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Señorita Polidoro, ¿qué quiere decir con eso de «ningún problema»?
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De modo que, por aquel entonces, todos sabían que yo sabía, pero no sabían todo lo que de verdad había que saber y que Tina y yo (y, naturalmente, Samuele y Giulia Barilla) sabíamos.
«Un periodo terrible», parece que lo definió Cate, cuando se lo contó a Pavarotti (o eso al menos me ha dicho él).
En efecto, vivir con ella y con Samuele para mí también se había convertido en una tortura.
Estaba deseando mudarme al tercer piso para no tener que seguir sosteniendo la mirada azul y transparente que tenía Cate cuando se preocupaba, qué sé yo, de que me hubiera lavado las manos antes de sentarme a la mesa, como si no hubiera habido nada más importante que decirnos ella y yo. Cuando sí que lo había.
Por no hablar de Samuele que, después de aquella tarde, aprovechando un momento que estábamos los dos solos, me había susurrado: «Las cosas no son lo que parecen, Mandorla», y nada más: como si no hubiera necesidad de explicarme qué eran las cosas de verdad entonces. Cuando sí que la había.
Giulia Barilla, por su lado, cuando se topaba conmigo, no sé, a lo mejor porque Matteo insistía en que subiera a verlo, me saludaba diciendo: «Hola, niña de mierda.» Su hermano la justificaba, con ese aire que ponía siempre para dar a entender que comprendía todo lo que había que comprender, y me tranquilizaba diciendo: «No le hagas caso: es su carácter.»
Todo eso no me impedía dormir por las noches, sólo la posibilidad de una emboscada inesperada de
Mundoperro
tenía esa capacidad, pero sí que me distraía de aquello que se había convertido en mi único interés: ver a mi padre por todas partes, vuelvo a repetir.
Cruzarme en el ascensor con el ingeniero Barilla, examinarle las orejas, la forma de la cabeza, fantasear sobre el tono de rojo de la sangre que corría por sus venas y comparar todo ello con mis propias orejas, con la forma de mi cabeza y el rojo de mi sangre. Pedirle a Lorenzo aclaraciones sobre el libro que me había regalado el día anterior, porque no se fijaba nunca en los títulos antes de pasármelos, y a veces me encontraba con ensayos incomprensibles de teología o tratados de filosofía clásica: y también me gustaba escucharlo, pero, sobre todo, lo que quería era observar sus manos mientras gesticulaba para expresar un concepto especialmente difícil, y fijarme en si esas manos se parecían a las mías, cuánto y de qué manera. Espiar la forma que tenían los hombres de la calle Grotta Perfetta 315 de sonarse la nariz, ver si tenían correo en el buzón o bostezar: averiguar qué podía haber heredado yo, para descubrir de quién lo había heredado.
Ellos, en cambio: nada.
—Eso es lo que me parece de verdad infame por parte de los hombres de ese edificio —me ha dicho Pavarotti—. Que no hayan tenido siquiera el valor de confesarte que no han tenido el valor de hacerse la prueba de ADN. ¿De qué hablaban mientras, durante todo ese tiempo? ¿De tus deberes del colegio? ¿Del tiempo?
Más o menos sí.
Pavarotti despotrica de los hombres porque entre las mujeres de la calle Grotta Perfetta 315 está también Cate, me imagino: pero si a él de verdad le parece escandaloso el silencio con el que mis familias decidieron admitir que entre ellas se escondía mi padre, entonces la responsabilidad es de todos: hombres y mujeres; adolescentes y niños; y un perro.
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Señorita Polidoro, ¿qué quiere decir con eso de «ningún problema»? —Lidia se levanta de la silla de pura indignación.
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Cálmese,
dottoressa
Frezzani —la invita el ingeniero Barilla.
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No, no me da la gana de calmarme —insiste ella—. Mandorla no debería haberse enterado, y sin embargo así ha ocurrido. Muy bien. O mejor dicho, muy mal. Sea como fuere, Mandorla está al corriente de que su padre vive en este edificio. Pero, según la señorita Polidoro, no le interesa saber nada más: ¿es así, señorita?
—
Dice que todos nosotros, los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315, somos su familia, y que no le interesa saber nada más —repite Tina, con un hilillo de voz, los ojos fijos en el dobladillo de su falda.
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Me parece que con esto Mandorla confirma ser la niña razonable que todos hemos aprendido ya a apreciar —considera la señora Barilla.
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Quizá no nos hayamos entendido bien. —Lidia parece ahora más tranquila, pero Lorenzo la mira asustado y la anima a volver a sentarse: precisamente cuando su chica deja de estar exaltada y recupera la calma es cuando se vuelve de verdad peligrosa—. Lo que quiero decir, señora Barilla, es que en el punto en el que estamos ahora, ya no nos es posible seguir haciendo como si nada.
—
¿Y eso por qué? —pregunta Caterina.
—
Eso es: ¿por qué, Lidia? —añade Samuele como un eco, más que nada para que su mujer entienda que, sea cual sea la postura que elija adoptar, él estará de acuerdo con ella. Desde el principio de la reunión, no hace más que meterse las manos en los bolsillos y rascarse los muslos. Grò está inquieto, piensa Tina, porque es obvio que es consciente de que la culpa de que Mandorla se haya enterado de aquello que no debería haberse enterado nunca la tiene su horrible infidelidad. Tina no alcanza a imaginar siquiera el motivo real del evidente nerviosismo de Samuele: Giulia Barilla todavía no ha contestado al mensaje que le mandó hace ya treinta y seis minutos.
—
¿Cómo que «por qué»? —Lidia ahora sencillamente no da crédito a lo que oye—. Pero ¿os habéis vuelto locos? Según vosotros, ¿deberíamos hacer caso omiso de lo que ha ocurrido? ¿Es que acaso no creéis que tengamos el deber moral de hablar con Mandorla todos juntos, ahora que sabe que su padre se esconde entre nosotros?
—
Hace cinco años hicimos un pacto,
dottoressa
Frezzani —le recuerda el ingeniero Barilla.
—
¡Pero ahora las cosas han cambiado!
—
Si un pacto se llama familia,
dottoressa,
es difícil que ocurra algo que realmente pueda quebrarlo —replica el ingeniero.
—
¡Nosotros no somos una familia! —exclama Paolo, alzando la voz—. ¡Somos cinco familias bien distintas unidas por un pacto, es cierto, pero un pacto infame! Yo lo dije desde el principio, que era necesario hacer la prueba de ADN. Desde el principio lo dije.
—
No tiene sentido reprocharnos ahora cosas del pasado, Paolo —lo sermonea Cate, muy serena—. Lo hecho, hecho está. Y Mandorla, te guste o no, nos convierte a todos en una familia: tiene razón el ingeniero.
—
Perfecto: ¿y ser una familia nos confiere entonces el derecho de obviar y no hablar de una cosa gigantescamente grave como es el hecho de que, de ahora en adelante, Mandorla sea consciente de que tiene un padre en este edificio pero no pueda saber quién es ese padre? —pregunta Lidia.
—
El derecho, no —le contesta el ingeniero Barilla—. Ser una familia confiere el deber de obviar cosas «gigantescamente graves»,
dottoressa. —
Después se dirige al resto de los vecinos—: Por supuesto, ello no quita que si al padre de Mandorla le pareciera oportuno revelar su identidad, éste me parece el momento idóneo para hacerlo.
Pasan, mudos, segundos que parecen minutos.
Hasta que: bip-bip, la señal que anuncia la llegada de un mensaje al móvil de Samuele quiebra el silencio.
• • •
Qué extraño.
En esta larga noche, que cuanto más avanza más parece que retroceda en el tiempo, me doy cuenta de que no consigo recordar ni una sola cosa de las que solía hacer todos los días: no recuerdo a qué hora ponían en la tele mis dibujos animados preferidos, no recuerdo los nombres de los siete reyes de Roma, ni de mi profesor de natación.
Y sin embargo no había tarde que no hiciera lo que fuera con tal de poder ver la tele, no había lunes que no fuera a la piscina, y, como la profesora de historia preguntaba en clase sin avisar, había que llevar siempre la lección bien estudiada.
Nada: un vacío total. Lo he olvidado todo. Mientras que recuerdo, como si hubieran sucedido ayer, hechos aislados, que quizá me ocurrieron una vez y nada más, pero que, precisamente por ello, se diferencian de todo lo demás. Es como si la memoria avanzara esquivando las costumbres y amplificara las excepciones.
Por ejemplo, ahora mismo no sabría decir qué sentía al tener que diluir la urgencia natural que tenía de saber quién era mi padre en la urgencia misteriosa con la que todos, de una manera u otra, me incitaban a renunciar a ello.
Ocurría día a día, y yo no lo recuerdo.
Mientras que recuerdo perfectamente lo que me dijo Paolo cuando por fin pasé del segundo piso al tercero, para vivir con él y con Michelangelo.
—Mandorla, una cosa tiene que quedar clara entre nosotros. Ya no es un secreto que tu padre vive en este edificio. Nadie habla de ello, pero todos lo sabemos. Muy bien, pero que sepas que no soy yo. De eso, al menos, puedes estar segura. Tu madre, sin ánimo de ofender, no me caía bien. Y te diré más, si hay que salir del armario, es mejor hacerlo del todo: en mi opinión, era una auténtica pelmaza. Llamaba por teléfono o al portero automático de nuestra casa a todas horas, de día o de noche, en los primeros tiempos de irnos Michelangelo y yo a vivir juntos: ¿te parece normal? Demonios, le decía yo a Michelangelo, ¿por qué no se busca Maria un marido sólo para ella, en lugar de recurrir a ti cada vez que tiene el más mínimo problema? Por si eso fuera poco, no sabes cómo me trataba al principio tu madre. Como si fuera fruto de la imaginación de Michelangelo, exactamente así me trataba. Algo pasajero, una alergia que, tarde o temprano, así como había aparecido, desaparecería. Pero me quedé, maldita sea, y tanto que sí. Desde que me compré este piso, y Michelangelo se mudó a vivir conmigo en lugar de seguir haciendo de dama de compañía de tu madre, por fin tuvo que aceptarlo. No creo que me perdonara el que le robara su juguetito. Ahora descansa en paz, pero nunca podrá perdonármelo, pobre mujer. Bueno, el caso es que es obvio y no hace falta ni decirlo que esa tarde de marzo desde luego no fui yo quien estuvo con tu madre en el antiguo lavadero del sexto piso. Ni por asomo. Bastante difícil nos resultaba ya a los dos estar juntos en un mismo sitio lo que durara una reunión de junta de vecinos.
Uno menos, pensé, tachando a Paolo de la lista que, pese a todo, nada ni nadie conseguía quitarme de la cabeza.
Pero, justo después, pensé también otra cosa.
Mi madre no era ninguna pelmaza. Quizá en la historia de Paolo, en su versión de los hechos, era necesario que alguien tuviera el papel del malo: y ese papel le tocó a ella. Pero eso no significa que de verdad fuera una pelmaza, como por supuesto tampoco lo era Paolo. Aunque tal vez mi madre necesitara creerlo.
Así que no me quedaba más que rezar: oh, pendientes.
Febrero de 1993Oh, pendientes de oro y coral,
hagamos un intercambio:
yo me convierto en vosotros y me hago a la idea
de ser un regalo de Paolo
pero de estar en las orejas
de la hija de Maria
(a la que Paolo odiaba):
si así tiene que ser,
pues que lo sea.
Pero vosotros, oh, pendientes,
os convertís en mí,
y entonces no os debe importar
un rábano
si para los Otros Niños de Vuestra Edad
no sois nada, un cero a la izquierda;
os tiene que importar un rábano
si a Giulia Barilla le da por llamaros
pendientes de mierda,
si Samuele no le dice nunca la verdad a Cate.
¿Y vuestro padre?
Oh, pendientes,
quién sabe si imagináis
que vivís cerca, muy cerca de él
(pero ¿por qué?
¿dónde está?, os preguntáis.
De nada sirve:
porque no,
eso no os tiene que interesar ni una pizca siquiera).
Unos días antes, Michelangelo dijo así, como si nada, estaría bien, con el frío que hace, irse a algún rincón del mundo donde ahora haga cuarenta grados: a Paolo le bastó eso para reservar un bungaló escondido entre los cocoteros de la isla de La Digue.
—
Feliz día de San Valentín, cariño —susurra, en cuanto Michelangelo abre los ojos.
—
Feliz día de San Valentín a ti también, mi amor.
El mar los saluda desde la ventana y les protege las espaldas.
La vida puede cambiar de un momento a otro, si sabes reconocer ese momento, piensa Paolo. Ese día, en la joyería, podía ser un día como tantos, un día como todos los demás. También Michelangelo. Él también podía ser un cliente como tantos, como todos. Entró sin tener siquiera una idea precisa de lo que andaba buscando.
—
Necesitaría un colgante. De la forma que sea, mientras no sea un corazón: no es para una persona con la que tenga una relación —dijo de un tirón: y a Paolo nunca se le escapaba cuando un hombre empleaba expresiones como «alguien con quien tengo una relación», en lugar de especificar que se trataba de una «mujer». Pero no había querido interrumpirlo y lo había dejado proseguir—: Bueno, vamos, que es para mi compañera de piso: mañana celebramos nuestro quinto aniversario de convivencia. Se llama Maria, pero yo la llamo Eme, porque yo me llamo Michelangelo, y ella también me llama a mí Eme. Es una cosa entre ella y yo, que parece un poco tonta, es difícil de explicar a los demás, esto de tener las mismas iniciales… y bueno, el caso es que me gustaría grabar esta inicial en el colgante. Pero claro, antes tendría que elegir el colgante adecuado.
Paolo, por deformación profesional, estaba acostumbrado a interpretar los deseos de los clientes para después darles una forma concreta: sabía aconsejar un anillo
trilogy
si se trataba de engañar con vanas esperanzas a una amante, o una pulsera de oro blanco si se trataba de tranquilizar a una esposa. Y, por ejemplo, ese rubito de mirada huidiza y aire majestuoso era obvio que no necesitaba en absoluto ese colgante: lo que necesitaba era alguien a quien regalarle uno en forma de corazón.
—
¿Recuerdas nuestra primera cita, cariño? —le pregunta Paolo a Michelangelo, mientras el sol que luce en febrero en las Seychelles empieza a filtrarse, prepotente, por las cortinas del bungaló.