Cuando abrió la puerta del copiloto y se sentó, John le saludó con un movimiento de la cabeza.
—Ya está —dijo Gerlof.
—Bien —repuso John.
Sólo entonces Gerlof advirtió que había alguien sentado detrás de John; una figura de anchos hombros acurrucada y semioculta en el asiento posterior. Era Anders, el hijo de John.
—He ido al apartamento —dijo éste—. Anders vuelve a casa. Lo han soltado.
—Qué bien. Hola, Anders.
El hijo de John apenas hizo una seña con la cabeza.
—Qué suerte has tenido de que la policía te creyera —comentó Gerlof.
—Sí —repuso Anders.
—Nunca más entrarás en la casa de Vera Kant, ¿verdad?
—No. —Anders negó con la cabeza—. Está embrujada.
—Eso he oído —dijo Gerlof—. ¿Y no pasaste miedo?
—No —contestó Anders—. Ella nunca salía de su habitación.
—¿Ella? ¿Te refieres a Vera?
Anders asintió.
—Está amargada.
—¿Amargada?
—Se siente engañada.
—Vaya —dijo Gerlof.
Pensó en las dos voces masculinas que Maja Nyman había oído hablando en la cocina de Vera. ¿Habría sido la de Martin Malm una de las voces?
Seguía lloviendo; John puso en marcha el limpiaparabrisas y arrancó.
—He pensado quedarme un par de horas en Borgholm con Anders —anunció—. Vamos a tomar café con su madre. Si quieres, puedes acompañarnos.
—No, tengo que volver a la residencia —replicó Gerlof—. Si no, a Boel le dará un ataque de nervios.
—De acuerdo —repuso John.
—Puedo coger el autobús hasta Marnäs —sugirió Gerlof—. ¿No sale uno a las tres y media?
—Podemos mirarlo en la estación —dijo John.
Gerlof permaneció sentado en silencio mientras recorrían las calles de Borgholm. Como de costumbre, tuvo la sensación de haberse olvidado algo en casa de Martin, de haber planteado las preguntas equivocadas y no haber entendido las pocas respuestas correctas que había recibido. Debería haber tomado notas.
—Martin ya no puede hablar —dijo, y suspiró.
—Vaya —replicó John.
Cuando en la plaza el coche torció a la derecha, Gerlof volvió la cabeza y de repente vio a Julia a través de una ventana al otro lado de la calle.
Estaba sentada con el policía Lennart Henriksson en un restaurante junto a la iglesia. A Gerlof no le sorprendió verlos juntos.
«Julia miraba a Lennart y parecía tranquila», pensó mientras el coche se alejaba de la ventana del restaurante. Contenta quizá no, pero serena. Y Lennart también parecía más vivo que nunca. Se alegró.
—¿Seguro que prefieres coger el autobús? —preguntó John.
Gerlof asintió con la cabeza.
—Me encuentro mucho mejor —dijo. En parte era cierto; por lo menos podía caminar. Añadió—: Y tenemos que apoyar el transporte público. Si no, acabarán clausurando también las líneas de autobuses.
John giró en dirección al norte, hacia la vieja estación de autobuses de Borgholm. Antes había sido estación de ferrocarril; allí terminaba su recorrido el tren donde Nils Kant viajara cuando mató al policía; pero ahora sólo se detenían en esa estación autobuses y taxis.
Entraron en el aparcamiento. John se bajó y rodeó el coche hasta la puerta del copiloto para abrirla.
—Gracias —dijo Gerlof, y se apeó con piernas temblorosas.
Le dijo adiós con la cabeza a Anders.
Había sido un día agotador; aun así, se esforzó por caminar firme y dignamente hacia los autobuses aparcados en la parte trasera de la estación, con la cartera en una mano y el bastón en la otra. La llovizna se intensificó. El autobús con destino a Byxelkrok vía Marnäs ya había llegado; sentado al volante, el conductor leía el periódico.
Gerlof se detuvo ante la puerta del autobús.
—Bueno, hemos llegado al final —dijo—. Hemos hecho lo que hemos podido. Martin tendrá que vivir con lo que ha hecho. Lo que le reste de vida.
—Sí. No le queda otra.
—Por cierto… —continuó Gerlof—. ¿Sabes si alguno de sus conocidos se llama Fridolf?
John negó con la cabeza.
—¿Fridolf? ¿Cómo el Pequeño Fridolf?
—Sí. O quizá fuera Fritiof —apuntó Gerlof—. Fridolf o Fritiof.
—No me suena. ¿Es importante?
—No. No estoy seguro.
Los dos ancianos se quedaron frente a frente durante unos segundos sin decirse nada; dos quinceañeros con anoraks negros y el pelo rapado pasaron por su lado apresuradamente y se subieron al autobús de un salto sin dedicarles una sola mirada.
Gerlof comprendió que el hecho de que hubiera desenmascarado a un asesino no tenía ninguna importancia. Nada cambiaba sustancialmente. La vida continuaba como de costumbre, y Öland seguiría siendo una isla escasamente poblada.
Se sintió deprimido. Quizá sufriera la crisis de los ochenta.
—Gracias por todo —le dijo a John—. Te llamaré cuando llegue.
—Sí, hazlo.
John asintió con la cabeza y le sostuvo el bastón a Gerlof mientras éste subía los altos escalones del autobús. Recogió el bastón, abonó el billete de jubilado al conductor y se sentó en el lado derecho junto a una ventanilla. Observó cómo su amigo regresaba a su viejo coche y se sentaba al volante.
Gerlof se recostó, cerró los ojos y oyó el motor del autobús. Lentamente, como un viejo barco, abandonaba la estación.
«Fridolf o Fritiof», pensó. Y una reunión en Ramneby, donde Ernst había pasado la infancia.
¿Fridolf? ¿Fritiof?
Gerlof no conocía a nadie en Öland con esos nombres.
—No, no estoy casado —dijo Lennart—. Ni ahora ni lo he estado nunca.
—¿Tienes hijos? —preguntó Julia.
Lennart negó con la cabeza.
—Tampoco. —Bajó la mirada y observó su vaso de agua medio vacío—. Sólo he tenido una relación seria en mi vida, que duró casi diez años. Se acabó hace cinco… Ahora ella vive en Kalmar y seguimos siendo amigos. —Sonrió a Julia—. Desde entonces he dedicado toda mi energía a la casa y el huerto.
—Quizás el norte de Öland no sea el mejor sitio —comentó Julia—. Me refiero a si quieres conocer a alguien.
—Hay muy poco donde escoger, si te refieres a eso —apuntó Lennart, y siguió sonriendo—. Sí, es cierto. ¿Gotemburgo es mejor?
—No lo sé… —repuso Julia—. Yo casi he dejado de buscar. —Bebió del vaso de agua y continuó—: En realidad, también yo he tenido sólo una relación seria. Y fue hace más tiempo que la tuya. Con el padre de Jens, el inquieto Michael, y se acabó…, bueno, después de aquello. Ya sabes.
Lennart asintió.
—Hay que tener mucha fuerza de voluntad para mantener una relación.
Julia asintió.
—¿Y qué planes tienes ahora? —preguntó Lennart—. ¿Te quedarás en Öland?
—No lo sé…, quizá —respondió Julia—. En Gotemburgo no hay gran cosa que me retenga. Y Gerlof no se encuentra demasiado bien. Seguro que no querrá que le vigile nadie, pero quizá lo necesite.
—En el norte de Öland hacen falta enfermeras, de eso estoy seguro —aseguró Lennart, y la miró—. Y me gustaría que te…
Lo interrumpió un pitido monótono, y Julia se sobresaltó. Él bajó la mirada al buscador en su cinturón.
—Me llaman de nuevo —masculló.
—¿Algo importante? —inquirió Julia.
—No, al parecer hay una pequeña reunión en la comisaría. —Se puso en pie—. Voy a pagar la cuenta.
—Podemos pagar a medias —propuso Julia.
—No, no —Lennart agitó la mano para rechazar el ofrecimiento—. He sido yo quien te ha traído aquí.
—Gracias —contestó ella.
Como de costumbre, andaba mal de dinero.
—Nos vemos a las… —Lennart miró el reloj—, ¿te parece bien a las cuatro menos cuarto en la comisaría? Supongo que a esa hora habremos acabado. Luego podemos salir de la ciudad e ir a casa.
—Vale.
—Quizá te apetezca ver dónde vivo. No es una casa grande, pero está junto a la playa, al norte de Marnäs. Todos los días contemplo cómo el sol renace del mar, por decirlo de una manera poética.
—Me encantaría verlo —aseguró Julia.
Se separaron a la salida del restaurante. Lennart se encaminó a toda prisa a la comisaría y Julia se dirigió a Kungsgatan dando saltitos con las muletas para mirar tiendas. No era época de rebajas, pero al menos podría contemplar los escaparates.
Pasó junto a un estanco y por inercia leyó varios titulares (GRAVE ACCIDENTE EN LA E22 - LOS MUERTOS NO HAN SIDO IDENTIFICADOS - CAROLA, FELIZ DE NUEVO - TODA LA PROGRAMACIÓN DE TELEVISIÓN DEL FIN DE SEMANA - ¿GANÓ A LA PRIMITIVA?) que no le dejaron ninguna huella.
Pese a tener los huesos rotos, se encontraba bien. Incluso estaba contenta, contenta de que Gerlof y ella se hubieran acercado más que nunca, contenta de que ella y su hermana Lena se hubieran despedido como, más o menos, buenas amigas y también contenta de que a Lennart Henriksson parecía gustarle su compañía.
Hasta le alegraba que la policía hubiera soltado a Anders Hagman. Habría sido horrible que alguien de Stenvik hubiera estado involucrado en la desaparición de su hijo. Prefería que aquel día de niebla Jens hubiera bajado a la playa y no se hubiera encontrado con nadie. Había logrado dominar el miedo al mar, y al saltar por entre las piedras se había resbalado y caído al agua. Ahora Julia creía que era eso lo que había ocurrido.
Jönköping, abril de 1970
—No es muy grande, pero tiene vistas parciales al Vättern —indica el propietario, y señala al otro lado de la ventana—. Y los electrodomésticos y la cama están incluidos en el alquiler.
El propietario resopla y respira fatigosamente en la pequeña habitación. El ascensor está estropeado, y tiene la frente perlada de sudor tras haber subido a pie los cuatro pisos. Lleva traje y la camisa apenas oculta su gran barriga.
—Bien —asiente el futuro inquilino.
—Además, es fácil aparcar en la zona.
—Gracias, pero no tengo coche.
No tarda más de cinco minutos en inspeccionar el apartamento, en realidad menos de cinco minutos. Una habitación y cocina, en lo alto de Grönagatan, al sur de Jönköping.
—Me lo quedo. Por seis meses. Quizás algo más.
—¿Eres viajante? ¿Y no tienes coche?
—Me desplazo en tren y autobús —asegura el inquilino—. Me mudo con frecuencia…, estoy esperando que la dirección me devuelva a casa.
Nils todavía se está acostumbrando a su nueva identidad y a su nueva vida. Crece poco a poco dentro de él mientras siente cómo la anterior se esfuma. Sin desaparecer del todo. Como si tuviera otra vida bajo una quesera. La nueva es más libre, tiene un número personal y un pasaporte que aceptan en las fronteras; aun así, no se siente del todo auténtico. Ni en Costa Rica, ni durante la etapa transcurrida en México, ni el año anterior en las afueras de Ámsterdam, ni los últimos seis meses en un apartamento medio vacío en Bergsjön, a las afueras de Gotemburgo, donde algunas veces se despertaba bañado en un sudor frío y convencido de haber regresado al sofocante calor de Costa Rica.
—¿Puedo preguntarle la edad? —dice el propietario.
—Cuarenta y dos años.
—Es la mejor época de la vida.
—Sí, quizás.
Hasta ahora cuando Nils ha preguntado a Fritiof cuándo podrá regresar a casa, a Öland, éste ha respondido con evasivas.
—Los impacientes cometen errores —observó Fritiof tres semanas atrás al otro lado de una estridente línea telefónica—. Tienes que tomártelo con calma, Nils. El féretro está enterrado en Marnäs, la hierba ha comenzado a crecer sobre la tumba y tu anciana madre te lleva flores de vez en cuando. Te espera.
—¿Se encuentra bien? —quiere saber.
—Sí, no te preocupes. —Fritiof hace una pausa y continúa—: Pero ha recibido postales. Extrañas postales. Primero algunas de Costa Rica, luego de México y Holanda. ¿Lo sabías?
Nils lo sabe. Ha enviado cartas y postales a su madre durante todos estos años, pero siempre ha tomado precauciones.
—Nunca he escrito el remite —dice Nils.
—Bien. Seguro que se ponía muy contenta al recibirlos —señala Fritiof—, pero ahora corre el rumor de que Nils Kant está vivo. No entre la policía, a ellos no les interesan los chismes; lo dice la gente de Stenvik. Por eso no debes impacientarte. ¿Entiendes?
—Sí. Pero ¿qué sucederá cuando regrese a Öland?
—Bueno, qué sucederá… —repite Fritiof como si la respuesta no le interesara—. Lo que sucederá es que regresarás a casa, con tu madre. Pero primero tenemos que ir a buscar el tesoro, ¿eh?
—En eso hemos quedado. Si vuelvo a casa, te enseñaré dónde está el tesoro.
—Bien. Sólo tenemos que esperar el momento adecuado —dice Fritiof.
—Sí. ¿Y cuándo será eso?
Pero Fritiof ya ha colgado.
El tipo, que seguramente tiene otro nombre, ha colgado. Nils tiene la sensación de que para Fritiof Andersson él es un proyecto acabado, un hombre muerto. Muerto y enterrado en el cementerio de Marnäs.
—El alquiler se paga por adelantado —declara el propietario.
—Bueno —responde Nils—. Puedo pagar ahora.
—Y el plazo de revocación es de un mes.
—Bien. No necesito más tiempo.
Nils no está muerto, regresa a casa.
Y será mejor que el hombre que se hace llamar Fritiof no cometa el error de creer lo contrario.
En el autobús a Marnäs, Gerlof meditaba. Había dado una cabezada entre Borgholm y Köpingsvik, pero se despertó cuando entraron en el lapiaz. Y siguió con sus reflexiones.
En casa de Martin Malm había hablado más de la cuenta; había lanzado un montón de hipótesis sin fundamento que seguramente nunca podrían probarse. No le había arrancado a Martin una confesión, pero al menos había podido decir todo lo que pensaba.
Ahora intentaría seguir adelante. Construiría otros barcos dentro de botellas. Cuando John lo visitara, tomaría un café con él. Leería las esquelas del periódico y contemplaría la llegada del invierno desde la ventana de su habitación de la residencia.
Pero era difícil olvidar. Había tanto sobre lo que reflexionar.
Cogió de nuevo el libro de la naviera Malm, que empezaba a tener las esquinas desgastadas de tanto ojearlo. Gerlof lo abrió por la página de la fotografía del muelle de Ramneby, y una vez más observó a Martin Malm junto a August Kant delante de los adustos trabajadores.
Pensó en lo que Ann-Britt Malm le había contado: que había sido Vera Kant y no August quien le había prestado dinero a Malm para comprar su primer gran barco. Esto significaba, en otras palabras, que Vera le había pagado a Martin Malm para que llevara a Nils a casa.