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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (25 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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Pero bueno.

La puerta del helicóptero acaba de abrirse sobre el vacío. ¿Y si no se despliega el paracaídas? Lidia, pero ¿quién te manda a ti…?, me ha dicho mi madre esta mañana. A mi padre en cambio se lo contaré sólo a toro pasado, porque si no le da un síncope. Cuando le pregunté a mi madre ¿por qué os dejasteis?, ella me contestó: tu padre es una persona maravillosa, un hombre excepcional, pero si el amor se va, no hay manera de recuperarlo. Y se puso a cortar un tomate a velocidad de vértigo.

En efecto es un hombre excepcional mi padre: si mi madre le decía en plena noche me apetece una pizza, nos metía a las dos en el coche y se iba a buscar una pizzería abierta (entonces mi madre le decía estás loco, y le daba un beso entre el cuello y la oreja). Mi padre es una persona que no puede ver películas demasiado tristes porque luego se queda hecho polvo durante una semana entera. Así que si le llego a anunciar esta mañana que iba a tirarme con paracaídas le hubiera dado un síncope.

Pero bueno.

Ya está.

Me toca a mí.

Me arrodillo en la puerta del helicóptero y rezo a las nubes pidiéndoles que no me traicionen.

Y sí.

Lo hago.

Me lanzo.

El aire está helado. Es mío. Todo el mundo es mío, y por fin, durante un instante (ese instante: éste exactamente, antes de convertirse en ése), la oigo.

¡De modo que sí que tienes voz! Lo sabía. Sabía que si te esforzabas, si me esforzaba, al final conseguirías decirme algo y hacerme callar para que te escuche.

Sabía que lo conseguirías.

Porque quizá sólo lo inaferrable nos aferra, sólo lo inaferrable nos aferra, sólo lo inaf.

Una bofetada tan grande como Dios: el paracaídas se abre.

La tierra se descubre de nuevo posible.

Ahora sé, exactamente, que no me haré pedazos.

Sobreviviré.

(Este instante se ha convertido en ése.)

Y.

Y ya empiezo a aburrirme un poco.

Porque de nuevo me tapona los oídos.

El vacío, y ese silencio asqueroso que produce.

Qué coñazo.

Cuatro minutos duran muchísimo, si tienes la manera de contar los segundos y de pensar cosas como: es verdad que son minúsculas las casas vistas desde aquí arriba, y es un poco absurdo que el dolor pueda parecer enorme, estando uno dentro de él.

Rodillas al pecho y brazos arriba, por fin estoy a punto de aterrizar.

¿Y mañana, lo vuelvo a hacer?

Sí, bueno, vale.

Pero con un paracaídas más estrecho, así complico las cosas.

Si no me duermo en pleno cielo de puro aburrimiento.

De todas maneras tendré que inventarme otra cosa cuanto antes.

A lo mejor lo intento con el de tercero B, ese que está siempre solo y nunca habla con nadie: podría invitarlo a la fiesta, aunque entonces sean mil y uno.

Aterrizo.

Dos tíos vestidos con el mono del centro de paracaidismo aplauden.

¡Muy bien, Lidia!

¡Bravo!

Choca esos cinco.

Pero qué tía, qué bien lo has hecho.

He fracasado.

He fracasado de nuevo.

Pero tarde o temprano lo conseguiré.

Tengo que conseguirlo.

Lo encontraré.

El remedio adecuado para poner en
stand-by
esta cosa que tengo dentro y que nunca deja de pedirme «más», nunca nunca nunca nunca.

• • •

Como iba diciendo.

El último verano que pasé con Paolo y Michelangelo, en una isla griega azul y lejanísima, sucedió el milagro: por fin crecí unos cuantos centímetros.

No se puede decir que fuera tan alta como Eva Brandi o como los ONME, eso no. Pero si antes no llegaba al buzón ni poniéndome de puntillas, ahora en cambio sí. Ahora llegaba.

Además, unos días antes de mudarme del tercer al cuarto piso, también me vino la regla por primera vez.

Tina lo llamaba el río rojo, Lidia, la feminidad, Michelangelo y Paolo, tus cosas: en lo que a mí respecta, era una pesadez, y prefería pensar en ello lo menos posible.

Más cosas.

Mundoperro
seguía atormentándome, y, para ser sincera, la situación no sólo no había mejorado sino que había empeorado desde que una mañana, en Grecia, una noticia sacudió a la isla entera: durante una fiesta en la playa, una chica había sido violada por su novio entre las rocas. ¿Y qué tiene que ver eso?, podría preguntarme mañana Pavarotti, el abogado. Tiene que ver, y tanto que tiene que ver: porque a Paolo y a Michelangelo les pareció que fuera un derecho sagrado mío que me informaran de lo que significaba exactamente la palabra violación, dado que, desde que me había venido la regla, todos me repetían que ahora ya podía considerarme una señorita: está claro, ¿no? También
Mundoperro
se daría cuenta de que había crecido. Así, además de arrancarme los pendientes de las orejas, también me violaría, tal vez entre los arbustos del parque donde llevaba a
Efexor
a hacer sus necesidades.

Más cosas.

Giulia Barilla había dejado la universidad y se había marchado a Londres para matricularse allí en una escuela de diseño, muy prestigiosa según decía todo el mundo.

Samuele había vuelto temporalmente —se empeñaba en subrayar él— a vivir con sus padres. Tres mañanas a la semana venía a recoger a Lars, pasaba el día con él y luego lo traía de vuelta a la hora de cenar.

—¿Sabes lo que pasa, Mandorla? Pues que llego tarde, tengo que irme pitando a poner al día Duende —me decía cuando pasaba a saludarme, y era obvio que sólo esperaba que yo le pidiera: ¿me llevas a tomar una pizza, Samuele? O ¿me acompañas a sacar a pasear a
Efexor
, que si voy al parque sola tengo miedo de
Mundoperro?

No siempre podía contentarlo, pero al menos una vez a la semana encontraba la manera de pasar una tarde con él.

—¿Sabes, Mandorla?, llevar un blog no es moco de pavo —suspiraba mientras íbamos hacia la pizzería—. Si además eliges llamarlo Duende, peor todavía. El «duende» es el espíritu misterioso que anima a los bailarines de flamenco, te lo he explicado ya muchas veces, ¿no? Según García Lorca, es el espíritu que anima el arte en general. Tú misma entenderás que puedo permitirme mostrarme irónico en los
posts
de mi blog (no me mires así, Mandorla, anda, no te quedes rezagada en estas cosas, pero ¿es que no te enseña nada Ferri, el del cuarto?
Posts
, sí, se llaman
«posts»
las entradas que se hacen en un blog), ¿qué te estaba yo diciendo? Ah, sí, que puedo permitirme bromear en mis
posts
, pero sólo hasta cierto punto.

Entonces se ponía a contarme la última discusión que había estallado en Duende, y ya se tratara de Anónimo77, que le tenía manía porque no estaban de acuerdo sobre si los últimos Oscar habían sido merecidos o no, o de Celuloide72, que consideraba un impostor a Lars Von Trier y a toda la vanguardia danesa; yo de verdad de verdad no lograba entender por qué esa gente se cabreaba tanto. ¿Te gusta una película? Me alegro por ti, pensaba yo: ¿por qué discutir con quien la odia? ¿Que no te gusta una película? Pues nada, son cosas que pasan, la próxima vez que vayas al cine tendrás más suerte. Pero ¿por qué tomarse la molestia de encender un ordenador, teclear duende.com y ponerte ahí a dar con pelos y señales todas las razones por las que te ha parecido una birria la peli en cuestión?

—Pon que un cineasta esté navegando por la red, dé por casualidad con tu blog, lea todos esos reproches a su película y se enfade, ¿qué pasaría entonces? —me limitaba a preguntarle: prefería callarme todas las demás cosas que no entendía, ya fuera porque dentro de mí le tenía cariño a ese blog que le hacía de canguro a Samuele ahora que, más que nunca, necesitaba que alguien se ocupara de él, o porque temía que al día siguiente apareciera un enorme
post
que dijera algo así como: «Mandorla, de la calle Grotta Perfetta 315, no está de acuerdo con Duende: hablemos de ello», y yo no tenía la más mínima gana de hablar de ello.

—¡Mandorla, pero qué tonterías dices! —se exaltaba él—. Si un cineasta se disgusta a lo mejor eso le da la oportunidad de reflexionar sobre sus errores. Y además, perdona que te diga, pero no me dan pena algunos caraduras que, por ignorancia, la gente manipulada por el sistema llama artistas. Como Gabriele Muccino, por ejemplo…

Y entonces Samuele podía tirarse hasta el postre hablando solo: el hecho de que Gabriele Muccino, que a fin de cuentas era casi contemporáneo suyo, italiano como él, de su misma ciudad incluso, hubiera rodado una película de producción estadounidense, que esa película en Estados Unidos hubiera cosechado críticas entusiastas y recaudado millones, y que en ella trabajara un actor como Will Smith… le parecía demasiado.

Samuele ni siquiera había necesitado ver
La búsqueda de la felicidad
para saber a ciencia cierta lo que era: basura envuelta en papel de regalo.

Un éxito evidentemente tan ajeno al verdadero talento del cineasta, el triunfo de tantas cosas equivocadas todas juntas, que en lugar de despotricar de esa película, en mi opinión Samuele debería haberle hecho un monumento a la ocasión maravillosa que le ofrecía Muccino: la de poder tomarla con él en lugar de con el fin de su matrimonio y, por lo tanto, bien considerado, consigo mismo.

Porque si la teoría de Lidia era verdad, y si uno cuando se enamora en el fondo confía en el título de esa película con Will Smith, estaba claro que Cate ya no tenía la más mínima gana de buscar la felicidad con Samuele.

Y mientras él (convencido de que era sólo cuestión de tiempo que un buen día su mujer le dijera, anda, basta ya de tonterías, Lars te necesita, y yo también: vuelve a casa, te perdono, te quiero) estudiaba el diseño de su blog, mientras discutía animadamente de la Maria Antonieta de Sofia Coppola con NaranjaMecánica84, esperando en lo más profundo de sí mismo que detrás de ese
nick
se escondiese Giulia Barilla, Cate, con la misma determinación con la que había decidido casarse con él, había decidido ahora eliminarlo de su vida.

Pero esto ¿quién lo sabe ya mejor que Pavarotti, el abogado? Desde luego no necesita que se lo cuente yo, mañana por la mañana, que le cuente lo que estaba pasando en el segundo piso.

Porque fue precisamente entonces, en ese periodo, cuando empezamos a ver a Pavarotti a menudo por allí.

—Me alegro tanto por Cate —suspiraba Lidia—. ¿Has visto que ayer el abogado llevó a Lars al pediatra? Es un verdadero macho alfa, ese tío, está claro. Uno que, cuando se enamora de una mujer, le dice: tranquila, de ahora en adelante yo me ocupo de todo. Naturalmente, Caterina, como mujer independiente que es, antes de encontrar el valor de abandonarse a alguien ha tenido que experimentar la relación con un inútil total, un tío con sangre de horchata como es Grò: el macho omega, en su inadecuación estructural, aparentemente puede dar seguridad. Pero, lo quieras o no, está destinado a decepcionarte, de manera inevitable: y es precisamente esa decepción lo que te hará sentir por fin preparada y digna de tener a tu lado a alguien que te proteja, en lugar de alguien a quien proteger tú.

—Pero ¡¿qué macho alfa ni qué ocho cuartos, Lidia, por favor?! Esos tíos se llaman tiburones mierda: Pavarotti, ¿se apellida así, no? Tiburón mierda. Un ejemplar puro: cuando la nave mercante de una pareja está en crisis, porque en el maremagno de las relaciones interpersonales está descargando momentáneamente mierda, ese tiburón huele la situación, y ¡zas!, se acerca a la nave y se nutre de la mierda para sus turbios fines. A todos se les da muy bien tirarse a una mujer insatisfecha. Qué pena que no tengan en cuenta que incluso en el interior de una tan íntegra como Cate Grò se esconde una señora Bovary, y que la insatisfacción de las mujeres tiene poco o nada que ver con el pobre desgraciado que las ha decepcionado en un momento dado. Lo más bonito de todo es que también el destino del tiburón mierda es el de transformarse en un pobre desgraciado. Entonces sí que quiero ver si a ese tal Pavarotti le bastará con llevar a Lars al pediatra para hacer las cosas bien —replicaba Lorenzo que, como de costumbre, se defendía a sí mismo de enemigos invisibles para todos menos para él, pero que, en ese caso concreto, sin darse cuenta estaba defendiendo a Samuele, que sí que se consideraba su verdadero enemigo.

En lo que a Cate respectaba, naturalmente, no dejaba que nadie viera lo que pensaba.

—Samuele no me ha hecho nada encaprichándose de esa chica —le oí afirmarle a Tina una mañana en el portal, racional y cálida como sólo ella sabía ser a un tiempo—. Lo que ha hecho sobre todo ha sido darme información sobre sí mismo.

Y Tina, por supuesto, decía que sí con la cabeza. Se estaba haciendo vieja, la pobre Tina: pero aunque ella no hiciera más que repetírmelo, yo no lo creía. O mejor dicho: el tiempo, a mis ojos, pasaba por los rostros, se colaba por los cuellos de las camisas, en las sonrisas de todos los vecinos, pero a ella ni la rozaba siquiera. Tenía ya tanto tiempo encima, cuando la conocí, que desde entonces el que pasara por añadidura apenas se notaba ya: ella era Tina. Punto. Y cuando el gato
Naranja
no se dejó ver más, y ella me advertía de que me preparara porque seguramente después le tocaría a ella, yo no quería escucharla siquiera. Como tampoco quería escucharla Gianpietro que, mientras tanto, había sido ascendido a responsable de una sección entera de Pizza Pane e Fichi, para gran orgullo mío.

Más cosas.

Durante todo el verano había seguido viendo a mi padre por todas partes. Ya no me limitaba al edificio de la calle Grotta Perfetta: veía a mis padres en la playa, los buscaba en los padres de los demás, en el arquitecto griego que les había alquilado la casa a Paolo y a Michelangelo, en los turistas españoles, franceses y australianos. Imaginaba cómo habría sido mi vida de haber sido la hija de uno de ellos, y todas esas vidas, sin excluir ninguna, me parecía que despedían un luminoso fulgor, tanto más imposible cuanto más perfecto y adecuado era para mí.

Hasta que llegó septiembre.

BOOK: La luz en casa de los demás
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