Y, en efecto, justo en ese instante, Michelangelo se quedó quieto. Quietísimo. Abrazado a su cojín con forma de estrella, empezó a roncar bajito. Si fuera él mi padre, espero heredar esa capacidad de quedarme dormida cuando me apetezca, pensé. Y luego ya nada más, porque lo conseguí: me quedé dormida. Como si bastara convencerse, un instante tan sólo, de ser hija de alguien para parecérsele. Un instante tan sólo. El tiempo justo de no heredar también, junto con lo que nos gusta, todo lo demás.
—
¿Diga?
—
Eme, soy Eme: ¿podemos hablar de ello, por favor?
—
Hablar ¿de qué, Maria?
—
De lo que ha pasado.
—
Pero si no ha pasado nada, Maria, venga…
—
¡No! ¡No puedes esconder la cabeza como un avestruz! Si no, ¿por qué habrías de llamarme Maria y no Eme, como has hecho siempre? Entre tú y yo han cambiado los gestos, ha cambiado el tono de voz, las palabras, no puedes negarlo… TENEMOS QUE hablar de ello.
Qué coñazo esta histeria tan Mayo del 68 que tiene Maria de «hablar de ello», piensa Michelangelo.
—
Yo no tengo nada que decir, Maria, de verdad.
—
¡Michelangelo, espera! La amistad no es como el amor, no tiene fecha de caducidad; ¡la amistad debe durar toda la vida!
Un sentimentalismo insoportable, una prepotencia absurda, piensa Michelangelo: la amistad DEBE durar, pero ¿qué chorrada es ésa? ¿Cómo puede Maria no entender que las relaciones entre las personas dependen de contingencias, de momentos en la vida? ¿Cómo coño puede pensar que sea al revés? Y cuelga.
«Todo acabó entre nosotros porque yo no le caía bien a Paolo —le confiará Maria a Lidia, un día—. Y como a Michelangelo no le gustan las complicaciones, ha preferido quitar de en medio al insecto molesto. Que soy yo.»
«Le colgué el teléfono porque a Maria, que es una histérica, la saca de quicio la idea de que tenga una relación seria contigo, cuando ella no consigue estar con un tío más de una semana», le dirá Michelangelo a Paolo.
Tendrán los dos razón, y estarán los dos equivocados, como todos.
Incluso cuando ella sienta la necesidad de añadir: «Pero ¿sabes lo que ocurre, Lidia? Echo de menos a Michelangelo todos los días. Todos.»
Y él dirá: «Bueno, qué coño. Mejor así: últimamente Maria se había vuelto obsesiva.»
Tendrán razón y estarán equivocados: como todos.
• • •
Con ocasión de mi último examen de colegio, antes de pasar a cursar bachillerato, Paolo y Michelangelo hicieron las cosas a lo grande, y eso que tampoco es que sacara una nota maravillosa.
Al examen oral vinieron casi todos: ellos dos, Tina y Gianpietro, Cate, Lidia y Lorenzo, Matteo y sus padres. Faltaba Giulia, por supuesto: no había presenciado el examen de su hermano, como para asistir al mío. Pero sobre todo faltaba Samuele, y eso no me lo esperaba.
—¿Dónde está? —le pregunté a Cate.
—Tenía una cita de trabajo importantísima —me contestó ella, con una sonrisa que quería ser la de siempre pero no lo consiguió y se le bloqueó antes de que le llegara a los ojos.
Pero justo entonces me tocaba ya a mí y traté de concentrarme sólo en las preguntas de los profesores aunque me resultara extremadamente difícil, dada la presencia en el mismo lugar de Michelangelo, Lorenzo y el ingeniero Barilla. Tres de mis posibles padres, vamos. Sin contar a Gianpietro, en el que de vez en cuando me paraba a pensar porque, si con trece años había entendido una cosa de la vida es que nunca se sabe, y porque, aunque no tartamudeara como él, empezaba a notar cierta dificultad a la hora de sacar lo que tenía dentro. Era como si, en el pasar de la cabeza que los formulaba a la voz que los tenía que expresar, mis pensamientos se transformaran. Sí. Como si se torcieran, como si se volvieran jorobados. Se ponían a cojear: como Gianpietro, exactamente. Del que por supuesto bien podía ser hija. Sobre todo teniendo en cuenta que compartíamos una misma pasión arrebatadora por las galletas de trigo sarraceno y por Tina. Todo eso quizá significara algo.
Y luego, esa tarde, todos mis posibles padres estaban ya al completo.
Paolo y Michelangelo habían organizado una fiesta nunca vista en la discoteca en la que Candy Candy trabajaba de pinchadiscos: para la ocasión, la habían decorado con banderines en forma de almendras enormes, verdes y amarillas, que no sé de dónde habrían sacado. En cada banderín había una letra que formaba el siguiente cartel:
LOS EXÁMENES NO SE ACABAN NUNCA PERO EL COLEGIO SÍ
Y, atada con una cintita azul, debajo de cada almendra de papel cebolla, colgaba una fotografía mía gigante. Salía yo con Tina en Santa Marinella, yo con Gianpietro, yo con Lars en brazos, yo del brazo de Samuele, yo con Cate en el paseo marítimo de Nápoles, yo a hombros de Candy Candy en el día del Orgullo Gay, yo con Matteo Barilla el primer día de colegio: para resumir, yo con todo el mundo. Hasta con mi madre, en una foto que no había visto nunca en la que salía ella aplastando la nariz contra el cristal de la incubadora, donde dentro había una especie de renacuajo que en realidad era yo. Seguramente esa foto la sacó mi padre, pensé nada más verla: y, para mí, la fiesta terminó en ese mismo momento.
Porque mientras los amigos de Paolo y Michelangelo bailaban e invitaban a unirse a ellos a los vecinos de la calle Grotta Perfetta tirándolos del brazo, mientras Candy Candy ponía uno tras otro los discos «más gays del mundo», como los definía él gritando desde su cabina de pinchadiscos, mientras hasta Tina llevaba el compás con el pie, en un rincón de la pista, yo ya no fui capaz de estar ahí como si no pasara nada.
Hacía más de dos años que lo intentaba. Que respetaba el pacto establecido con Tina y, de alguna manera, con todos los demás. Nadie me obligaba a hacerlo, como nadie me había obligado nunca a ponerme bailarinas con pantalones militares. Es que yo prefería comportarme así.
Yo, como todo el mundo, sólo quería que me quisieran.
No lo conseguía con los ONME: al menos con los adultos esperaba que sí, y si para eso bastaba con evitar preguntas para las que no tenían respuesta, pues las evitaba.
Pero mi padre estaba en esa discoteca en ese momento. En el corazón tenía un secreto que me concernía, entre sus brazos —ya fuera por aburrimiento o por casualidad— había estado mi madre, unos minutos de su tiempo —le gustara o no—, hacía trece años, y lo había utilizado para traerme al mundo a mí.
Entonces, para no aguarles la fiesta también a los demás, me escondí en el guardarropa, desde donde lo podía ver todo pero nadie podía verme a mí.
¿Quién eres, papá?, sólo quería que me dejaran la libertad de preguntármelo, ahora que no podía equivocarme porque no había duda de que estaba ahí la persona a la que yo buscaba, escuchando la misma música que escuchaba yo, sirviéndose del mismo bufet que yo.
«Me gustaría que tu padre fuera un astronauta que se pasea por la Luna pero que no para de pensar en nosotras, y no un hombre como tantos otros, que vive en la calle Grotta Perfetta 315 y, una tarde de marzo, quizá por aburrimiento, quizá por curiosidad, hizo el amor conmigo en el antiguo lavadero del sexto piso.»
¿Quién?
Por fin nadie me distraería y podría preguntarme de verdad, por primera vez y a fondo: ¿quién eres?
De verdad, por primera vez y a fondo: mientras esta noche me lo preguntaré por última vez, porque mañana es mañana, y en cuanto Pavarotti me saque de aquí (¿qué fue lo que dijo?), se ocupará personalmente de mi situación.
Es decir, de la prueba de mi ADN.
Esta noche, entonces, por última vez.
Pero en aquella fiesta, en el guardarropa, por primera vez.
¿Quién eres, papá?, me pregunté.
Todos me dicen que para mí sería mejor no saberlo, y seguro, seguro, seguro que tienen razón: pero algo dentro de mí no puede renunciar a ti.
¿Quién eres?
Eres Lorenzo, a lo mejor. Bailas, aunque no lo parezca, porque todo lo haces así: sin ganas, como si nunca pusieras la más mínima intención. De la misma manera, aquella tarde de marzo, en el antiguo lavadero quizá le dijeras algo paradójico a mi madre. Sin ganas: y a ella, precisamente por eso, le hizo gracia y se rió. «Pero ¿cómo se te ocurren estas cosas?», te preguntó. Y tú esa misma tarde habías discutido con Lidia y necesitabas sólo alguien que no te conociera por completo, alguien con quien interpretar el papel que siempre se te ha dado mejor, el del genio para quien teóricamente todo es posible y a quien, precisamente por ello, en la práctica no se le permite nada. Alguien a quien desnudar, sin ganas, y con quien hacer el amor, sin ganas, alguien capaz de alejarte de todo lo demás, durante un cuarto de hora al menos, alguien capaz de alejarte de ti mismo.
O quizá seas el ingeniero Barilla. No logras disimular que Candy Candy te disgusta, tanto es así que eres el único que no se ha dejado arrastrar a la pista de baile: pero a la fiesta sí que has venido. Tu mujer te habrá dado la tabarra con lo importante que era participar en una velada organizada para mí, y tú eres consciente de ello, porque eres un hombre para quien la familia es lo más importante, y después viene lo que se debe hacer, lo que es correcto hacer, y yo, pensándolo bien, tengo que ver con esas dos cosas. Esas dos mismas cosas de las que te quisiste olvidar, aquella tarde, en el antiguo lavadero: al menos una vez, te dijiste, hago algo sólo porque me apetece. Porque el cabello de Maria huele bien, porque sonríe como sonreía mi mujer a su edad, cuando no había que hacer la declaración de la renta, cuando no había que ir a las funciones escolares de los hijos, cuando no había recibos del teléfono que pagar, ni cenas con los parientes, ni suelos que remozar, ni bautizos, ni comuniones, ni multas, ni sarampiones, ni varicelas ni había que bajar la basura.
¿Eres Michelangelo? No sabes ni quién eres, como para saber qué quieres. Así que esa tarde simplemente te equivocaste, confundiste la necesidad de estar con mi madre con el deseo, y ella aceptó, así, porque era una manera como otra cualquiera de decirte que te apreciaba.
Quién sabe si no eres Gianpietro: te gustan las mismas galletas que a mí. Todavía no habías tocado a una mujer en tu vida, y entonces mi madre, porque era como era, «quizá por aburrimiento, quizá por curiosidad», esa tarde te propuso: «¿Quieres que te enseñe yo?»
O eres Samuele: hoy sigues eludiéndome, más que de costumbre, desde que te sorprendí en la cama con Giulia Barilla. Desde ese día, no hago más que imaginarte a cuatro patas, pegado a mi madre. ¿Rodarías también un documental sobre mí, Samuele, si fueras mi padre? Podrías titularlo
Mi hija mientras busca a su padre.
Sería perfecto si esta vez, al contrario de lo que hiciste en
Mi hijo mientras duerme
, metieras una escena grande, una escena importante. Una escena padre, nunca mejor dicho. Algo así como que, al final, sales de detrás de la cámara, entras en la pantalla, vienes hacia mí y gritas, un poco emocionado pero sobre todo feliz: «¡Mandorla, soy yo la persona a la que buscas! ¿No te habías dado cuenta por cómo te enfocaba? ¿Por cómo, cuando rodaba, te ordenaba ponte más a la derecha, ponte más a la izquierda? Era mi manera de decirte eres lo más importante del mundo para mí, eres sangre de mi sangre: ¡eres mi hija!» Y yo en ese momento te abrazo, y luego ya desfilan los títulos de crédito.
En ese preciso instante, alguien me puso una mano en el hombro.
—Justo estaba pensando en ti —le dije.
—¿Y qué pensabas? —quiso saber él.
—Me preguntaba por qué no has venido hoy a mi examen.
En parte era verdad.
Pero ¿quién lo hubiera imaginado?, ¿quién hubiera imaginado que bastara eso para que se echara a llorar?
—Vamos, Samuele —traté enseguida de animarlo—. No es tan grave, no te preocupes, no pasa nada. Si además lo he hecho fatal en las preguntas de geografía, no te has perdido nada.
Pero él no daba señales de calmarse. Parecía Lars cuando quería algo: pero, a diferencia de Lars, no se entendía el qué.
—¿Quieres que te traiga un trozo de tarta? —le pregunté.
—Sólo quiero desahogarme —me contestó él. Y lo estaba haciendo de maravilla.
Lloraba y lloraba, se limpiaba la nariz con la manga de la camiseta y se agarraba a la mía diciendo estoy perdido, estoy perdido.
Menos mal que nadie necesitaba el abrigo, porque si no se habría encontrado con una escena francamente embarazosa. Y todavía Samuele necesitó bastante tiempo para tomar aliento y contarme lo que había ocurrido.
—Anoche hablé con Cate —empezó diciendo, y el resto vino todo de un tirón—. Le conté la verdad. Que me he enamorado de Giulia y todo lo demás. No te imaginas lo mala que fue conmigo, Mandorla. ¿No entiendes que estoy confuso y que necesito tu apoyo?, le pregunté yo. Pero ella, nada: dura, insensible. Me trae sin cuidado si estás confuso, me contestó.
Yo lo escuchaba, aterrada: pero ¿cómo es posible?, pensaba. Tina y yo hemos hecho lo impensable para que Cate no supiera nunca la verdad, ¿y Samuele, de repente, coge y se lo confiesa todo? ¿Y qué hay de esa historia de que hay cosas que se deben saber y otras que se deben mantener en secreto? Irritada, pulsé el botón de PAUSA del documental
Mi hija mientras busca a su padre
, que hasta ese momento había seguido proyectándose en mi cabeza.
—Entonces, con el corazón destrozado por tanto egoísmo, que de Cate desde luego no me lo esperaba, llamé a Giulia y le dije que subiera enseguida al sexto, donde solemos… solemos… Bueno, tú ya me entiendes.
Entendía, sí, vaya si lo entendía. Le indiqué con un gesto que siguiera contándome.
—¡Pero ella no estaba en casa! ¿Te das cuenta, Mandorla? Las diez de la noche y no estaba en casa. ¿Dónde estás?, le pregunté. Y ella: no es asunto tuyo, joder, me contestó, pero yo no me enfadé porque sé cómo es Giulia, está acostumbrada a hablarle así a todo el mundo, sobre todo a la gente que le importa. Pero entonces se lo tuve que decir por teléfono, no podía esperar: he hablado con Cate, le dije. A partir de este momento, somos libres de amarnos a plena luz del día, le anuncié.
Volvió a echarse a llorar. Yo le puse la mano en el brazo, por hacer algo. Desde la escenita de Paolo con los cojines, había aprendido que cuando un adulto está mal, hay que dejarlo en paz. Quien necesita consolarlo es el que asiste a su desesperación, para que ésta termine cuanto antes: pero él sólo necesita sacar todo lo que tiene dentro.