La luz en casa de los demás (18 page)

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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

BOOK: La luz en casa de los demás
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Por eso, aunque después llegó Lidia, y Lorenzo le explicó por qué estaba yo allí, no sirvió de nada. Aunque ella ahora me haya llevado a su dormitorio, y parecía de verdad la conmovedora escena de una película en la que dos amigas se confían sus secretos, no sirvió de nada. Aunque me confió que había hecho el amor millones de veces con Lorenzo, pero que se peleó con él durante un tiempo y entonces se quedó embarazada de otro, con el que sólo había estado por despecho, porque todos cometemos errores, y por eso no podemos ser demasiado severos con los errores de los demás, no sirvió de nada. Aunque, bajando la mirada, me contó que perdió a ese niño después de un mes de embarazo, y que ése sí que fue un momento horrible, porque aunque no fuera de Lorenzo, ese hijo era suyo, había sido suyo, no sirvió de nada. Aunque me explicó que era muy importante que yo entendiera que esas tres cosas (quererse, hacer el amor y concebir un hijo) a veces no tenían por qué tener nada que ver las unas con las otras, no sirvió de nada.

¿Por qué es de verdad necesario que le diga a Pavarotti cómo me sentía esa tarde? ¿Es que no se lo puede imaginar? ¿Es que no se lo podría imaginar cualquiera?

Me sentía una ladrona de padres. A la que, sin embargo, le habían robado el suyo.

Una ladrona de madres. A la que, sin embargo, etc.

Entonces recé muchísimo.

Porque yo sólo quería ser un tortellini de Tina, la cama de Samuele y Cate, el tatuaje de Giulia Barilla, un pañal sucio de Lars, un pelo de
Efexor
. Cualquier cosa que no fuera yo misma: un cromo con la droga de
Mundoperro
, incluso.

En el tercer piso
Enero de 1990

Acaban de dar las doce de la noche.


Feliz año, Eme —balbucea Maria, con la boca pastosa por los analgésicos. De la manta sólo asoman sus ojos, la escayola que le hace las veces de pierna izquierda, y las otras dos que le hacen las veces de brazos.


Feliz año, Eme —le contesta Michelangelo, sentado al pie de esa cama de hospital, en el servicio de urgencias donde han ingresado a Maria esa tarde, después de que la atropellara un coche que de milagro logró frenar cuando esa chica surgió de repente, como si un semáforo en rojo, para ella que iba con prisa, no significara nada.


Si al menos tuvieras una aventura con, qué sé yo, uno de esos médicos increíbles tipo el doctor Ralph de
El pájaro espino —
le dijo Michelangelo nada más reunirse con ella en el hospital, después de pasar por casa para traerle su cepillo de dientes, la pasta y un camisón—, entonces sí habría tenido sentido cruzar en rojo.


No tienes ni idea: el padre Ralph era un cura —sonrió ella—. Además llegaba tarde… ¿Tú crees que me lo perdonarán algún día? —le preguntó ella, riendo, como cuando al hacer una pregunta uno sólo quiere dar pie a que el otro diga algo gracioso.


¿Quiénes, los mendigos de la estación? ¿Por faltar a la comida benéfica de Fin de Año? Oh, desde luego, no habrán pensado en otra cosa: «¿Dónde está Maria?», se habrán preguntado todo el tiempo. Porque, ¿qué problemas puede tener la gente como ellos? Qué coño, ahora su mayor preocupación seguro que es la de no haberte visto hoy en el banco del comedor social. «¡A quién le importa si va a nevar y no tenemos dónde dormir! ¡Queremos saber por qué no ha venido Maria!» Eso es lo que estarán diciendo ahora.

Por lo general nadie entiende su sentido del humor: y, en efecto, la enfermera que le estaba tomando la temperatura a Maria los miró sin acertar a contener un gesto de desaprobación por un cinismo tan estúpido y gratuito.

Ahora se han quedado solos.


Anda, venga, márchate. Todavía estás a tiempo de irte a alguna fiesta —le sugiere Maria a Michelangelo.


No me apetece.


Venga, Eme: ¡tienes que vivir tu vida!


Pero si mi vida es ésta —le contesta él.

Ningún hombre heterosexual me ha dicho nunca nada tan romántico, piensa Maria. O quizá no se lo he permitido a ningún hetero. Quién sabe, ¿quizá Michelangelo es el premio de consolación por el desastre que es mi vida sentimental, o el obstáculo definitivo que impide que tenga una relación normal, como todas las mujeres de mi edad? Qué más da, decide Maria. Tiende el brazo escayolado y le coge la mano a Michelangelo. El doctor Ralph… repite bajito, y se ríe. Hasta que se queda dormida.

• • •

Resumiendo.

A los doce años medía un metro treinta y uno de altura: o, mejor dicho, de bajura.

No pesaba nada pero, a diferencia de lo que sostenía Tina, comía bastante.

Iba por ahí vestida como un
collage
y no lo hacía aposta, pero:

1.
si no te das prisa en darte cuenta de cómo visten los Otros Niños de Tu Edad luego es difícil recuperar el tiempo perdido;

2.
no quería disgustar a ninguno de los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315.

Así es que llevaba mis típicas bailarinas, los vestidos rabiosos que le gustaban a Samuele, la chaqueta de paño azul de Cate, los pendientes de oro y de coral; en el pelo, una horquilla con forma de mariposa que me había regalado la señora Barilla, y, en el cuello, un colgante con un colmillo de elefante que Lidia y Lorenzo me habían traído de África, donde al final sí consiguieron marcharse.

No tenía amigos; aunque una vez, si he de ser sincera, lo intenté: con Eva Brandi, una rubita que se sentaba detrás de mí y de Matteo. Eva era un perfecto ejemplar de la categoría ONME. No es que por aquel entonces fuera nada del otro mundo, al contrario. Era alta, sí, pero también flaca como un fideo, y no paraban de salirle granos en la frente. Pero a ella no parecía importarle, estaba encantada con sus vaqueros elásticos, y muy orgullosa de saber participar en cualquier conversación que mantuvieran los chicos de la clase, durante el recreo, ya fuera de una película que hubieran visto la noche anterior o de un partido de fútbol.

El caso es que un día, cuando sonó el timbre que anunciaba el final de la última hora, Eva, que hasta ese momento no me había dirigido la palabra jamás de los jamases, me sonrió y me dijo adiós. Como Caterina siempre me estaba dando la tabarra con que no era normal que no invitara a nadie a hacer los deberes conmigo por la tarde, cogí la ocasión al vuelo e invité a Eva. E, increíble pero cierto, ella me contestó que vale.

—¿Esta tarde a las cuatro?

—Oca —me contestó: que quiere decir ok, en la lengua de los ONME.

Empecé a esperarla desde ese mismo momento: de lo nerviosa que estaba ni siquiera pude comer, porque siempre he tenido debilidad por esos momentos con respecto a los cuales, el día de mañana, se puede echar la vista atrás para decir: «¡Fue entonces! ¡Fue entonces cuando estaba empezando todo, y yo no lo sabía!» La primera vez que se estrechan la mano dos personas que luego serán marido y mujer, el primer malentendido entre quienes, de ahí a un año, se mandarán al cuerno definitivamente: la primera de las infinitas tardes que dos amigas del alma pasarán juntas.

Porque, mientras esperaba a que fueran las cuatro, no hacía más que imaginarnos de mayores, a Eva y a mí, sentadas en un bar con las piernas cruzadas, contándonos la guerra que nos daban nuestros hijos, que, mira qué casualidad, habrían nacido el mismo día y eran un niño y una niña que, por supuesto, de mayores se habrían casado el uno con la otra. Y por fin Eva llamó al telefonillo. Le abrí para que subiera y, en cuanto entró, le ofrecí un zumo y un bocadillo de Nutella, como Cate me había aconsejado. Una vez terminada la merienda, quise hacerle unas preguntas para poder ser amigas del alma. Le pregunté cuál era su color favorito, si prefería los números pares o los impares, cuántos hermanos tenía, etc. Pero entonces, en un momento dado, ella estalló y me preguntó: «Bueno, ¿y ahora qué hacemos?» Yo intenté explicarle que ya estábamos haciendo algo, es decir, trabar amistad. Pero entonces ella se empeñó a toda costa en ver la tele. Al menos, añadió.

«Vamos a ver la tele, al menos.» Eso fue lo que dijo exactamente. Y nos pusimos a ver el canal de la teletienda, calladas las dos, hasta que su madre vino a recogerla, y entonces nos despedimos, con esa especie de vergüenza que quizá le da a todo el mundo cuando está claro que el final de una primera cita no llevará a nada maravilloso, al contrario, sino que coincide con la certeza de que no habrá una segunda.

En realidad, la cosa con Eva Brandi no terminaría ahí.

Pero, por aquel entonces, parecía que sí.

Por lo demás, mis compañeros de clase se limitaban a no burlarse de mí, gracias a Matteo Barilla, pero estaba claro que no les interesaba lo más mínimo saber quién era yo ni lo que pensaba, mientras que Matteo, a quien sí le interesaba, por aquel entonces no me interesaba a mí.

Sigamos.

Ya había tenido sarampión, paperas y tos ferina. Había estado dos veces en Santa Marinella con Tina, tres veces (dos en verano y una en invierno) en la montaña con los Grò, en París, también con los Grò, y en Nápoles, sólo un día, con Cate, que tenía allí un juicio.

Me gustaba marcharme y también me gustaba volver: quedarme en un sitio, en cambio, empezaba a ser un problema.

Sigamos.

Me gustaba ver cómo la lluvia formaba gotitas en la ventana, jugar a las damas los jueves por la tarde con Gianpietro Costanza, al escondite con Lars, leer los libros que las editoriales le regalaban a Lorenzo y que él luego me regalaba a mí, asistir en directo, desde el estudio radiofónico, cuando al día siguiente no tenía colegio, a las retransmisiones de
Sentimentales anónimos
, el programa de Lidia.

No me gustaba la geometría, ni la idea en general de tener que estudiar y aprender cosas que no me interesaban en absoluto sólo para que me preguntara alguien que ya sabía las respuestas a las preguntas que me hacía, no me gustaban los huevos, ni las judías ni la sopa de verduras.

Rezaba cada noche para poderme transformar en una cosa distinta, pero si alguien me hubiera pedido que eligiera una sola, no lo habría dudado: el taxi inglés de
Mundoperro
, habría dicho.

Cuando Tina, Cate o el ingeniero Barilla iban a hablar con mis profesores, volvían siempre con el mismo veredicto: el problema era que tenía la cabeza en otra parte (aunque ningún profesor me hacía el favor de especificarme dónde). Y las cosas buenas eran que era una niña muy educada y me expresaba con «notable propiedad en el lenguaje» para la edad que tenía.

Puede. Yo no es que me sintiera especialmente afortunada por conocer el significado de palabras como «paradigmático», «iluminismo» o «follar».

Sigamos.

Prefería el invierno al verano, el
pandoro
al
panettone
y los perros a los gatos.

Pero sobre todo: con doce años, veía a mi padre en todas partes.

Como me había recomendado Tina, no le había dicho nada a nadie de esa maldita tarde, de Samuele desnudo con Giulia Barilla desnuda, etcétera, etcétera, etcétera. Me había limitado, a la mañana siguiente, a preguntarle a Cate: «¿Me acompañas a cortarme el pelo esta tarde?» Y aunque el peluquero no dejara de cortar, y me hubiera reducido a una especie de soldadito, estaba satisfecha porque también Cate se había decidido a peinarse. Nada de pelo teñido de verde al estilo de Giulia, es cierto: pero con el pelo bien peinado, ligeramente ondulado como si se lo agitara el viento, en mi opinión Cate habría podido participar en un concurso de belleza y ganarlo. También se dará cuenta Samuele cuando la vea volver a casa así, pensaba yo.

Mientras tanto, fiel a nuestros planes, Tina asumió la responsabilidad de convocar a los vecinos en el antiguo lavadero y anunciarles: «Mandorla lo sabe.» Por lo que me contó, la única preocupación de todos fue que nada cambiara en esa especie de equilibrio que, con tanta dificultad, habían logrado asegurarse a sí mismos y a mí. No importaba que yo supiera lo que había pasado cinco años antes: pero por mi bien, sobre todo por mi bien, que no se me ocurriera querer saberlo todo. Saber ¿qué? Querido Pavarotti, ¿cómo que qué? ¡Pues qué va a ser, la Verdad!

«Porque hay secretos que respetar, secretos que, en aras de nuestra serenidad, son tan importantes como las cosas que, por el contrario, sabemos», sentenció Tina, al final de su relato de la reunión con los vecinos. Para después preguntarme, con esa aprensión que transforma las preguntas en súplicas:

—Bueno, qué, ¿me prometes, pequeñita, que no te vas a meter ideas raras en la cabeza?

—Te lo prometo —le contesté.

Estaba claro que, con eso de «ideas raras», se refería al deseo de descubrir quién era mi padre.

Noviembre de 2004


¿Qué diantre significa, señorita Polidoro, que «Mandorla lo sabe»? —El ingeniero Barilla, como de costumbre, da voz y concreción al estupor, a la perplejidad general.


Lo sabe —repite Tina, concentrando la mirada en el dobladillo descosido de su falda, para evitar la posibilidad de que alguien vea en sus ojos que está a punto de mentir—. Me ha oído hablar al teléfono con mi amigo Gianpietro Costanza de esa situación… o, mejor dicho, de esta situación. La situación en la que estamos desde hace cinco años, para entendernos. Entonces, sensible como es, esta pequeña se ha puesto a hacerme mil preguntas. A las cuales, vieja y tonta como soy, no he podido evitar responder.

Todos me miran ahora y probablemente me odian (todos menos Samuele Grò, a quien estoy salvando el pellejo), piensa Tina. Hacen bien, reconoce para sí. Pero creía ser más fuerte y poder soportar, en nombre de la serenidad de Caterina Grò (desde luego no del pellejo de su marido) el rencor del que ahora es injustamente víctima. Pero no es fuerte en absoluto. Porque ella, por Dios bendito, ella es una buena persona. No es posible que sus vecinos la miren así, como si fuese un criminal. O peor todavía: que la miren como la miraba su madre. Entonces ya no aguanta más e intenta al menos salvar lo que se pueda salvar.


No se preocupen. Mandorla me ha dicho (ella misma espontáneamente, mira tú por dónde) que no tiene el más mínimo interés en saber quién es de verdad su padre. En lo que a ella respecta, nosotros, los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315, somos su familia: no le interesa nada más. La pequeña, lo vuelvo a decir, es muy sensible: entiende perfectamente qué es lo mejor para ella y también para ustedes. Para nosotros, quería decir, naturalmente. Bueno, así que, no hay ningún problema, ¿no? —Y vuelve a concentrarse en el dobladillo de su falda. Intenta dividir las mentiras en dos categorías: las que se dicen para hacer el bien, y las que se dicen para hacer el mal. Pero, si proteger a Caterina Grò de la verdad tiene algo que ver con el bien, no se puede afirmar lo mismo con tanta seguridad en lo que respecta a Mandorla y al deseo legítimo que pueda tener la pequeña de descubrir la identidad de su padre: Tina es consciente de eso. Mañana sin falta tengo que ir a confesarme, piensa. Apenas consigue sacar algo de consuelo de esa decisión cuando ya le espeta Lidia, con muy malos modos:

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