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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (20 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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Vagamente, piensa Michelangelo. Pero lo que hay que recordar por supuesto que lo recuerda. Paolo lo invitó a tomar un café antes siquiera de enseñarle los colgantes que tenía en la tienda. Puso en la puerta de la joyería el cartel de CERRADO y le dijo: «Vamos.» No esperó ni a llegar al bar para besarlo. Lo hizo en la calle, delante de todos. Eso era nuevo para Michelangelo. Y más nueva todavía fue la impresión difusa como de sentirse protegido junto a ese chico tan seguro de sí mismo que, una vez dentro del bar, seguía cogiéndolo de la mano y repitiéndole: «Pero ¿sabes que tienes unas facciones increíbles? ¿Sabes que no he visto nunca dos zafiros azules como tus ojos?» Hasta ese momento, Michelangelo siempre se había protegido él solo. De la posibilidad de que sus padres se enteraran de que era gay y lo obligaran a un enfrentamiento al que no tenía la más mínima intención de someterse. De los precios de los alquileres de Roma, que sólo podía permitirse compartiendo piso con Maria, y eso porque ella trabajaba en una gestoría de administración de fincas y disfrutaba de magníficos descuentos. De la exuberante personalidad de Maria, que lo había arrastrado desde el momento en que se habían conocido, en la fiesta de inauguración de una discoteca gay, pero que, desde ese día, corría el riesgo constante de anularle a él la suya, bastante tambaleante ya. De sí mismo: de esa personalidad que se tambaleaba porque la envenenaba una especie de virus que le hacía imposible entender incluso si lo que hacía o decía lo concernía de verdad o no.


Claro que la recuerdo, hasta en los más mínimos detalles —le contesta a Paolo. A su Paolo. Que en ese momento emerge de la cama y descorre las cortinas con un solo gesto. Lo mira sonriendo, con una expresión misteriosa.


¿Qué pasa? —le pregunta Michelangelo.


Tengo una sorpresa para ti —anuncia Paolo.

Sigue una pausa larguísima, cinematográfica, y luego éste le pregunta de un tirón
:


¿Quieres tú, Michelangelo Arca, convivir conmigo, Paolo de Santis, hasta que la muerte nos separe?

Primero tendríamos que tomar un café, y luego si acaso hablarlo, ¿no?, es lo primero que piensa Michelangelo.

Pero contesta, aunque se arrepiente inmediatamente, lo segundo que se le pasa por la cabeza
:


¿Y Maria? No puede apañárselas sola…

Paolo imaginaba tener que mitigar su entusiasmo con paciencia: y, en efecto, lo consigue.


Michi, si con esto te tranquilizo, el piso que me interesa está precisamente en uno de los edificios de los que es administradora tu compañera de casa. —Era mejor llamarla Maria. «Tu compañera de casa» sonaba hostil, reflexiona Paolo antes de proseguir—: Sería perfecto para mí, porque tendría la joyería a un paso, y para ti también, porque seguirías estando en el mismo barrio que Maria.

El reverso de la personalidad de doble cara de Michelangelo es que posee un instinto especial para saber qué es lo que los demás querrían escuchar: a menudo esto no coincide con lo que él querría decir, pero al menos le ahorra los típicos engorros inútiles a los que tiene que enfrentarse la gente cuando se trata de comparar expectativas y desilusiones. De modo que mira a Paolo, con un gesto lo invita a volver a la cama y por fin le regala al oído la respuesta adecuada. ¿Coincide con la que alberga él en su interior? Michelangelo no lo sabe. Lo que sí sabe es que no puede permitirse perder a Paolo. Sus anchas espaldas, la manera que tiene, como un prestidigitador, de transformar cualquier problema teórico en una solución práctica, el pie que desliza entre los suyos un instante antes de quedarse dormido.


Pues claro que sí. Sí, quiero.

• • •

Con Paolo y Michelangelo siempre estábamos celebrando algo. La Navidad, un cumpleaños, el aniversario de su primer beso, de su primera noche juntos, si yo sacaba alguna buena nota en el colegio, lo que fuera.

Según Matteo, ni siquiera en casa de los Barilla, donde sin embargo algunas cosas como pasar juntos la Nochebuena se consideraban bastante importantes, se prestaba tanta atención a las ocasiones de reunirse y de descubrirse, con un poco de buena voluntad, felices de estar juntos.

¿Y yo? Yo estaba encantada. Cuando la idea de tener un padre se había trasladado de la Luna al propio edificio donde vivía, el deseo que desde hacía tiempo incubaba como una enfermedad había estallado: quería, y lo quería con todas mis fuerzas, ser igual a los Otros Niños de Mi Edad. Convencerme de que mi condición no tenía nada de especial, porque todos, en la vida, tarde o temprano, habrían tenido que vérselas con una muerte inesperada, una noticia increíble o un secreto que guardar.

Por ejemplo, me decía, mis compañeros de clase no es que no tengan problemas ellos también: Eva Brandi, sin ir más lejos: ¡su madre ha dejado a su padre por el profesor de gimnasia de su propia hija!

Pero desde luego no podía escapárseme que Eva Brandi y los Otros Niños de Mi Edad tenían, pese a todo, dos padres con los que tratar, o al menos uno: y una abuela, un abuelo y un pez de acuario como puntos de referencia en su vida.

Mientras que yo, no. Por eso, la manía que tenían Paolo y Michelangelo de celebrarlo todo me parecía fantástica. Celebrar me hacía sentir que formaba parte de un algo indescifrable. Me hacía sentir normal (si es que se puede decir así para referirse a una Niña de Mi Edad): tanto es así que yo misma a menudo era quien sugería nuevas ocasiones de celebración.

—¡Paolo, hoy cumplo doce años y cuatro meses!

—Michelangelo, mañana empieza el campeonato de tenis, ¿qué hacemos?

Me gustaba, al atardecer, ir con Michelangelo a recoger a Paolo a la joyería, y luego coger a uno y a otro de la mano, pasar por la pastelería, elegir una tarta, pedirle al pastelero que escribiera algo encima con sirope de chocolate, algo del tipo ENHORABUENA MANDORLA, o MICHI & PAOLO 13 AÑOS JUNTOS, o ¡VIVA ITALIA! Y más me gustaba todavía volver a casa y convertirme en el pinche de Paolo en la cocina: poner la mesa, remover la crema en un cuenco hasta que desaparecían los grumos, aprender cómo se extendía la masa quebrada para hacer una tarta de frutas, cuánto tiempo había que dejar macerar la fruta para que se convirtiera en mermelada. Y cuando a Paolo se le metía en la cabeza inventarse una nueva receta y quería estar solo en la cocina, también me gustaba acurrucarme en el sofá con Michelangelo a ver la televisión. El salón del tercer piso era tan distinto al salón de Tina que me costaba pensar que fueran espacios que, en teoría, servían para la misma función. En casa de Samuele y Cate, todo estaba tan invadido por sonajeros, tacatacas y juguetitos de Lars que todas las habitaciones eran iguales entre sí (de hecho me pregunto por qué razón tuvieron Samuele y Giulia Barilla que elegir el dormitorio conyugal para sus encuentros, como si de verdad lo que buscaran fuera ofender a Cate, más que divertirse juntos).

Pero en las casas en las que cada habitación significaba de verdad algo, las diferencias entre las maneras de entender conceptos como «salón», «vestíbulo» o «habitación de invitados» saltaban a la vista.

El sofá de Tina, por ejemplo, era tan pequeño que cabían sólo ella, sus amigos nocturnos y Gianpietro Costanza, mientras el rosa de los reposabrazos palidecía de año en año.

El de Paolo y Michelangelo, en cambio, era una gran extensión de cojines brillantes, blancos y negros, de todas las formas y dimensiones posibles: había incluso uno con forma de rana. Y luego, la televisión en casa de Tina era un cubo minúsculo, mientras que en el tercer piso era una especie de armario. Y una luz roja y cálida, que girando una ruedecita se podía hacer más o menos intensa, lo envolvía todo: el sofá brillante, la televisión gigante y a nosotros, sentados viéndola.

Pasábamos horas viendo la televisión.

Aunque la mayoría de las veces al final Michelangelo se quedaba dormido.

«¡Eh, eh!», lo sacudía yo los primeros días, creyendo que le sentaría mal perderse el final del episodio de «Friends» o del documental que estábamos viendo. Pero pronto comprendí que Michelangelo elegía sus programas preferidos en función precisamente del hecho de que no podían proporcionarle ninguna información que lo interesara de verdad. Para decirlo de otra manera, elegía programas que le dejaran la libertad de no existir, mientras existían ellos, los programas.

Lo cual tenía la capacidad de sacar a Paolo de quicio.

Me lo confió una noche, después de que organizáramos una fiesta de inspiración japonesa para celebrar el santo de Michelangelo: esa tarde, Paolo volvió a casa dos horas antes de la joyería, con tres kimonos. Michelangelo y yo nos lo pusimos enseguida (el mío era rojo con mil dragoncitos minúsculos con alas por todas las mangas), mientras Paolo se afanaba en la cocina entre bolitas de arroz y pescado crudo. Le salió una cena japonesa a más no poder, con rollitos de todos los colores, salsa de soja para dar y tomar, sake y una tarta helada al té verde que, para ser sincera, no sabía a nada, pero daba gusto verla porque Paolo la había decorado con cisnecitos de cartulina que parecía que se hubieran posado en un lago, a ras del agua.

Comimos hasta empacharnos y luego acabamos hechos polvo en el sofá, vestidos todavía con nuestros kimonos.

Y entonces Paolo empezó a ponerse nervioso.

—Míralo —me dijo, señalándome con la barbilla a Michelangelo, al que le había bastado apoyar la cabeza en su cojín preferido con forma de estrella para ponerse a roncar bajito, mientras en la televisión desfilaban las imágenes de un pájaro que parecía tan insolente como buenos e inocuos se me habían antojado antes los cisnecitos de la tarta de té verde.

«Si acabas de nacer y tu madre te abandona en el nido de otro pájaro, ¿qué hay que hacer para convencer a tus nuevos padres de que te den de comer? De esto saben mucho los cucos… —decía la típica voz que acompañaba esa clase de documentales: pobrecita, se esforzaba por expresar suspense, y quién sabe lo mal que habría podido sentarle saber que Michelangelo la utilizaba de somnífero—. El cuco es un pájaro parásito, que no cría a sus propios hijos sino que prefiere que de esa tarea se encarguen otros pájaros. Las hembras colocan así sus huevos en los nidos de otras especies. ¿Y una vez que el pequeño cuco sale del cascarón? ¡A menudo no se contenta con la hospitalidad del extraño de turno! Pretende ser el único heredero, y echa fuera del nido los huevos de los pajaritos legítimos. Pero por sí solo el delito no basta, y, para conseguir que lo adopten pájaros de otra especie, el caradura recién nacido deber recurrir al engaño. —Al decir «caradura», la voz había adoptado una entonación divertida, como si quisiera decir: también sé ser graciosa, o qué os creíais. En la pantalla, mientras tanto, no se veían más que pajarillos empujándose entre sí—. Las crías del cuco europeo gritan de manera tan aguda que simulan un nido entero de pajarillos tremendamente hambrientos. El primero en dejarse engañar es precisamente el propietario del nido: incapaz de imaginar siquiera que acaban de echar fuera del hogar a sus propios huevos, piensa que está alimentando a sus crías. Y ésta no es la única artimaña del mini usurpador de familias: en la Universidad Rikkyo de Tokio, dos biólogos especializados en el comportamiento de las aves que observaban al cuco asiático acaban de descubrir una nueva y sagaz estrategia. —Ahí están los dos biólogos, con sus caras redondas con dos hendiduras en el lugar de los ojos—. El polluelo del cuco de Horsfield,
Chrysococcyx basalis
, tiene manchas de color naranja en las alas cuya forma se asemeja al pico de un pájaro. Cuando el polluelo de cuco aletea, moviendo la parte anaranjada de sus alas, el progenitor adoptivo —mucho más pequeño de tamaño— cree encontrarse ante un gran número de bocas abiertas de par en par. ¡Y es frecuente que trate de poner comida en el ala del usurpador! —Era increíble: ¡de verdad parecía un pico, pero era un ala! Me habría gustado tirarles de la manga del kimono a Paolo o a Michelangelo, como para decirles: ¿habéis visto? ¿Estáis pensando vosotros también en lo que estoy pensando yo? Pero uno dormía, y el otro lo miraba dormir—. Para comprobar su hipótesis, los dos biólogos han pintado de negro las alas de algunos cucos. El resultado ha sido sorprendente: a los polluelos pintados de negro les daban de comer hasta un quince por ciento de veces menos que a los otros…»

—Increíble, ¿verdad? —dije entonces dirigiéndome a Paolo.

Quería hablar del cuco, naturalmente, o mejor dicho, del hecho de que la historia del cuco podía aplicarse a alguien como yo. A dos personas como nosotros. Porque si bien Paolo estaba seguro de no ser mi padre, Michelangelo y yo estábamos en el mismo barco. O debería decir: en el mismo nido. Donde, si bastaba un ala naranja para que pareciera una boca abierta de par en par, ¿cómo era posible fingir que todo fuera como debe ser, si es que se puede decir así para referirse a normal?

—Increíble, sí —contestó él: pero no hablaba del cuco. En absoluto—. Me recorro toda Roma de una punta a otra en busca de una tienda de comestibles japonesa, paso del trabajo, paso de todo para organizarle una fiesta de santo como debe ser. ¡Me gasto un ojo de la cara en tres kimonos de los cojones porque pienso que le hará ilusión! ¡Que lo veré sonreír! Y en lugar de eso, ¿qué me encuentro?

Debajo de las últimas imágenes de los polluelos impostores desfilaban ya los títulos de crédito, en los que, en lo que a mí respectaba, ponía:

MANDORLA, ES MEJOR PARA TI Y PARA TODOS NO PERDER TIEMPO HABLANDO DE LO QUE PASÓ EN EL SEXTO PISO ESA TARDE DE MARZO ETC. ETC. ETC. ¿Te lo quieres meter de una vez en la cabeza? ¿Te quieres meter en la cabeza de una vez que tu padre, si de verdad quieres imaginártelo en algún lugar, te conviene seguir pensando que está en la Luna? ¿Que los vecinos de la calla Grotta Perfetta no tienen ni la más mínima intención ni las ganas de darle vueltas a esta historia para eliminar los grumos? Olvídalo, anda: vivimos todos en la ignorancia de algo que nos concierne.

—Y en lugar de eso, ¿qué me encuentro? —Al contrario que yo, Paolo no abandonaba fácilmente su presa si decidía hacer frente a un problema—. En lugar de eso, míralo. —Volvió a señalarme a Michelangelo, que roncaba ya bien fuerte, con las piernas colgando fuera del sofá.

—A lo mejor estaba cansado… —traté de defenderlo yo: aunque no alcanzaba a entender exactamente de qué lo acusaba Paolo.

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