Si
Mundoperro
hubiese querido hacerme daño, ahora habría encontrado la horma de su zapato sucio y raído de heroinómano. Palomo no se lo habría permitido nunca. Nunca jamás.
Mi Gran y Posible Amor siempre decía las cosas a la cara: ya se tratara de la mujer de su padre o de Matteo Barilla, siempre exigía respeto. Y si no lo obtenía, se podía poner muy, pero que muy nervioso.
Me lo había dado a entender enseguida, cuando aquel primer día de clase le había contestado que no a la profesora que le ordenaba «siéntate ahí».
Me lo confirmaba todos los días.
—Yo no le toco los cojones a nadie, pero a mí tampoco me los tiene que tocar nadie —repetía sin parar.
De modo que estar con alguien como él garantizaba automáticamente que a mí tampoco me tenía que tocar nadie los cojones:
Mundoperro
lo habría intuido. Yo estaba al mismo nivel que él. Por fin habríamos podido enfrentarnos de igual a igual.
O incluso, pensándolo bien, Palomo era mucho más joven que él. Igual de cabreado, y más joven. Y, por lo tanto, más rápido, más ágil, más capaz de meterse por una alcantarilla para escapar corriendo, de ser necesario. En resumen: más peligroso también.
Sin olvidar que, si
Mundoperro
tenía de su parte una inteligencia increíble y dos cómplices astutos como
Piolín
y
Bandana,
Palomo tenía de la suya la capacidad de encender un
flipper
roto y la solidaridad del dueño del pub en el que trabajaba por las noches.
Me hablaba siempre de ese tipo.
—El Jefe es la mejor persona del mundo: gracias a él nos iremos tú y yo a Ciudad de México —gruñía, y me entregaba un montón de dinero envuelto en papel de aluminio, que me pedía que no abriera y que escondiera en un lugar seguro. Yo lo había pensado mucho antes de decidir qué lugar sería ése. Entre sí competían el cajón donde guardaba la ropa interior y un baúl en el que la señora Barilla conservaba las muñecas de Giulia cuando era pequeña. Ganó el baúl: Pragash, el filipino de los Barilla, a menudo se confundía cuando hacía la colada y guardaba los calcetines donde las camisetas, y las camisetas donde las bragas. Ello obligaba a la señora Barilla a intervenir y a meter la nariz y las manos donde ahora era obvio que más valía no esconder nada.
Las muñecas viejas en cambio eran una garantía: no las tocaba nadie.
«Mira que yo confío en ti, ¿eh?», me recordaba mi Gran y Posible Amor.
Y yo pensaba que hacía bien.
Porque en el amor la confianza lo es todo.
Carmela Barilla esperaba que el segundo embarazo le causara menos problemas que el primero. Pero no fue así: ahí estaban de nuevo las náuseas matutinas, y otra vez tenía que aguantar el cansancio de los turnos en el hospital. Y encima tenía que ocuparse de la pequeña y traviesa Giulia. Desde que habían contratado a Pragash, iba todo mejor, desde luego, pero Carmela no era la clase de mujer que puede delegar algo en alguien sin estar vigilando ese algo y a ese alguien.
Y además hay cosas de las que sólo puede ocuparse ella, personalmente. Como el cambio de estación del armario de Cesare: sólo Carmela conoce el secreto que distingue las camisas del trabajo de las de sport, sólo Carmela conoce el orden en que se deben amontonar los jerséis, enrollar los calcetines y alinear las corbatas. Los ha inventado ella, el secreto y el orden: es su tesorera.
Respira hondo, como le ha enseñado el ginecólogo para combatir las náuseas, mientras dobla un par de pantalones que desde luego Cesare no podrá ponerse antes de que vuelva la primavera. Entonces, del bolsillo de esos pantalones, cae una notita. Carmela la desdobla y está a punto de leerla, pero luego la rompe. Sigue respirando hondo. Pasa a ordenar las camisetas de algodón. Las camisas. Los pañuelos.
Si en vez de romper la notita la hubiera leído, habría visto que pone: «Gracias por lo de ayer. Estuvo fantástico, sólo tú sabes hacerme gozar así.» Pero Carmela no necesita descubrir nada, porque ya lo sabe todo. Sabe que Cesare es así. Que su trabajo lo lleva a conocer mujeres fascinantes, mujeres que se ríen con conocimiento de causa, mujeres que saben cómo es el mundo. Pero también sabe que Cesare no la dejaría por ninguna de esas mujeres. Porque él con ésas no la traiciona: sólo se divierte. Su hogar soy sólo yo, se dice Carmela. Su hogar son los secretos que compartimos, nuestras costumbres felices, Giulia, el niño que va a nacer. Cesare siempre volverá a mí. Que vaya donde quiera y, por favor (¡por favor!) que no se le ocurra nunca pedirme permiso: total, volverá.
Además, razona Carmela, me he casado con el hombre más carismático de mi pueblo. Me he casado con un hombre que ahora es el orgullo de ese pueblo. Un hombre lleno de vida, lleno de fuerza, como dice siempre mi hermano Peppe, con los ojos brillantes de orgullo. Y la vitalidad y la fuerza que ha empleado para llegar donde ha llegado, la vitalidad y la fuerza con que se dedica a Giulia, con la que resuelve cualquiera de los contratiempos que se me presentan, ¿cómo podrían marchitarse en contacto con el resto del mundo? Un hombre como Cesare no sería como Cesare si pudiera contentarse con alguien como yo. Es más, piensa a menudo: hasta les estoy agradecida a esas mujeres. Que lo mimen bien y no me obliguen a mí a tener que hacerlo yo: ¿acaso es culpa mía que no me haya gustado nunca hacer ciertas cosas? Menos mal que cuando estoy embarazada puedo considerarme del todo exonerada. Menos mal, se repite. Y corre al cuarto de baño a vomitar. Una lágrima resbala hasta su boca, pero se mezcla con los jugos gástricos, enseguida, antes de poder jurar que fuera de verdad.
• • •
Antes del verano, cuando todo empezaba ya a ir mal pero yo todavía no lo sabía, de un día para otro volvió Giulia Barilla.
O mejor dicho: supe que era Giulia Barilla por cómo la recibieron sus padres y Matteo. Porque si me la hubiera encontrado por la calle no la habría reconocido en la vida.
Antes de nada porque fue muy decidida a abrazarme, con cariño, en lugar de llamarme «niña de mierda».
Y también porque todo rastro de maquillaje vulgar, de piercings o de tinte fosforito para el pelo parecía habérsele caído de encima, como caen los frutos maduros de un árbol.
Iba vestida como un hombre: con chaqueta, pantalones, corbata y hasta un bombín negro. Y aun así parecía más que nunca una chica. O no, mejor dicho no: Eva Brandi era una chica; Giulia Barilla era una mujer. Sí, decididamente una mujer.
Hacía meses que yo me había sumido en mi chándal naranja, y que los ONME ya no tenían la capacidad de hacerme sentir que era de imitación, porque estaba Palomo, vestido como yo, que hacía que me sintiera auténtica.
Pero, de repente, ese chándal me pareció un saco sin forma comparado con el nuevo uniforme mágico de Giulia Barilla. Porque era de verdad suyo lo que llevaba, no sé si me explico. Se veía a la legua que Giulia no le había copiado a nadie la manera de ponerse el bombín sobre la frente o de combinarlo con esa chaqueta y esos pantalones: lo había elegido todo ella, prenda a prenda, y lo había combinado.
También cómo se expresaba, delicada como el sonido de una flauta encantada, pasándose una y otra vez la mano por el cabello, oscuro y brillante, con un corte de pelo de casco: todo en ella emanaba elegancia y consciencia de sí misma.
—Perdonadme si no os he avisado, pero lo he decidido hoy mismo. Las clases han terminado un mes antes de lo esperado, y me he dicho: ¿para qué esperar a que vengan ellos a verme en julio? ¡Voy yo!
—Claro, claro, has hecho bien —repetía la señora Barilla, exultante de felicidad pero sobre todo ansiosa, como de costumbre, por que no le faltara nada a nadie y muy atareada con la cama supletoria que había que instalar en la habitación de Giulia, con la maleta de Giulia que vaciar y con la ropa de Giulia que meter en la lavadora.
El ingeniero Barilla, en cambio, mientras miraba a su hija durante la cena, mientras la escuchaba contar sus proyectos, intercalando aquí y allá alguna palabra en inglés, parecía simplemente un hombre feliz. Si hasta yo, pensaba, he conseguido enfadarlo tanto con la historia de Palomo, cómo lo habrá enfadado Giulia, su primogénita adorada, con esa adolescencia rebelde y llena de piercings: y en cambio ahí está ahora su hija: una deliciosa mujercita de veintitrés años, refinada y original, segura de sí misma y con curiosidad por el mundo. Porque después de entretenernos con sus anécdotas londinenses y sus consideraciones apasionadas e inteligentes, Giulia empezó a dispararnos un montón de preguntas a todos.
—¿Y tú, Mandorla? —preguntó, cuando llegó mi turno—. ¿Tienes
news
que contarme?
Durante un instante sólo se oyó el ruido de los tenedores y los cuchillos chocando contra los platos. Y acto seguido:
—¡No sabes qué buenas nius las de Mandorla! —saltó Matteo, pensando que resultaría gracioso, me imagino.
Oh, corazón
de Palomo
hagamos un intercambio:
así yo sé qué sentiste
ese día
y tú sabes
qué sentí yo.
¿He hecho el amor con Palomo Carnevale?, podría preguntarme dentro de poco el abogado Pavarotti.
Yo no tendré más remedio que contestarle que no. No creo que ni a Pavarotti ni al fiscal pueda interesarles que una vez, sin embargo, estuvimos muy cerca de hacerlo.
Pero, en lo que a mí respecta, ese día no podré olvidarlo jamás.
A pesar de lo que ocurriría luego, a pesar de esta noche que, pese a que ya es por la mañana, sigue siendo oscura, a pesar de las mentiras, a pesar de la Verdad.
Llovía, pero como llueve en junio. Vagabundeábamos, como de costumbre, entre los tiovivos del parque de atracciones abandonado.
En los últimos tiempos no conseguíamos vernos mucho y cuando lo hacíamos, era siempre con prisa. Palomo parecía más ocupado que el ingeniero Barilla, entre el bar de su padre y el pub, por lo que pasaba a recogerme sólo una vez a la semana. Me entregaba el dinero, yo le contaba algo, él gruñía un poco y luego se marchaba. A veces ni nos besábamos siquiera.
Mientras tanto, estaban a punto de llegar otra vez las vacaciones. Este año me esperaba Irlanda, donde los señores Barilla querían mandarme a estudiar a toda costa, para que mejorara mi inglés.
Por eso, la noche anterior le mandé un sms a Palomo donde le decía: «¿Pasamos un rato tú y yo solos?»
«Vale», me contestó él.
Y ahora ahí estábamos: él y yo, solos.
—¿Qué tal va todo? —le pregunté, mientras el cielo empezaba a oscurecerse, y las primeras gotas caían sobre su cabeza lisa, sobre mi pelo largo por delante y corto por detrás, y sobre nuestros chándales naranja.
—Muy bien —gruñó él.
—¿Es decir? —insistí yo.
—Es decir que en cuanto termine el puto verano, me largo a Ciudad de México.
—¿No teníamos que marcharnos juntos?
—Claro. Pues claro que sí.
Evidentemente, pensé yo, lo da tan por hecho que no pierde tiempo en mencionarlo siquiera.
La lluvia arreciaba.
—Te estás mojando —observó él.
—Tú también.
Nos refugiamos en el primer vagón de un trenecito en forma de dragón gigante.
—Mola aquí dentro —gruñó él.
—Sí, mola un montón —traté de susurrar yo, con la voz que imaginaba debía de tener una chica justo antes de su Primera Vez.
Porque fue allí y entonces cuando decidí: ahora o nunca. Quiero hacerlo y tengo que hacerlo contigo, Palomo. Porque has sido el primero en besarme, y ahora quiero que seas el primero en lo otro también. Porque estoy rodeada de gente que está muy ocupada en decir lo que piensa, en sostener opiniones, en defender teorías, pero en cambio tú no: tú eres distinto a todos. Te la suda, dices. Y es verdad. A ti te basta con que nadie te toque los cojones, y mientras otros se afanan en sueños miniatura y quieren aprobar el curso, que les paguen su sueldo, que los correspondan en el amor y en el aprecio, tú sueñas a lo grande, sueñas con México. Cuando nos besamos no siento escalofríos por la espalda, desde el cuello hasta el trasero, como me pasa cuando le toco el brazo a Matteo: y también por eso quiero hacer el amor contigo, Palomo. Porque sin escalofríos será todo más fácil y más como tiene que ser. No me juzgarás cuando, al quitarme las bragas, veas que son de algodón blanco. No me juzgarás en absoluto aunque cuando estemos en lo mejor no sepa cómo poner las piernas. Porque tú eres así. Tú no juzgas a nadie. Odias a la nueva mujer de tu padre, pero ésa es otra historia. Una historia que se parece a la mía, mira tú por dónde. Y es exactamente por eso, sobre todo por eso, por lo que tiene que ser justo ahora, justo aquí y justo contigo mi Primera Vez. Porque nosotros somos iguales, Palomo: tenemos demasiados padres, y aun así estamos solos. Tan solos que nosotros dos tenemos que querernos, no hay más remedio. No podemos hacernos daño: eso ya nos lo han hecho los demás. Tu madre cuando se quedó en México, tu padre cuando se volvió a casar, mi padre porque no tengo padre, y mi madre porque ya no está. Todos ellos juntos porque, aunque no eran capaces, decidieron convertirse en padres. Tampoco es que lo hicieran aposta, lo de hacernos daño, eso lo sé. Pero lo importante es que ahora no nos lo hagamos nosotros, ¿no? Tú no me harás daño, Palomo, ¿verdad? Entrarás dentro de mí despacito, despacito, despacito, y me darás muchísimos besos en los ojos. Sé que será así. Porque tú no necesitas gruñirme que me quieres. Me quieres, y ya está. La pintada roja me lo recuerda todos los días, cuando paso por el portal. Eres mi Gran y Posible Amor. El único capaz de protegerme de
Mundoperro.
Nos quedamos un rato callados, abrazados en la cabeza del dragón, uno al lado del otro, escuchando la lluvia caer.
De repente y sin pensar, porque si no nunca me habría atrevido, le pregunté:
—¿Hacemos el amor?
—Sí —gruñó él.
Pero ninguno de los dos se movía de donde estaba. Entonces, alentada por lo que había decidido, por lo que me había contado Eva Brandi, por el latido líquido de Lidia y Lorenzo, por lo que tantos años antes había visto en el segundo piso, en la habitación de Samuele y Cate, donde sin embargo en el lugar de Cate había encontrado a Giulia Barilla, me quité la camiseta, y después también las zapatillas de deporte fucsia, los calcetines, los pantalones de chándal y el sujetador. Ya sólo llevaba puestas mis braguitas blancas de algodón.