La comitiva de sus amigos, de hecho, ya no consolaba sólo sus noches, sino también las mías: siempre que no conseguía dormir y me levantaba para ir a la cocina, estaba segura de encontrar el consuelo de las conversaciones que resonaban en el salón. Por lo que conseguía captar al otro lado de la pared, eran muchas y distintas las personas con las que Tina charlaba: madres de sus antiguos alumnos, primos, una vez incluso una señora que debía de ser bastante famosa, porque Tina no paraba de felicitarla por su última canción (aunque, según Tina, el texto hablaba demasiado de la felicidad de estar enamorada, y una mujer, según ella, debía ser más discreta).
Pero bueno, si hay que ser sinceros, yo no escuchaba a escondidas sólo porque sí, como se escucha una melodía que te hace sentir bien, sino también porque, en lo más profundo de mí, esperaba que, tarde o temprano, una noche u otra, entre todos los amigos de Tina apareciera él.
Él, sí. Él.
Mamá me había contado siempre que mi padre era un astronauta. Que en cuanto se aseguró de que me las podía apañar, aunque fuera sietemesina, le dio un beso en la boca, a mí otro en la tripita y, sin avergonzarse de llorar como un niño, no tuvo más remedio que volver a marcharse. Mi madre y yo lo saludábamos a menudo. Antes de irnos a dormir, ella se asomaba a la ventana, me cogía en brazos y me señalaba la Luna: «Ahí está papá, ¿lo ves? Dile hola con la mano, Mandorla. Quién sabe lo solo que se sentirá allá arriba. Necesita saber que tú no te has olvidado de él.» Yo, por supuesto, le decía hola con la mano. Sólo faltaría: estaba muy orgullosa de ese padre pionero del cielo.
«Lo hace para saber si es un sitio adecuado para que vayamos nosotras también a vivir allí», me contaba mi madre. Y yo ya nos imaginaba a las dos preparando el equipaje por enésima vez, pero esta vez por fin habría sido la última, para mudarnos a vivir con mi padre. En la Luna.
Pero ahora que ya no está mamá, ¿quién sabe? A lo mejor viene él a la Tierra, me decía yo. Si para hablar con Tina por las noches las cantantes famosas bajan del escenario, ¿no pueden los astronautas bajar del cielo para recuperar a una hija?
Por eso, cuando me daba cuenta de que en el salón había un hombre, mis oídos se convertían en antenas.
Ese hombre, sin embargo, era casi siempre un tal Rocco.
—Rocco, sólo tú me llamas todavía Celeste… —susurraba Tina.
Como de costumbre, por desgracia, nunca lograba oír lo que le contestaba la persona que estuviera con ella, porque se le daba tan bien hablar en voz baja que desde la cocina no se oía nada. Pero bastaba la voz de Tina para darse cuenta de que las visitas de Rocco eran más especiales que las demás. Cuando estaba con él, le cambiaba el tono de voz. Intercalaba las palabras con grititos de recién nacido y con halagos, y parecía avergonzarse de los que, aparentemente, le hacía él, que eran muchos.
—Venga, Rocco, no exageres: hay millones de mujeres más fascinantes que yo, ¡no puedes decir que podría llegar a ser miss Italia! ¡Si ya soy una ancianita! —la oí decir alegremente una noche.
La única persona que habitaba las tardes de Tina y que tenía acceso también a sus fiestas nocturnas era Gianpietro Costanza.
—¡Gianpietro! —lo reñía ella, riendo. Tanto de noche como de día.
A diferencia de los demás, Gianpietro no necesitaba nunca nada cuando llamaba al timbre, todos los jueves por la tarde. Al contrario: siempre traía algo de regalo.
Será por eso quizá (porque no venía al primero a coger nada, sino a traer) por lo que fue él quien hizo estallar la pompa de apuro y vergüenza en la que todos flotábamos, y el único que mencionó a mi madre.
Porque, en efecto, parecía que los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315 pudieran hablar de todo, cuando bajaban al primero o cuando me los cruzaba en el portal, desde que las bombillas no iluminaban el patio lo suficiente hasta el incordio de la calefacción individual: pero no ocurría nunca, lo que se dice nunca, ni siquiera por error, que alguno de ellos pronunciara el nombre de Maria.
¿Será que soy la única que se acuerda de ella?, me preguntaba yo. ¿Será que, cuando una persona es tu madre, no te crees que haya muerto, mientras que si no es tu madre, al cabo de un tiempo después de que muera ya no te crees que haya estado viva siquiera? Pero entonces, ¿cómo va la cosa? ¿Las personas en realidad no existen y son sólo sueños que tienen sus hijos? Si es así, entonces el mundo es de verdad un lugar absurdo.
Pero mientras pasaban los meses, a propósito de lugares, ocurrió eso que al abogado Pavarotti tanto le cuesta aceptar: empezaba a pensar en ese edificio sencillamente como en una de las tantas casas en las que me había tocado vivir.
Él (me refiero a Pavarotti) sostiene que a la fuerza tuve que sufrir un trauma en ese periodo y que, mientras no lo admita, seguiré teniendo comportamientos irreflexivos como, por ejemplo, el que me ha llevado directamente a donde me encuentro esta noche. Pero yo no comparto esa opinión: ¿qué significa eso de trauma? ¿Y cuánto debería durar un trauma según él? Yo sencillamente creo que cuando una situación absurda se convierte en tu vida, al cabo de un tiempo ya no la consideras tan absurda. Ya no te preguntas si es adecuada (si es que se puede emplear esa palabra para referirse a normal). La consideras una costumbre: vamos, que dejas de considerarla siquiera. Llega un momento en que ya no reparas en ella, estás demasiado ocupada en vivirla y ya está. Tanto que llegado ese punto ya no hay mucha diferencia entre ti y quien basa su vida en supuestos más normales (si es que se puede emplear esa palabra para referirse a adecuados): todos nos afanamos por sacar algo bueno de lo que nos pasa. Ya sea un niño, como podía ser Matteo Barilla, del quinto (sí, Matteo Barilla: cuando yo tenía seis años para mí era sólo matteobarilla, todavía no era MATTEO BARILLA), con una madre (siempre amable), un padre (demasiado serio) y una hermana (llena de piercings), o una niña como yo, sin madre, con demasiados padres, con cinco familias dispuestas a cuidar de ella a condición de no contarle la verdad que habría destruido a una de esas cinco familias.
Por otro lado, aquello absolutamente absurdo que de ahí a poco tiempo habría empezado a ocurrir, hasta convertirse en el ciclón que esta noche me ha arrastrado a donde me encuentro ahora, en aquella época ya me espiaba a escondidas, preparado para estallar en el momento oportuno: pero yo no me daba cuenta.
Hasta que un jueves, que hasta entonces parecía un simple jueves, por fin tuve la certeza de que no: mi madre no había sido un simple sueño que yo hubiera tenido durante seis años.
Tina estaba en la cocina preparando el té, y Gianpietro, como de costumbre, me ayudaba a hacer los deberes en el salón. No me gustaba nada ir al colegio. No me había gustado nunca, ni siquiera cuando aún vivía mi madre, porque tanto en la guardería como en el cole, al final yo siempre aparentaba tener dos años menos que mis compañeros, y eso, cuando tienes seis, es un drama. Y cuando murió mi madre, ya no sólo era distinta a todos los demás porque seguía siendo pequeña mientras los demás crecían, sino también por eso mismo, porque mi madre había muerto: y mientras mi padre se paseaba por la Luna sin decidirse a venir a buscarme, de mí se ocupaban unos extraños que no se parecían en nada a las niñeras, los abuelos o los hermanos mayores que iban al colegio a recoger a los demás niños. Y, por si eso fuera poco, Tina me vestía siempre con unos trajecitos rosa pálido de lo más cursis, que estallaban en enormes pliegues a la altura de las mangas, mientras que mis compañeras de clase iban embutidas en vaqueros elásticos y calzadas con zapatillas de deporte fosforescentes, iguales que las que llevaban los chicos.
El caso es que ese día la profesora nos dijo que escribiéramos una redacción sobre el domingo. Pero, como todo el mundo sabe, el domingo quiere decir familia, y yo no sabía qué inventarme para no parecer siempre rara mientras los demás eran normales. Así que le pedí a Gianpietro que me contara cómo sería un domingo suyo.
—Tú me dictas, y yo escribo. Anda, venga. Dentro de tres días será domingo, eso es lo que llevo escrito por ahora. ¿Qué más tengo que poner? ¿Qué se hace los domingos normalmente?
A él al principio eso de ayudarme con la redacción no le parecía muy bien, pero cuando le expliqué que hasta que mi padre no volviera a la Tierra yo no podía tener un domingo igual al del resto de mis compañeros de clase, se puso a tartamudear más que de costumbre y al final se prestó a ayudarme.
«Dentro de tres días será domingo, y, como siempre, nos reuniremos todos: yo, mi hermano, la mujer de mi hermano (que es cartera), mi madre, mi padre, la abuela Dina (la madre de mi padre) y el abuelo Giovanni (el padre de mi madre). Será un domingo un poco triste porque hará siete años que murió el abuelo Antonino (el abuelo de mi padre).»
Así empezaba la redacción. Pero Gianpietro ya no podía seguir.
—Ppppp… pero ¿ttttttt… tú nnnnnn… no eeeeeechas de mmmmmm… menos a tttttttttt… tu mmmm… madre?
Pero ¿tú no echas de menos a tu madre?
Porque yo echo de menos a mi bisabuelo todos los días.
En ese momento entró Tina en el salón, con el té y las galletas de trigo sarraceno: así ya estábamos todos. Nosotros tres y esa pregunta que flotaba en el aire.
—No pienso nunca en eso —debí de responder al final. O algo parecido. Luego bajé la vista al cuaderno. Mientras, dentro de mí, donde nadie (ni siquiera Tina, ni siquiera Gianpietro) podía saber, me sentía de repente como en fiesta, dentro de mí fue como si fuera, normalmente, domingo: ¡entonces mi madre había existido de verdad!
—Sí, sí: tú también eres mi mejor amiga, claro… —susurraba Tina desde el salón, una noche como tantas otras.
O:
—¿Qué dices? ¿El tiramisú lo haces con requesón? ¿De verdad? Pero ¿con queso mascarpone no queda mil veces más rico?
O también:
—¡Pues claro que yo también te quiero, Rocco, mira que eres bobo!
Pero nunca:
—Tu hija está durmiendo en la habitación de al lado. ¡Qué contenta se pondrá mañana cuando se despierte y se entere de que su padre ha venido a buscarla!
En verano, cuando aún vivía mi madre, todos se marchaban, y nosotras nos quedábamos en Roma.
—¡Australia!
—¡China!
—¡América!
Me anunciaba mi madre, a primeros de junio: y no porque fuera una mentirosa. En absoluto. Lo creía de verdad, tanto es así que iba a comprarse montones de guías turísticas de Australia, de China o de América. Pero luego por supuesto ocurría algo, más o menos en la décima página de la guía que se ponía a estudiar. No sabría decir el qué. Durante unos días la guía en cuestión se quedaba abierta sobre la mesilla de noche, esperando a mi madre. Y luego de repente desaparecía, y con ella desaparecían también nuestros planes de vacaciones.
—Organizar un viaje es tan tremendamente difícil… —podía ocurrir que la oyera suspirar al teléfono a alguna de las miles de personas que la llamaban, que parecían no poder apañárselas sin ella—. ¿Sabes qué te digo? Que casi casi que este verano no me muevo de Roma. ¡Aquí me quedo! —Y se reía.
Nuestras vacaciones en casa eran calurosísimas y vacías, pero siempre que pienso en ellas me vuelven a la cabeza tan sólo detalles que hacen que me parezcan perfectas, como a lo mejor ocurre siempre cuando estás de espaldas y para mirar algo tienes que pararte, darte la vuelta y aguzar la vista. Si resulta que no ves nada bonito, es natural que te lo inventes, porque si no, ¿qué sentido tiene tanto esfuerzo? Así es que de esos veranos lejanísimos ya no recuerdo todos esos ventiladores rotos (que sé que han existido, porque ella tenía la manía de encenderlos a tope y luego se olvidaba de apagarlos) ni las tardes eternas en las que las únicas que se aburrían más que yo eran las agujas del reloj por las que el tiempo no se decidía a pasar nunca, nunca, nunca.
Esas tardes son como los ventiladores rotos: estoy segura de que existieron. Pero si ahora aguzo la vista para volver hasta allí, veo sólo almuerzos a base de tarrinas gigantes de helado de fresa y pistacho, mientras ella me habla de esa vez que hizo esto y de esa otra que hizo aquello: y me parece de verdad mía esa madre, en el sentido de mía y sólo mía, no de todos los demás con los que acostumbraba a tener que turnarme. Porque en agosto conmigo estaba sólo ella, y con ella estaba sólo yo, en Roma: hasta Tina se marchaba. Gianpietro la llevaba en coche a Santa Marinella y, dos semanas después, iba a recogerla.
Ése fue precisamente el primer viaje de mi vida: de la calle Grotta Perfetta 315 (Roma), a la pensión Belvedere (Santa Marinella), a doscientos metros de la playa, como ponía en el neón parpadeante de la puerta. Ese lugar me gustó desde el principio, y esta vez no lo digo por aquello de la ilusión óptica de las cosas que miras cuando estás de espaldas. Todas las mañanas, Tina y yo desayunábamos bajo una pérgola de cañas de bambú artificiales, paseábamos a la orilla del mar de un extremo a otro de la playa, y cuando empezaba a llenarse de gente, demasiada para nuestro gusto, nos escondíamos bajo una sombrilla de la pensión Belvedere y nos partíamos la cabeza con los crucigramas de la
Revista semanal de pasatiempos
. Después de comer nos íbamos a la habitación a descansar un poco, y luego otra vez a la playa, para bañarnos en el mar. Tina me obligaba a ponerme el flotador y los manguitos, las dos cosas, ya desde debajo de la sombrilla. Luego se subía hasta la cintura una camisola violeta que no se quitaba ni cuando más apretaba el calor y se metía en el agua sólo hasta las pantorrillas, mientras yo avanzaba hasta donde siguiera haciendo pie, porque si no el baño terminaba en tragedia. «¡Mandorla! ¡Las olas! ¡Las corrientes! ¡Los tiburones!», empezaba a gritar Tina. «¡Mandorla!», se desgañitaba, y yo, de la vergüenza que me daba, retrocedía enseguida porque ya me parecía un poco exagerado tener que nadar con toda esa armadura de plástico, no faltaba más que los demás niños pensaran que ni siquiera así era capaz de mantenerme a flote. Pero cuando estaba segura de que nadie nos miraba, entonces le hacía bromas. «¡Tina, socorro, me ahogo!», me ponía a chillar. Y ella picaba siempre, se metía en el agua con su camisola violeta, hasta que me veía reír, y aunque me llamaba tonta, apretaba los labios y sacudía la cabeza, pero se veía muy bien que estaba demasiado aliviada de que no me hubiera ocurrido nada malo como para enfadarse de verdad conmigo. Luego por la noche cenábamos debajo de la misma pérgola de plástico, y cuando no estábamos demasiado cansadas nos íbamos al pueblo a tomar un helado. De fresa y pistacho, naturalmente. No son muchos los medios de los que disponemos para creer, cuando las cosas cambian, que no es del todo verdad que hayan cambiado, así que al menos esos pocos hay que saber utilizarlos.