, la cena, un pequeño tentempié y un par de zapatillas de andar por casa desechables.

Basta tener paciencia, se dice: y empezar a rodar desde esta noche.

Sin prisa. Ya que, total, ahora que está Ella (la Idea), ese día llegará tarde o temprano.

Y será memorable. Lo recordarán todos como el día de la verdad. Del talento que por fin se expresa, sin importarle lo más mínimo qué es comercial y qué no. Del
duende,
para decirlo a lo García Lorca (a quien a Samuele le gusta citar a menudo). De la revancha de una concepción del tiempo dictada por la propia interioridad por encima de aquella prefabricada que ahora dicta el mercado. El mundo comprenderá que se halla ante un arte tanto más poderoso cuanto imposible de calificar según los cánones tradicionales y burgueses. Lo entenderán Lorenzo Ferri y la neurótica de su novia, si es que se la podía definir así (en lo de novia, porque neurótica no había duda de que lo era). Pero, sobre todo, piensa Samuele, mientras de la boquita de Lars empieza a salir un hilillo de baba tan espontáneamente armonioso que merecería ser filmado al instante: lo entenderá mamá. Es decir: la madre de su hijo. O, lo que es lo mismo: Cate.

• • •

Cerca de un año antes, Samuele había terminado de rodar su documental. De haber sido por él, habría seguido quién sabe cuánto tiempo más: pero mientras tanto, Lars, de recién nacido indefenso como era, había pasado a ser un ternerito rubio de cuatro años que, en plena secuencia de rodaje se despertaba y gritaba: «Hambre: ahora mismo», o: «Caca, ahora mismo», y lo estropeaba todo.

Por otra parte, en casa mandaba él: aquello que, expresamente o no, Lars deseara, expresamente o no se convertía en una orden que había que cumplir al pie de la letra.

—Sólo podía ser él, ¿entiendes, Mandorla? Sólo él podía darme la señal de que había llegado el momento de proceder —me explicaba Samuele mientras se afanaba en el montaje de las ciento seis horas y media de material filmado que tenía que condensar en veinticuatro, y al que consentía que yo echara un vistazo. Trabajaba sobre todo de noche, cuando nadie podía distraerlo, y, todas las mañanas, cuando me ayudaba a lavarme y a vestirme para después acompañarme al colegio antes de irse a su despacho, Cate me decía que no hiciera ruido, que el pobre Samuele necesitaba descansar.

Yo entonces no entendía qué había en las palabras de Cate que diera la vuelta al significado de las mismas: no sé si me explico. Había algo en ellas, no sé el qué, que transformaba el instinto de protección en rabia, la curiosidad por el talento del marido en pena profunda, el deseo de no molestarlo en la necesidad de que no la molestaran a ella, al menos por la mañana. Todo ello, estoy segura, quien menos lo entendía era ella misma. Pero yo de vez en cuando lo percibía, misterioso e indistinto, y era algo sobre lo que no me gustaba reflexionar demasiado, porque prefería concentrarme en la fuerza luminosa de Cate, en la manera que tenía de pedirme: «Ponte el cinturón de seguridad, Mandorla», y de hacerme sentir verdaderamente segura, como si mientras ella estuviera junto a mí, en ese coche, hubiera podido apostar a que, fuera cual fuera mi destino, lo habría alcanzado.

Tanto es así que, esas noches, oh, cinturón, yo rezaba:

Oh, cinturón,

hagamos un intercambio:

yo me convierto en ti y doy seguridad,

tú te conviertes en mí y la adquieres,

adquieres seguridad.

Vale: todos los demás niños

tienen madres y padres,

abuelos, hermanos y primos.

Tú, no.

Pero los mayores

que te rodean,

aunque tengan las vidas

llenas,

se entiende que

te quieren.

No como Cate y Samuele

quieren a Lars,

no con la misma intensidad:

pero ¿a ti qué más te da,

oh, cinturón?

Al fin y al cabo no eres yo: ¡intercambiemos

los papeles

precisamente por eso!

Con Samuele, en cambio, todo era distinto a como era con Cate. A él le tocaba venir a recogerme al colegio y, aunque nada más verme aparecer en el patio, se ponía a agitar los brazos como un loco y a gritar: «¡Estoy aquí!», yo no sentía el más mínimo alivio al distinguir su rostro entre todos los demás rostros de los seres queridos de mis compañeros.

No se trataba de afecto ni de nada por el estilo: esas cosas, tarde o temprano, las acabas sintiendo por quien sea que viva contigo, en cuanto superas el nivel de confianza necesario para llamar a la puerta del baño cuando está ocupado pero necesitas entrar tú. Se trataba del hecho de que, así como con Caterina el destino estaba asegurado, con Samuele hasta el recorrido en sí suponía un problema.

—¿Qué me dices, Mandorla? ¿Prefieres comer en casa o que nos tomemos un sándwich en un bar?

—Y si comemos en casa, ¿qué quieres que te prepare? ¿Carne o pescado?

—Pero si nos tomamos algo en un bar, ¿estás segura de que te basta con un sándwich?

—¿Quieres ir al bar que está enfrente del colegio, o al de la plaza?

No es que me disgustara poder decidir algo. Pero tener que decidirlo todo, a la larga, debilitaba en mí esa especie de músculo que, si está bien entrenado, te evita tener que hacer siempre todas las cosas decidiéndolas tú.

Con esto no quiero decir que pasar tiempo con Samuele fuera una condena, no: mañana quiero especificárselo a Pavarotti, mi abogado, aun a costa de que se ponga celoso porque a nadie le gusta que se hable bien del ex marido de la persona de la que uno está enamorado. Pero como el que se ha obsesionado con esta historia absurda de la Verdad es él, pues bien, le diré que la Verdad de los Hechos es que yo con Samuele me lo pasaba bien. O mejor dicho: ni siquiera con Matteo Barilla, que tenía sólo un mes más que yo, conseguía hacer cosas que, mientras duraban, me convencieran de que tenía de verdad mi edad (naturalmente me refiero a ese periodo: cuanto habría de ocurrir, o, mejor dicho, habría de no ocurrir, más adelante con Matteo Barilla es otra historia, una historia totalmente distinta).

Por ejemplo, de vez en cuando íbamos a dar de comer a los patos del estanque del Eur: Samuele, Lars y yo.

O hacíamos casitas con los bloques de construcciones, y luego Samuele convencía a Lars para que saltara encima y gritara: «¡La primera guerra mundial!», y después me tocaba a mí: «¡La segunda guerra mundial!»

Los domingos por la mañana íbamos al mercadillo de Porta Portese, pero nunca comprábamos nada.

Cuando Caterina tenía que trabajar hasta tarde y llamaba para decir que no vendría a cenar, Samuele compraba un tarro de medio kilo de Nutella, y el reto era para los tres: llegar a rascar el fondo. Sólo entonces podíamos dejar de comer, y quien mientras tanto hubiera vomitado, perdía un punto, quien hubiera vomitado dos veces, perdía dos puntos, y así. Luego bajábamos a arrojar el tarro a los contenedores de basura para que Cate no pudiera sospechar nada, y cocinábamos pasta con tomate que luego tirábamos por el váter, después de servirla de la sartén a los platos, que luego, metidos en el fregadero, parecían dar fe de una cena normal y sana.

De vez en cuando, en mitad de alguna de nuestras hazañas, Samuele sentía la necesidad de declarar: «Nosotros tres solos estamos mucho mejor.» Y se ponía a decir cosas como: «¿Te das cuenta, Mandorla, si no me hubieran copiado la idea de
Pretty Woman
, dónde estaría yo ahora? Por eso, cuando leo una entrevista con ese viejo imbécil de Clint Eastwood, por ejemplo, me dan ganas de romper el periódico. ¡Ése es un actor de películas del Oeste, no es un director de cine! Pero como es Clint Eastwood, le hacen ganar Oscars y todo. Es que es increíble, oye.»

Junio de 1975

La señora Grò empieza a preocuparse seriamente: al volver del colegio, su hijo no ha almorzado y se ha atrincherado en su habitación.


Mamá, déjame tranquilo —le ha dicho, antes de cerrar la puerta.

Pero ya es casi la hora de cenar: han pasado más de seis horas, no es posible que no tenga siquiera ganas de ir al baño, espero que no se encuentre mal, piensa la señora Grò. Y se decide a abrir la puerta de la habitación de su hijo, sin llamar.


Samuele, ¿estás bien?


No —le contesta él. Está tendido en la cama boca arriba, con la mirada catatónica fija en el techo.


¿Quieres hablar?


Mamá, hay poco que contar. La profe de mates ha corregido los exámenes en clase.


¿Y?


He sacado un tres.


Huy.


Espera, ¿quieres saberlo todo? He sacado un menos tres.

La señora Grò se sienta en la cama de su hijo. Está muy nerviosa, pero no quiere que se le note.


Sólo por curiosidad, Samuele: ¿al resto de la clase cómo le ha ido?


Si te lo digo te da un síncope, mamá.


Dímelo, cariño.


Sólo ha habido dos suspensos, contando el mío.

Esto es demasiado, piensa la señora Grò. Esto es de verdad demasiado. De acuerdo, su hijo será un poco indisciplinado, ¡pero desde el primer año esta profesora le ha cogido manía! Pero ya está bien, ya basta, para todo hay un límite.


Sólo por curiosidad, Samuele: ¿Alberto Castelvecchi cuánto ha sacado?


Siete y medio, mamá.


Ya ves tú…


Exactamente, mamá.

Si supiera dónde vive la profesora de matemáticas, la señora Grò no esperaría ni al día siguiente para ir a cantarle las cuarenta. ¿Qué pasa, que basta ser sobrino del director de un instituto, como ese Castelvecchi, para que lo aprueben a uno en su clase?, le diría: le dirá.


Mañana voy a hablar con tu profesora, Samuele.


¿De verdad, mamá?


Claro que sí. ¿Qué pasa, que basta ser sobrino del director del instituto para que lo aprueben a uno en tu clase?


Pues me parece que sí, mamá.

Y Samuele vuelve la cara a la pared: no quiere que su madre vea que se ha puesto a llorar, pero ella se da cuenta igual.


Vamos, Sami, no te vengas abajo. El mundo está lleno de injusticias, pero cuanto antes aprendas a reconocerlas, antes sabrás cómo hacerles frente.

• • •

Cuando terminó de montar el documental, Samuele pensó que el tema de la distribución en todas las salas de cine sería un mero trámite.

Aunque Cate parecía tener curiosidad por verlo, él se había mostrado categórico: no, tenía que esperar al día del estreno.

—Tú sólo piensa en comprarte un vestido precioso, Cate. Eres la mujer del director, serás el blanco de todas las miradas.

Pero pasaban los días y las semanas, y ninguna productora daba señales de querer ponerse en contacto con él.

—La culpa es de esas gilipolleces americanas que esta gente está acostumbrada a tratar y que le han destruido las neuronas y la capacidad de distinguir un producto que vale de uno que no vale una mierda.

—La culpa es de Lorenzo Ferri: seguro que conoce a alguien, dentro de ese mundillo, y puedes estar segura, Mandorla, de que si se trata de hablar bien de mí, ése preferiría mil veces cortarse la lengua antes que recomendarme.

—La culpa la tiene el hecho de que, hoy en día, la gente ya no sabe amar: y la poesía no busca secuaces, busca amantes, decía García Lorca.

—La culpa es del Ministerio de Cultura.

Cada día, mientras preparaba la papilla para Lars o nos llevaba a dar de comer a los patos, Samuele despotricaba contra alguien.

Hasta que un día ya no pude contenerme y tuve que preguntárselo:

—Pero ¿por qué necesitas una productora?

—¿Qué? —me contestó él.

—¿Por qué?

—Por qué ¿qué?

—Tú tienes una cámara de vídeo, ¿no?

Samuele se echó a reír, no sé si porque mi pregunta le había hecho gracia o si es que se reía de pura desesperación.

—Mira, Mandorla, es que no es tan fácil… Con mi cámara de vídeo puedo enseñaros el documental a Cate, a ti, a personas que ya me conocen: pero no es lo mismo enseñárselo a personas que pueden conocerme gracias al documental, ¿entiendes?

No, no lo entendía. Porque, si ése era el problema, ¿no podía resolverlo invitando a casa a las personas que no conocía? A Samuele empezaron a brillarle los ojos.

Han pasado muchos años: pero aún hoy, pensándolo otra vez en esta larga, larguísima noche, no sé si hice bien o hice mal dándole esa idea. Seguramente el abogado Pavarotti, una vez más por esos celos contra quien ha amado a quien uno mismo ama ahora, me diría que hice bien.

Pero cuando, en el antiguo lavadero del sexto piso, los únicos que se presentaron fueron los vecinos, yo ya empezaba a arrepentirme. Y a rezar bajito, para que nadie se diera cuenta: oh, documental.

Oh, documental,

hagamos un intercambio:

yo me convierto en ti y dejo que me vean

todos,

y tú te conviertes en mí

y te escondes, te refugias

de todos,

o bien porque presientes que podría

ocurrir

algo malo

dentro de poco,

o bien porque dentro de ti no sabes

si a Samuele se le da bien

o no

hacer lo que hace,

pero te gusta pensar que sí,

que es el mejor que hay,

que es mejor que el que inventó los videojuegos,

la Nutella o el té,

y no te gusta pensar así

porque eres bueno,

oh, documental que te pones en mi lugar,

sino porque

si le deseas buena suerte

a otra persona

a lo mejor allí arriba, en la Luna,

tu padre razona así:

«¡Pero qué niña más buena!

Me gustaría que estuviera conmigo.»

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