—Pero entonces ¿quiere decir que Jesús era negro? —le preguntaba yo cuando la acompañaba.
—No, hombre, no —me explicaba ella—. Éste es uno de los poquísimos crucifijos de Europa que lo representa así: lo han fabricado en Uganda, donde todos tienen la piel oscura y por eso se imaginan a Jesucristo así.
—Entonces en Uganda son unos mentirosos.
—¡Qué dices, pequeñita! Jesús es siempre el mismo, sea como sea.
—Entonces ¿quién es Jesús?
—¡El hijo de Dios!
—¿Y Dios?
—¿Qué?
—Dios ¿quién es?
—Pero ¿qué cosas preguntas, pequeñita? ¡Dios es Dios!
Y así podíamos tirarnos horas razonando las dos: siempre y cuando no habláramos de por qué habíamos terminado viviendo juntas.
En ese caso no había nada de qué hablar. Era así, y punto. Igual que lo de que Dios es Dios.
Sólo algo más tarde Caterina Grò, la del segundo, me explicó que, en términos legales, mi adopción no había sido precisamente un paseo: y lo que había hecho todo aún más difícil era el hecho de que Tina no estuviese casada. Un equipo de psicólogos la había sometido incluso a una larguísima serie de tests en los que le enseñaban unas manchas, y ella tenía que decir qué veía, pero, si no lo he entendido mal, no podía decir que sólo veía eso: manchas.
Al final, gracias a la ayuda de un amigo del ingeniero Barilla que trabajaba en el Ministerio de Justicia, lo habían conseguido. O mejor dicho: lo habíamos conseguido. Vamos, que lo había conseguido Tina.
Que, sin embargo, dicho sea de paso, no se extendía nunca al respecto.
—Pequeñita, tarde o temprano llegarás a una edad en que podrás decidir tú misma qué es lo mejor o lo peor para ti.
—¿Es mejor o es peor tener seis años y medio?
—Las personas se dividen en dos: las que creen que es mejor, y las que creen que es peor.
—¿Y tú?
—¿Yo, qué?
—¿Tú qué crees?
—Yo… pues… yo… ¿qué, Mandorla, nos preparamos un buen plato de tortellini?
No había forma de que Tina dijera «yo». Mi madre, en cambio, no paraba de decir «yo». Y por eso yo (me refiero a mí, Mandorla), a mi vez, no estaba en absoluto acostumbrada al «tú». Que Tina empleaba todo el rato.
Tú estate tranquila, pequeñita. Todo irá bien. Ahora durante un tiempo te quedarás conmigo. Después, como en este edificio todos queríamos mucho a tu madre y nadie quiere perderse el privilegio de pasar tiempo contigo, irás a vivir a otro apartamento, pero podrás venir aquí a merendar galletas siempre que quieras.
—…
—Después te volverás a mudar de casa. Y luego otra vez. Pero siempre te quedarás en el edificio, naturalmente, y la puerta del primer piso siempre estará abierta para ti. Hasta el día en que elijas dónde quieres vivir.
—¿Contigo?
—A lo mejor sí, a lo mejor decides vivir conmigo.
—¿Tú estás contenta si decido eso?
—¡No tengas prisa, pequeñita! Las personas se dividen en dos categorías: las que tienen prisa, y las que se piensan las cosas con calma; y las segundas se equivocan mucho menos.
«Pero nunca se divierten mucho», le contestaría ahora que (según Pavarotti, que me lo jura por Cate) ha llegado el momento de tomar una decisión. Ayer, o mejor dicho, hace diez años, en cuanto Tina decía lo de las categorías de personas, yo entendía sin más que la conversación había llegado a su fin.
¿Cómo es posible?, se pregunta Tina. ¡Había ocho! Estaba segura, totalmente segura de que había ocho. Tiene que haber ocho. Compro siempre un paquete de dieciséis tortellini —siempre—, ¿cómo es posible que falte uno, precisamente esta noche? A mediodía almorcé ocho, como de costumbre, podría jurarlo. Así que ahora tendrían que quedarme ocho, y sin embargo hay siete, y no me convence que pueda haber ocurrido algo así, francamente, no me convence. No creo que pueda haber sido
Negro,
el gato del barrio: las ventanas han estado cerradas toda la tarde, ¿por dónde podría haber entrado? Es un misterio inexplicable. ¿Y ahora tendría que ponerme a cenar como si nada? ¿Como si estuviese acostumbrada a comerme siete tortellini en lugar de ocho? ¿Como si fuera algo normal?
No lo ha hecho nunca en su vida, ni siquiera cuando era pequeña: pero ahora no se puede aguantar y se pone a lloriquear. Lloriquea: «Había ocho», y, cuanto más lo repite, más ganas tiene de lloriquear. No es exactamente un llanto: parece el chirrido siniestro de una puerta cuyos goznes necesitan aceite.
«Había ocho…», continúa, inconsolable. Querría parar de lloriquear, recuperar la contención que la distingue de los demás. Pero no lo consigue. Chirría, impertérrita, no lo puede evitar. Entonces se pega una bofetada. Y otra. Y otra más. Y cuanto más se abofetea, más ganas tiene de lloriquear, y cuanto más lloriquea, más se abofetea para obligarse a parar. Quién sabe cuánto tiempo sigue así. Hasta la medianoche, que le quema tanto la cabeza que se toma una aspirina con un vaso de agua.
Chin chin, se dice antes de bebérselo, felicidades: hoy Tina cumple treinta años.
• • •
Cuando descubrí lo que ocurría en el primero en cuanto lograba conciliar el sueño, al principio no entendí nada. Era precisamente una noche como ésta, en la que quedarme dormida parecía imposible.
Daba vueltas y vueltas en la cama ni grande ni pequeña, como un filete en una sartén: el aceite en el que no lograba calmarme era el hecho de que el invierno se convirtiera en primavera, que la primavera corriese a precipitarse en el verano: que, resumiendo, todo siguiera su curso, sin importar que mi madre ya no pudiera celebrar la llegada del calor, cuando por fin se instalaba, o sustituir la colcha por el edredón, a mediados de noviembre.
Si el mundo es tan indiferente a quien responde o no a su llamada, pensaba yo, ¿qué sentido tiene estar en él? ¿Qué sentido tiene levantar la mano y responder presente, lavarse la cara por las mañanas, ir al colegio, hacer los deberes?
Y como el agujero de costumbre, que yo creía que estaba en el estómago, se estaba haciendo más grande, me levanté y fui a la cocina.
Y fue entonces cuando los oí.
—¿De verdad? —decía Tina. La voz provenía del salón, era apenas audible, porque por supuesto estaba obligada a susurrar para no despertarme—. ¿De verdad trepaste a un árbol para esconderte? ¿Y los soldados se pusieron a hacer un picnic debajo de ese árbol sin darse cuenta de que entre las ramas había un partisano? ¡Es una historia preciosa, preciosa de verdad! —Y yo pensé, anda, mira. Cuando, de día, todos están acompañados, Tina está sola: pero cuando todos, al final del día, se quedan solos dando vueltas en la cama, Tina tiene compañía. Entonces yo tampoco, yo tampoco estoy sola, ni siquiera cuando de verdad de verdad me lo parece, y el agujero crece y crece. Habrá también para mí, en algún lugar, un sitio y una hora que, ¡zas!, transformen el estar solo en estar con más gente. Y, con mucho cuidado de no hacer ruido, volví a mi habitación de puntillas, con una especie de paz que llenaba el agujero y disolvía las ideas peligrosas.
A la mañana siguiente intenté hacer como si nada: si Tina no quiere hablarme de las visitas nocturnas que recibe tendrá sus razones, decidí.
Pero, por primera vez, cuando sonó el timbre como de costumbre, no me puse nerviosa. Al contrario. Aunque Tina esté al servicio de todos, me dije, cuando se trata de elegir a quién invita por la noche, es ella quien decide. Los vecinos están excluidos, y por eso es tan amable con ellos: lo más fácil cuando alguien no te gusta pero no te ha hecho nada malo es ser educado (alcanzaba a entender perfectamente el mecanismo: más o menos por el mismo motivo estaba yo siempre dispuesta a mostrarme amable con la profesora).
De pronto, al egoísta del gato
Naranja
lo vi como un pobre animalillo perdido, y a los vecinos de la calle Grotta Perfetta, más o menos igual.
Pues así precisamente era cómo empezaba yo a asociar caracteres a las caras de las personas que desde ese momento iba a tener que considerar como mis familias: a través de las necesidades que tenían cuando acudían al primer piso.
A veces alguno, en lugar de tocar al timbre y ya está, asomaba un rato por casa: para acostumbrarse a mí, porque tarde o temprano al final también ellos habrían tenido que aguantarme, claro, hoy ya lo sé. Pero entonces aún no podía figurármelo, no podía saberlo: y simplemente me parecían todos medio locos con eso de estar siempre subiendo y bajando como un yo-yo.
No es que me cayeran mal. No, no, al contrario. Me asombraba que pudieran ser tan claros los ojos de Caterina Grò, la del segundo (algo en lo cual al menos tendríamos que estar de acuerdo Pavarotti el abogado y yo), que parecían ventanas abiertas al mar cuando se abrían de par en par para preguntarle a Tina: «Señorita Polidoro, ¿le importa que le haya dado su apellido al mensajero? Es que tengo que recibir un documento importante y temo que mi marido, ocupado como está en sus cosas, no oiga el telefonillo.» Su marido. Me hacía tanta gracia que Samuele temiera siempre hacer enfadar a alguien tan incapaz de enfadarse como me parecía que era Cate: «Señorita Polidoro, ¿podría cuidar de Lars? Mi mujer me va a matar si no…», tengo que ir a comprar fruta, si no voy al tapicero, si no hago corriendo lo que tengo que hacer, el recado que fuera. Lo importante era que Cate no lo regañara: tanto es así que, cuando la llamaba por su nombre en lugar de decir «mi mujer», los primeros días siempre pensaba que se refería a su madre.
Y luego estaba el ingeniero Barilla, el del quinto, que me daba miedo de lo serio que era, pero a la vez pensaba que si uno no se esforzaba siquiera un poco en resultar simpático, tampoco habría podido esforzarse en ser malo. Y además, me decía, si Carmela Barilla se ha casado con él, sus motivos tendría. Porque, aunque tuviera que pedirle a Tina un favor, la señora Barilla lo hacía de una manera distinta a todos: parecía que, más que una persona de carácter, como su marido, lo que definía a esa mujer era la amabilidad, sí, eso es.
«Señorita Polidoro, ¿sería tan amable de prestarme una pizquita de pimienta, que por desgracia no me he dado cuenta de que se me había acabado?», «Una gotita de suavizante, ¿sería un problema para usted, señorita? ¿Seguro que no? Gracias. Luego le pido a Giulia que le baje un vasito de la mermelada de naranja que nos ha mandado mi suegra. Gracias otra vez, de verdad.»
Si bien Carmela Barilla se andaba con todos esos rodeos, Lidia, la del cuarto, en cambio, iba siempre con prisa, como si la siguiera alguien peligroso: «Señorita, le dejo las llaves de Lorenzo: se las ha olvidado en casa, como de costumbre, y si no se queda en la calle. No sería una gran tragedia, lo sé, pero bueno, aun así.» Y se iba. Mientras que Lorenzo, su novio, cuando pasaba a recoger esas llaves se podía tirar media hora para explicarle a Tina el motivo por el que las había olvidado.
A Paolo, el del tercero, no se lo veía nunca por casa (quizá porque es el único que sabe lo que ocurre por las noches en el primero, y le ha ofendido que no lo invite nunca, me decía yo). Michelangelo, en cambio, llamaba al menos una vez al día, aunque nunca se supiera bien qué era lo que necesitaba.
«Se ha roto el tostador, pero no es que se haya roto: creo que es el interruptor lo que no funciona. O quizá es que el pan está ya correoso. ¿Usted qué opina, señorita Polidoro?»
Y cosas así. Podía ocurrir que se volviera a su casa con las manos vacías, sin haber entendido siquiera cuál era el problema para el que esperaba que Tina encontrara una solución. Y cuando le abría yo la puerta, no me miraba ni de casualidad: «¿Está Tina?», preguntaba enseguida. Bajando la mirada, como si estuviera jugando al escondite. Que Paolo y él eran novios, eso a mi madre le había dado tiempo a explicármelo, si no, no sé cómo se las habría apañado Tina para hacerlo. Habría sido de verdad difícil para ella, pues, para empezar, la cosa le resultaba fácil de aceptar, pero imposible de entender. Yo en cambio no lo tuve que aceptar ni que entender: lo aprendí y ya está, como cuando aprendes a atarte los cordones, a enrollar los espaguetis en el tenedor, como todas esas cosas que, si las descubres a los cinco años, las asimilas ya para siempre.
Una tarde nos los encontramos por la calle: yo iba todavía a la guardería, y mi madre había ido a recogerme. Pero, nada más ver a Paolo y a Michelangelo, quiso cruzarse de acera.
—¿Por qué? —le pregunté yo.
—A Paolo, que es uno de esos dos señores, no le caigo nada bien —me contestó ella.
—Pero ¿no puedes saludar al otro al menos? —insistí yo.
—No, tesoro —me contestó ella—. Algunas personas, cuando tienen pareja, se convierten en una única cabeza, un único corazón: a eso se le llama comunión de bienes.
Sólo más adelante comprendí lo que quería decirme mi madre aquella tarde. En ese momento sólo entendí que las imágenes de los libros que nos enseñaban las profesoras no lo decían todo sobre las familias: en esas imágenes sólo salían papás hombres y mamás mujeres. Mientras que fuera de los libros de las maestras podía ocurrir perfectamente que por la calle te encontraras a un papá y una mamá hombres los dos.
¡Por no hablar de lo que, poco después, me iba a pasar a mí en cuestión de padres! Se habrían vuelto tarumba las profesoras de la guardería, con sus imágenes.
¿Cómo es posible, se preguntarían, considerar familia a unos desconocidos, así, de la noche a la mañana?
Porque desconocidos, en efecto, los vecinos de la calle Grotta Perfetta para mí lo eran de verdad.
Sí, vale: habían querido a mi madre hasta el punto de cuidar de mí. Pero cuando ella estaba con ellos, no estaba yo. Y ahora que me tocaba a mí, no estaba ella para presentármelos.
Por eso analizaba la manera que tenían de decir: «Perdone, señorita Polidoro, necesitaría esto, necesitaría esto otro», y por cómo me sonreían o me acariciaban la cabeza yo sacaba una conclusión u otra. Algunas cosas resultaron útiles, otras, una tontería, como les sucede a todos cuando la vida, la de verdad, se entromete y te encasqueta a personas que, hasta entonces, veías inmóviles como maniquíes en el escaparate de tus impresiones.
Sólo una, entre todas las demás, no se limitaba desde luego a ser una impresión mía: a todos y cada uno en ese edificio les faltaba algo que tenía poco o mucho que ver con lo que iban a pedir al primer piso.
Era, pues, una suerte que llegara siempre un momento en que el salón se transformaba en un lugar lleno de gente sin problemas, en un lugar lleno de cosas buenas, donde todo el mundo se tuteaba, algo que entre Tina y los vecinos de la calle Grotta Perfetta, en cambio, nunca ocurría.