Se preguntaba cómo iba a morir. ¿Ljunger tendría algún arma? ¿O cogería una piedra entre los millones que había en Öland y sencillamente le aplastaría la cabeza, más o menos como había hecho con Ernst?
—Vera poseía muchas tierras, sí —aceptó Ljunger—. No creo que nadie en Stenvik pudiera imaginar la cantidad de propiedades que tenía, tanto al sur como al norte de la población. Pero claro, carecían de valor mientras no se hiciera nada con ellas. La persona adecuada podría encargarse de vendérselas a la gente del continente… —Comenzó a abrocharse el anorak y añadió—: En los años cincuenta apenas había unas cuantas casas de verano en esta zona, pero yo me olía que la demanda aumentaría mucho, no sólo de casas sino también de hoteles y restaurantes. Y cuando se construyera el puente los precios se dispararían.
—Así que Vera te dio Långvik —dijo Gerlof.
—No me dio nada. —Ljunger negó con la cabeza—. Le compré todas sus tierras, de forma completamente legal. Pero, claro, a un módico precio y con el dinero que ella misma me prestó; todo está registrado y fue perfectamente legal.
—Y a Martin Malm le prestó dinero para comprar un barco más grande.
—En efecto. Nos habíamos conocido cuando Martin transportaba madera a Ramneby —dijo Ljunger, y asintió—. Yo necesitaba un ayudante de confianza, alguien que trajera primero el féretro de Nils Kant del extranjero, y después al propio Nils. Tenía que pasar algún tiempo antes de que él volviera a casa, pues en ese momento Vera dejaría de venderme sus tierras. Eso lo tuve claro desde el principio. —Le sonrió a Gerlof con cierta satisfacción—. Vamos.
Ljunger abrió su portezuela.
Gerlof miró por la ventanilla. Vio una playa desierta, con la hierba apretujada contra el suelo por la acción del viento.
—¿Qué hay aquí? —preguntó.
—Poca cosa —dijo Ljunger, y se apeó del coche—. Ahora lo verás.
—Sal del coche, Gerlof.
Gunnar Ljunger cerró la portezuela, dio la vuelta al vehículo rápidamente y abrió la del copiloto. Esperó, impaciente, a que Gerlof se apeara.
—Tengo que ponerme… —comenzó éste.
Pero Ljunger alargó una mano enguantada.
—No necesitas ningún abrigo, Gerlof —dijo—. ¿No tienes calor ahora?
Ljunger era por lo menos quince años más joven que Gerlof; corpulento, ancho de espaldas y con brazos fuertes. Agarró con fuerza al otro por debajo del brazo y lo sacó del coche.
Ljunger llevaba un anorak amarillo con letras negras en la espalda: LÅNGVIK CONFERENCE CENTER.
—Vamos.
Cerró la puerta, alzó el llavero y apretó un botón. Las puertas del coche se cerraron con un ligero clic.
A Gerlof ese tipo de cosas le parecían mágicas. Había cogido el bastón, pero la cartera se había quedado en el coche. Dio unos pasos vacilantes en dirección a la pradera junto al mar, y comprendió lo que Ljunger pensaba hacer.
Durante unos minutos su cuerpo agradeció salir del coche, tan caliente como una sauna. El viento le refrescó, y sintió que no le hacía falta el abrigo.
Pero Gerlof sabía que no sobreviviría sin él. Fuera hacía un frío paralizante; el termómetro apenas marcaría algún grado por encima de cero. El viento soplaba con fuerza desde el mar Báltico, y la llovizna le aguijoneaba el rostro.
—Mira, Gerlof —Ljunger se dirigía hacia el camino de grava junto al prado y señalaba un muro de piedra delante de una pequeña arboleda. Junto al muro crecía un solitario árbol encogido—. ¿Sabes qué es eso?
Gerlof se acercó unos pasos tambaleándose.
—Un manzano —dijo en voz baja.
—En efecto, un viejo manzano —Ljunger lo tomó del brazo y tiró de él con cuidado pero con decisión hacia la playa. Señaló de nuevo, esta vez hacia un lejano arbusto retorcido—. Y aquel, que apenas se ve, es un arbusto de uva espina abandonado —miró a Gerlof—. ¿Y eso qué significa?
—Un huerto abandonado —dijo Gerlof.
—En efecto, se pueden encontrar las piedras de los cimientos bajo la hierba. —Ljunger miró a su alrededor—. Encontré esta playa hace unos años. No suele haber nadie por aquí, ni siquiera en verano. Es un lugar para sentarse a pensar y a veces… —Ljunger miró el manzano de nuevo—: A veces vengo aquí y pienso en ese árbol y en las personas que vivieron aquí. ¿Por qué ya no hay nadie en un lugar tan bonito?
—La pobreza —apuntó Gerlof, y tiritó por primera vez.
Se esforzó por mantenerse erguido a pesar del viento, sin tiritar ni tambalearse. Pero no llevaba más que una ligera camisa y una camiseta igual de ligera, y el aire frío del otoño le traspasaba la ropa.
—Sí, seguramente eran pobres —dijo Ljunger—. Quizá viajaron en barco al otro lado del Atlántico, como Nils Kant y miles de ölandeses. Pero lo gracioso… —Volvió a hacer una pausa—. Lo gracioso es que nunca se dieron cuenta de las grandes posibilidades que tenía la isla. A los ölandeses siempre os ha ocurrido eso.
Gerlof asintió sin más, Ljunger podía graznar cuanto quisiera.
—Quiero entrar en el coche —dijo.
—Está cerrado —dijo Ljunger.
—Pronto me moriré de frío.
—En ese caso, vuelve a Marnäs. —Ljunger señaló el muro junto al que crecía el árbol—. Por allí hay una abertura. Tras ella encontrarás un camino que lleva hacia el norte por la playa, más allá de una vieja pista de baile… en realidad, sólo hay un par de kilómetros hasta el pueblo en línea recta.
Gerlof se tambaleó sacudido por el viento. Esta vez no le importó; tenía algo importante que decir.
—Soy el único que lo sabe, Gunnar. —Ljunger lo miró sin responder—. Como ya te he dicho antes… lo he averiguado todo en el autobús, al ver que eras tú quien estaba detrás de Martin Malm.
Ljunger se encogió de hombros.
—Ernst Adolfsson también blandió la fotografía —dijo—… pero además sacó a relucir muchas otras cosas, viejas escrituras y demás. A mí no se me asusta fácilmente.
—Él me llevaba la delantera —dijo Gerlof cansado—. Creía que Ernst me lo contaba todo, pero no era así. ¿Qué quería de ti?
—La cantera. Quería comprarme la cantera por una cantidad simbólica, a cambio de no contarle a nadie todo lo que sabía de mis negocios urbanísticos con Vera.
—No era mucho pedir —dijo Gerlof.
—No lo creas —respondió Ljunger al instante—. Hoy día es un terreno sin valor, pero en el futuro la situación quizá cambie. Un casino ölandés excavado en la roca, quizá… ¿quién sabe? No acepté su propuesta. —Ljunger miró a Gerlof—. Vosotros, los viejos capitanes de barco, os sobreestimáis en exceso si creéis que alguien puede estar interesado en cosas que ocurrieron ya hace tiempo.
—Al menos tú estás interesado Gunnar —dijo Gerlof—. Si no, no estaríamos aquí.
—Como comprenderás no puedo permitir que un montón de jubilados vaya por ahí hablando más de la cuenta —observó Ljunger cansado—. No se trata sólo de los proyectos que hay en marcha… Justo ahora estamos esperando que nos den un permiso de construcción en Långvik. Hay en juego mucho dinero. Durante los próximos seis meses se venderán sesenta nuevas parcelas al este del pueblo, ¿cuánto crees que costarán?
Gerlof comprendió.
—Como he dicho, soy el único que lo sabe. Ni John ni mi hija.
Ljunger le sonrió divertido.
—Es muy noble por tu parte llevarte todo el honor, Gerlof. Y te creo.
—Gunnar, ¿también mataste a Vera Kant?
—No, qué va. He oído que se cayó por la escalera de su casa y se desnucó. Nunca he matado a nadie.
—Mataste a Ernst Adolfsson.
—No —repuso Ljunger—. Tuvimos una discusión que acabó en una pequeña pelea.
—Durante la pelea tiró una de sus esculturas a la cantera, ¿verdad? —dijo Gerlof.
—Sí. Y luego yo le empujé y se cayó llevándose la gran escultura de piedra consigo. Fue un accidente, exactamente como determinó la policía.
—Tú mataste a Nils Kant —dijo Gerlof.
—No.
—Entonces fue Martin —replicó—. ¿Y Jens? ¿Quién mató a Jens?
Ljunger ya no sonreía. Miró su reloj y dio un par de pasos hacia el coche.
—¿Se tropezó Jens con vosotros en el lapiaz? —prosiguió Gerlof alzando la voz—. ¿Por qué no lo dejasteis vivir? Tenía seis años… no representaba ningún peligro para vosotros.
—Dejemos correr ese funesto suceso, Gerlof. Además, ahora tengo que irme.
Y seguro que era cierto, Gunnar Ljunger tenía una agenda muy apretada. Matar a Gerlof era sólo un trámite más en su agenda del día.
Cerró los ojos para protegerlos de la lluvia y el viento. No aguantaría mucho tiempo de pie. Pero no pensaba arrodillarse ante Gunnar Ljunger, eso no era digno de él.
—Sé dónde están las piedras preciosas —anunció.
Gerlof dio un paso hacia el coche apoyándose en el bastón. Si se acercaba lo suficiente quizá pudiera golpearlo con el bastón y hacer una buena abolladura a la reluciente carrocería.
—¿Las piedras preciosas?
Ljunger lo miró. Tenía una mano sobre la manilla de la portezuela.
Gerlof asintió.
—El botín de guerra de los soldados. Me lo dieron y lo he guardado. Ayúdame a entrar en el coche y vamos a buscarlo.
Ljunger negó con la cabeza y sonrió de nuevo.
—Gracias por el ofrecimiento. Le pregunté a Nils unas cuantas veces dónde estaba el botín, aunque quien quería las piedras era sobre todo Martin. Ni siquiera es seguro que tengan algún valor. Yo estoy más que satisfecho con los terrenos de Vera. La avaricia rompe el saco.
Abrió la puerta rápidamente, entró y se sentó.
Arrancó el coche. El motor apenas emitió ningún sonido, simplemente susurró, perfectamente ajustado.
Ljunger puso la marcha atrás y el coche se deslizó lentamente por el camino de grava, poniéndose fuera del alcance de Gerlof justo cuando estaba a punto de alzar el bastón.
Demasiado tarde. «¡Por los clavos de Cristo!»
Gerlof se quedó desamparado en el prado. Bajó lentamente el bastón y vio el coche, y con él el abrigo, desaparecer en la distancia.
Ljunger estaba de nuevo cómodamente sentado tras el volante y ni siquiera miró a Gerlof; había vuelto la cabeza para dar rápidamente marcha atrás por el camino de grava. Viró en el terraplén por donde antes pasaba el tren y se alejó.
Más adelante, el Jaguar se detuvo un momento cerca de la carretera principal. Gerlof alcanzó a ver con los ojos entornados cómo Ljunger abría la puerta, tiraba la cartera y a continuación el abrigo. Luego cerró la puerta y prosiguió su camino. El sonido del motor se apagó.
Gerlof seguía de pie de espaldas a la lluvia. El fuerte viento susurraba en sus oídos.
Empezaba a estar empapado y congelado y nunca reuniría fuerzas para regresar hasta la carretera principal, ni a Marnäs. Ljunger lo sabía.
Levantó un pie, volvió como pudo el cuerpo, y dio media vuelta con pasos vacilantes. La playa seguía gris y desierta.
Calculó que la vieja parcela que Ljunger le había enseñado se hallaba a unos cincuenta metros. Podría llegar hasta allí y protegerse un poco del viento tras el muro de piedra.
—Entonces hazlo —murmuró.
Gerlof se puso en marcha. Paso a paso, usando el bastón como firme apoyo cada vez que le fallaban las piernas. Cruzaba el brazo libre sobre la pechera mojada de su camisa, como una lastimosa protección contra el viento.
Bajo los zapatos notaba el duro y firme camino de grava, construido hacía muchos años con piedra caliza triturada. El coche de Gunnar Ljunger no había dejado huellas en él, y la lluvia pronto borraría las marcas de las ruedas embarradas que pudieran aparecer un poco más adelante. Como si Ljunger nunca hubiera estado allí, como si Gerlof hubiera ido solo.
«La policía no sospecha que haya sido un crimen.» Seguramente ésa sería la noticia del
Ölands-Posten,
cuando lo encontraran congelado.
Empezaba a anochecer.
Paso a paso. Gerlof levantó una mano temblorosa y se limpió unas frías gotas de lluvia de la frente.
A medida que se acercaba a la playa oía más y más cómo las olas rompían rítmicamente contra la pequeña extensión de arena que se extendía debajo del prado. A lo lejos, una solitaria gaviota planeaba por encima del mar pese a los embates del viento. No era el único signo de vida; unas cuantas millas mar adentro, Gerlof vislumbró la borrosa silueta grisácea de un gran barco de carga que navegaba con rumbo norte. Sabía que por mucho que agitara los brazos o gritara, nadie le vería ni oiría.
Que recordara, nunca había estado en esa pequeña playa. Gerlof añoraba el paisaje abrupto de Stenvik; era yermo y hermoso. En su opinión la costa este de Öland era demasiado llana y frondosa.
El camino de grava acababa de pronto en un estrecho sendero que se prolongaba entre la hierba. Nadie había pasado por allí en mucho tiempo; la hierba era alta y dificultaba el paso, por lo menos el de Gerlof, que apenas podía levantar los pies. De vez en cuando llegaba una fuerte ráfaga de viento desde el mar que le hacía tambalearse y perder el equilibrio. Pero siguió caminando, paso a paso, y finalmente alcanzó el manzano. Tras esos pocos metros apenas le quedaban fuerzas.
Era un triste manzano, delgado y retorcido a causa de los fuertes vientos marinos. Las ramas carecían por completo de hojas y no proporcionaban protección alguna, pero al menos pudo apoyar la espalda contra el rugoso tronco y descansar un momento.
Buscó en el bolsillo derecho del pantalón. Encontró un objeto duro y lo sacó.
Era el móvil negro de Gunnar Ljunger.
Gerlof recordó que había cogido el pequeño teléfono del espacio entre los asientos cuando Ljunger se apeó y rodeó el coche para abrir la puerta. Había conseguido metérselo en el bolsillo justo antes de que Ljunger lo sacara del coche a la fuerza.
Pero el robo del móvil no era de gran ayuda, pues Gerlof no sabía cómo funcionaba. Intentó marcar el número de John Hagman, pero no sucedió nada. El móvil estaba apagado.
Se lo guardó en el bolsillo.
¿Debería sentirse agradecido de que Gunnar Ljunger le hubiera permitido conservar los zapatos? Sin ellos no habría sido capaz de avanzar ni un metro.
No, no estaba agradecido. Odiaba a Ljunger.
Terrenos y dinero; no había nada más. Martin Malm había recibido dinero para comprar nuevos barcos. Y Gunnar Ljunger había obtenido un sinfín de terrenos en los alrededores de Långvik para explotarlos.
Durante todos esos años habían engañado a Vera Kant, al igual que a Nils.
También Gerlof, por supuesto, había sido víctima de su engaño.