—Cansado ¿de qué? ¿De no hacer nada? ¿De que lo sirva, yo que no sólo hago realidad todos sus deseos sino que además trato incluso de anticiparme a ellos?
Nada, yo seguía sin entender. Sobre todo me preguntaba cómo podía seguir durmiendo Michelangelo pese a que Paolo, con cada palabra, iba alzando peligrosamente el tono de voz.
—Venga, Mandorla, no digas tonterías. ¿Cansado, Michelangelo? ¡Pero si hace más de diez años que cuando se levanta por las mañanas se encuentra un cruasán caliente y un zumo de naranja recién exprimido para desayunar! Ni a la pobre Diana la veneraban así sus camareras. ¿Y quién es el gilipollas que antes de ir a trabajar corre a la panadería y a la frutería?
Esta última pregunta Paolo la hizo gritando. Pero Michelangelo seguía durmiendo, inmóvil en la misma postura.
—Eh, Mandorla, ¿me quieres decir quién es ese gilipollas?
Me daba cosa contestarle eres tú ese gilipollas, pero me lo estaba pidiendo él mismo. Al menos así se tranquilizará, esperaba yo.
Así que se lo dije:
—Tú.
¿Y qué hizo él entonces? Cogió un cojín del sofá (uno con forma de pez) y lo lanzó a la televisión. Como si fuese lo más natural del mundo preparar cisnes de cartulina, tomar una cena japonesa, reírse porque no sabe utilizar los palillos en lugar de cubiertos, gritar y estar a punto de romper la tele. Y todo eso en una sola noche. Me enfadé muchísimo con Paolo en ese momento. No sólo porque no se pierden los papeles así, sin avisar, sino porque pensé: ¡tú no! Vale que Tina hable sola por las noches, que Samuele ame (o se acueste o se folle, tanto da) a Giulia Barilla, que nadie quiera que sepa quién es mi padre, ni tampoco él quiera saber que lo es, que Cate no se dé cuenta de que Samuele ama (o se acuesta o se folla) a Giulia Barilla. Pero Paolo: ¡tú no, tú eres fuerte, estás seguro de ti y de lo que haces, sabes que no eres mi padre y me lo dices a las claras porque tú no tienes nada que esconder; sabes preparar rollitos de arroz como los hacen en Japón, sabes evitar que se formen grumos en la crema, no eres el típico caprichoso que lanza cojines contra las cosas! En general, los niños como Lars Grò son caprichosos y lanzan cojines contra las cosas, pero los adultos, no. Los adultos consuelan a los niños caprichosos. Están ahí para eso. Sobre todo si llevan chaqueta, corbata y perilla, una perilla perfectamente cortada como la tuya, Paolo. ¿Es que acaso te basta con ponerte un kimono para olvidar quién eres?
—No te pongas así… —intenté hacerle entrar en razón y dominar la rabia que se iba adueñando de mí—. Que Michelangelo se haya dormido no quiere decir que no le haya gustado la cena… —Pero nada, Paolo erre que erre, venga a lanzar cojines por los aires y contra las paredes. Y mientras, el otro, ¿qué hacía? Dormir: con más insistencia todavía, si es que eso era posible.
—Anda, Paolo, para —decía yo. Pero Paolo no paraba. No sólo no paraba sino que seguía.
—¡Como un pobre iluso al principio creía que el problema era tu madre! —Otro cojín (esta vez en forma de pie) salió volando derechito hacia la ventana del salón—. Y tanto que lo creía. Maria lo quiere sólo para ella, me decía. Maria lo ha subyugado y lo trata como a un esclavo, así es normal que Michelangelo no logre abandonarse a nuestro amor… ¡qué pobre iluso soy! —Y voló otro cojín, éste en forma de piña—. Porque después ¿qué ocurrió, Mandorla? Que Michelangelo lo hizo: por fin cortó los lazos que lo unían a Maria. ¿Y…?
¿Y…? Me vuelve a la mente como si fuera ayer, como si fuera ahora mismo, mi madre que quiere cruzarse de acera para no encontrarse con ellos. A Paolo, uno de esos dos señores, no le caigo nada bien, me explica ella. Pero ¿no puedes saludar al menos al otro?, le pregunto yo.
—¡Nada de nada, Mandorla! ¡No cambió nada de nada! Entonces pensé que la culpa la tenía la precariedad de su empleo: y le aconsejé que lo dejara, que total con la joyería gano bastante para vivir los dos. Y, según tú, ¿cambió algo? ¡Nada! ¡Nada, nada, nada, nada! Después pensé que estaba deprimido y le dije que fuera a un neurólogo a que le recetara alguna medicina. Michelangelo va, se toma la bendita medicina durante seis meses, ¿y…? Nada. Nada, nada de mil novecientos nada. ¡Hasta llegué a creer que había otro hombre! —Por cada cosa que Paolo se había equivocado en creer volaba un cojín—. Es más, ¿sabes lo que te digo? Que casi tenía la esperanza de que lo hubiera: sí. Tenía la esperanza de que Michelangelo estuviera con otro. Así al menos habría entendido por fin por qué se comporta así.
—Pero ¿así, cómo? —Eso al menos me lo tenía que explicar.
—Así. —Y me lo señaló—. Como si estuviese aquí por casualidad pero en realidad nada le importara un pimiento. Ni la cena japonesa, ni tú. Ni yo.
Y, al pronunciar la palabra «yo», la furia de Paolo estalló con toda su fuerza. O mejor dicho: con toda su debilidad. Porque yo ya había visto a muchas personas enfadadas, y muchas me quedaban todavía por ver: todavía habría de regañarme el ingeniero Barilla, habría de asistir a terribles peleas entre Lidia y Lorenzo, y habría de hacerle perder los nervios a Pavarotti, el abogado. Pero algo en esas personas que perdían los papeles me habría dejado intuir que en el momento adecuado los habrían sabido recuperar: todo lo que hacían, por otro lado, era un ir y venir entre comportamientos desquiciados y comportamientos razonables. Mientras que Paolo, que en toda circunstancia mantenía siempre una actitud irreprochable, me estaba revelando algo terrible: ¡no era dueño de sí mismo! La dueña era esa actitud irreprochable suya, y según lo que había estudiado en algún capítulo de historia (aunque en ese momento no recordara cuál), el odio de quien, llegado un momento, se rebela contra sus opresores puede ser devastador. Puede llevarlo a cometer verdaderas locuras: como coger tres cojines a la vez y lanzarlos contra Michelangelo. Que ya entonces sí debería haberse despertado, ¿no? Pues no. Se limitó a cambiar de postura, volviéndose sobre el lado contrario del cuerpo. Para seguir durmiendo.
—¿Tanto le pido? ¿Tanto te pido, Michelangelo? —lloriqueaba Paolo.
Yo ya de verdad no soportaba más verlo en esas condiciones.
—Depende, Paolo —le dije, probando a imitar el tono decidido del ingeniero Barilla, que hasta cuando te daba los buenos días te ponía en posición de firmes. Quién sabe, a lo mejor funciona, pensé.
Y, en efecto, Paolo, con un cojín en forma de buzón a medio levantar, entonces y sólo entonces, se quedó quieto por fin.
—¿Qué significa eso de «depende»? —preguntó.
—Depende de lo que le pidas —contesté, tratando de mantener el tono del ingeniero Barilla.
El cojín se le resbaló de la mano y cayó al suelo con un blando puf. Paolo contestó:
—Que sea mío, Mandorla. Pero mío de verdad, ¿entiendes lo que quiero decir?
Por como me miraba parecía que se hubiera dado cuenta de que no era yo la persona idónea a la que hacerle esa pregunta: mío yo sólo tenía una madre que ya no estaba a mi lado y un padre que no tenía la más mínima intención de querer serlo. Pero eso no le impidió continuar:
—Mío —repitió—. En el sentido de que me gustaría tener la certeza de que nadie me lo robe.
—Pero ¿y si nadie te lo roba sino que eres tú el que lo pierde?
—Exacto: ni siquiera eso tendría que ocurrir.
Necesité unos segundos para reflexionar sobre lo que me acababa de decir.
—¿Qué es lo que más cuidas para que no se te pierda o que no te lo roben?
Paolo me miró perplejo, como si fuera un poco tonta: pero acababa de dejar un sofá entero sin un solo cojín, ¡así que desde luego no podía permitirse el lujo de juzgar a los demás, en ese preciso momento! De modo que no tuvo más remedio que concentrarse y me contestó:
—Pues supongo que las llaves… o el móvil. O las gafas que necesito para conducir.
—Bien. Entonces compórtate con Michelangelo como te comportas con las llaves, el móvil y las gafas. O como las llaves, el móvil y las gafas se comportan contigo…
Paolo recogió del suelo el cojín que se le había caído antes, como si fuese un escudo para defenderse de quién sabe qué.
—¿Acaso me estás criticando porque trato a Michelangelo como un objeto de mi propiedad? ¿Te lo ha dicho él? Te lo pido por favor, Mandorla, dímelo, necesito saberlo.
Auxilio, pensé, aquí haría falta un intérprete como el que, en el documental, traducía lo que decían los biólogos de Tokio, porque aunque Paolo y yo hablemos la misma lengua, está claro que esta noche es imposible entenderse.
—¡No! ¿Por qué tendría que haberme dicho una cosa así? —Y esta vez me tocó a mí señalarle a Michelangelo, que seguía durmiendo: aunque después de la tormenta de cojines, al menos a mí me parecía evidente que sólo fingía dormir—. ¿No lo ves?
—¿El qué?
¡No lo veía!
—Que ésta es su casa. ¡Si no, no podría dormirse así, como si nada! —Haz caso de lo que te digo, porque yo nunca consigo pegar ojo, me habría gustado añadir. Pero, de una forma u otra, habría vuelto a hablar del cuco: y ya había captado que ese tema a Paolo no le interesaba en absoluto.
—Entonces, según tú, en lugar de cabrearme, ¿debería gustarme que, al final de una fiesta organizada para él, en lugar de charlar un poco conmigo, o de darme las gracias o abrazarme, Michelangelo coja y se ponga a roncar?
—Claro. Porque así seguro que no lo pierdes. —Era obvio, ¿no?—. ¿Dónde va alguien que duerme? A ninguna parte. Se queda donde está. Como las llaves cuando sabes dónde las has puesto.
Paolo entonces hizo la última cosa absurda de la noche y me cogió la cara entre las manos para susurrarme, como si no quisiera que lo oyera Michelangelo y, por lo tanto, también él supiera perfectamente que en realidad estaba despierto:
—Y, en tu opinión, Mandorla, ¿las llaves son felices? Quiero decir, ¿se quedan por su propia voluntad allí donde sabemos que las hemos puesto?
Hoy, si reflexiono sobre ello, le diría: quién sabe, Paolo. El cuco nos enseña que es todo muy complicado, y no es seguro que un nido sea de verdad de quien lo habita, o viceversa, si después se ponen en funcionamiento mecanismos extraños, olores especiales, alas mentirosas y de colores, a los que es imposible resistirse.
Pero entonces tenía doce años. Y una gran necesidad de tener personas felices a mi alrededor. Así que le contesté:
—En mi opinión, sí.
Él sonrió.
Nos pusimos a recoger los cojines, uno a uno, y a devolverlos a su lugar. De vez en cuando Paolo se llevaba un dedo a los labios y decía «shhhh», como si quisiera decirme: no hagamos ruido, Michelangelo está dormido.
Suena el despertador: es el primer día de colegio después de las vacaciones de verano. Paolo se levanta enseguida, como un niño bueno. Se lava la cara y las axilas, y se pone el uniforme que el día anterior sacó del armario y colocó bien extendido, con cuidado de que no se arrugara, sobre el cabecero de su cama.
Luego va a la cocina: en su interior todavía espera encontrar la mesa puesta como en los viejos tiempos, con la jarra de leche, su taza de Superman y una tarta, quizá de manzana, su preferida. Pero nada: y él prefiere pensar bueno, total ya sabía yo que no podía ser. Abre la nevera y sirve la leche del brik en el cazo, para calentarla.
—
¡Paolo! —lo llama su madre desde el salón.
—
Buenos días, mamá —le contesta él gritando, con el tono más alegre que consigue adoptar—. Dime.
—
¿Me traes el café?
Paolo se afana a toda prisa con la cafetera y se bebe la leche directamente del cazo, porque se le está haciendo tarde. En cuanto está listo el café, le echa dos terrones de azúcar y lo lleva al salón.
—
Toma. —Deja la tacita en el suelo, junto a la colchoneta de plástico de dos plazas, colocada en el centro de la habitación, donde su madre yace, hecha un ovillo, con los ojos cerrados.
—
Gracias, mi vida.
—
De nada. Pero tengo que irme ya.
—
¿Adónde vas? —La madre abre los ojos. Le sonríe, cansada ya, y eso que es temprano por la mañana.
—
Al colegio, mamá. Es el primer día.
—
¡Vida mía! ¡¿Cómo se me ha podido olvidar?! —exclama, y vuelve a cerrar los ojos—. Ven aquí, Paolo.
—
Mamá, me tengo que ir.
—
Sólo un momento, anda. Ven aquí.
Paolo se quita los zapatos y se tiende junto a ella, sobre la colchoneta de playa. Su madre entrelaza las piernas con las de su hijo.
—
Mi vida, de no ser por ti…
—
Vamos, mamá, ten ánimo.
—
Sí, cariño, tienes razón. Pero es tan difícil… tan imposible…
—
¿Por qué no intentas dormir en tu cuarto, en tu cama? Yo te ayudo a desinflar esto, anda.
—
Ésa no es mi cama, Paolo: era nuestra cama. Y sabes muy bien que esta colchoneta es el último regalo que me hizo. ¿O es que ya no te acuerdas?
—
Bueno, pero ahora al menos levántate.
—
Paolo, contéstame: ¿ya te has olvidado de él?
Mamá, pero qué dices, para ya: hace cinco meses y ocho días que murió, y no pasa un solo día en que no me hable todo el mundo, de una manera o de otra, de papá. ¿Cómo narices me puedes preguntar si me he olvidado de él?, querría contestar Paolo, y se irrita tanto que le entran ganas de pinchar la colchoneta.
—
Claro que no, mamá. Pero ahora levántate.
—
Y una vez que me haya levantado, Paolino, ¿qué hago?
—
Vas al mercado…
—
¿Al mercado?
—
Sí, al mercado.
—
No tengo ganas de encontrarme con nadie, cariño, lo sabes.
—
¡Pero tarde o temprano tendrás que volver a salir!
—
Ven aquí. —La madre pasa la mano por el cabello rubio de su hijo—. ¿Quieres que te haga cosquillitas, como cuando eras pequeño?
—
¡Mamá, por favor, que tengo catorce años!
—
Es verdad. —Sonríe de nuevo. Paolo le da un beso en la frente antes de volver a ponerse los zapatos y de irse pitando al colegio. Va a llegar tardísimo.
—
¿Te ocupas tú de hacer la compra, mi vida? —le da tiempo a su madre a preguntarle, antes de que salga del salón.
—
Claro, mamá.