Ahora sabía casi todo lo que había ocurrido; su objetivo desde el principio no había sido otro, pero no le bastaba. Deseaba poder contárselo a John y a Julia y, sobre todo, a la policía.
Le habría gustado reunir a todos los implicados en el drama, explicarles cómo habían ocurrido los hechos y señalar a los culpables, al asesino de Nils Kant y del pequeño Jens, y provocar una gran conmoción, un murmullo de voces en la habitación. El asesino se derrumbaría y confesaría; el resto de los presentes se asombraría ante la verdad. Todos aplaudirían.
«Sólo quieres hacerte el interesante», le había dicho Julia una vez. Y seguramente tenía razón. A eso se reducía todo, a sentirse importante; no viejo, olvidado y más muerto que vivo.
Pero ahora estaba a punto de morir. La vida era luz y calor, y ahora que el sol se había puesto, la temperatura descendía rápidamente. Notaba los pies como témpanos de hielo dentro de los zapatos, tenía los dedos de las manos entumecidos. El frío le paralizaba, pero extrañamente también le relajaba y le confortaba.
Cerró los ojos unos segundos, e imaginó a Gunnar Ljunger alejándose en su cochazo. Había tirado el abrigo y la cartera de Gerlof para crear pistas falsas. Cuando lo encontraran, pensó Gerlof, la situación resultaría clara como el día: un anciano senil se había bajado del autobús y se había perdido, había caminado en el sentido opuesto y en su confusión se había quitado el abrigo por el camino. Al final había muerto congelado en la playa al caer la noche.
A Ljunger no le bastaba con matar a Gerlof; también tenía que hacerlo pasar por un idiota.
Inspiró el aire helado trabajosamente. ¿En qué momento el cuerpo se rendía y dejaba de funcionar? ¿No era cuando la temperatura de la sangre descendía por debajo de los treinta grados?
Debía hacer algo, por ejemplo bajar a la playa y grabar un mensaje en la arena antes de morir: GUNNAR LJUNGER - ASESINO, con grandes letras para que la lluvia no pudiera borrarlas. Pero no le quedaban fuerzas.
Se sentía como si se hubiera caído de un barco en alta mar: la misma sensación de frío, humedad y desamparo. Gerlof nunca había aprendido a nadar bien del todo, y cuando navegaba siempre había temido caerse por la borda. Habría significado el fin.
Pensó en Ella. Toda la vida había creído que cuando le llegara la muerte sentiría la presencia de su mujer de una forma u otra, pero no notaba nada especial.
Luego pensó en Julia. ¿Habría salido ya de Borgholm? Quizás en ese momento pasaba por la carretera en el coche de Lennart. Confiaba en que Ljunger la dejara en paz.
«Nunca estoy de pie si me puedo sentar y nunca me siento si puedo tumbarme.» Gerlof había leído esa frase en algún lugar, pero ahora no recordaba dónde.
Se le doblaron las rodillas. Las piernas ya no le sostenían; cuando la corteza del árbol le rascó la espalda, gimió de dolor.
Fue deslizándose hasta que cayó a los pies del manzano con las piernas dobladas, y supo que no tendría fuerzas para levantarse. A menos que alguien le ayudara.
Gerlof sabía que si se sentaba apoyado en el tronco cometería un grave error. Una vez sentado, tarde o temprano desearía tumbarse en el suelo y, luego, cerraría los ojos y se abandonaría a la oscuridad.
Dormirse sería un error aún más grave.
Pero Gerlof se rindió al fin y se deslizó lentamente sobre la hierba.
Sólo se sentaría y cerraría los ojos un rato.
Öland, septiembre de 1972
Gunnar lleva un pico de hierro y dos palas en el portaequipajes del Volvo. Saca las herramientas, entrega una de las palas a Martin y luego mira a Nils.
—Bueno, ya hemos llegado —dice—. ¿Adónde vamos?
Hace mucho frío. Nils contempla la niebla que cubre el lapiaz. Percibe el familiar aroma a hierbas y tierra, y ve enebros, piedras y senderos débilmente marcados; todo sigue igual que en su juventud, pero no lo reconoce. Los puntos de referencia han desaparecido tras un velo de niebla.
—Tenemos que ir al mojón —murmura.
—Ya lo sé, dijiste lo mismo anoche —responde Gunnar, irritado—. Pero ¿dónde está exactamente?
—Aquí… cerca.
Nils mira de nuevo alrededor y se aleja del coche.
Martin, que apenas ha abierto la boca durante el viaje, lo alcanza rápidamente. En cuanto se ha apeado del coche, ha encendido un cigarrillo, y ahora fuma con los labios apretados. Gunnar se une a ellos y camina a su lado.
Nils aminora el paso, como si no tuviera prisa. Quiere que los dos hombres caminen delante de él, para poder vigilarlos.
Es la niebla más densa que Nils alcanza a recordar; de hecho en sus recuerdos de adolescente el lapiaz siempre aparece iluminado por el sol. Ahora le parece estar andando por el fondo del mar dentro de una bolsa de aire. El paisaje se desdibuja a pocos metros de distancia; el gris domina sobre los demás colores, y no le llegan más que sonidos apagados. Sólo lleva un fino jersey, una chaqueta oscura de cuero y vaqueros, y está helado.
—¿Vienes, Nils?
Gunnar se ha detenido y se da la vuelta. Nils no ve sino una enorme figura gris delante de él, borrosa como un dibujo a carboncillo. Su mirada resulta difícil de captar e imposible de descifrar.
—No queremos perderte —dice, pero antes de que Nils le haya alcanzado se da la vuelta y prosigue su camino dando grandes zancadas por la hierba abatida por el viento.
El crepúsculo se cierne lentamente sobre el lapiaz. Anochecerá antes de que Nils pueda ir a casa a ver a su madre. ¿Estará al corriente de que ha llegado?
Nils pasa por encima de una piedra plana con bordes irregulares y forma de triángulo, y de pronto la reconoce. Ahora sabe dónde está.
—Es más a la izquierda —dice.
Gunnar cambia de dirección sin decir palabra.
Nils cree haber percibido un sonido apagado en la niebla; se detiene y aguza el oído. ¿Un coche en el camino de la aldea? Escucha en silencio, pero no se oye nada más.
Ahora están cerca, pero cuando por fin Gunnar y Martin se detienen junto a un montículo cubierto de hierba, Nils no está seguro de haber llegado. No ve alzarse el mojón por ninguna parte.
—Aquí es —dice Gunnar lacónico.
—No —responde Nils.
—Sí.
Gunnar patea la hierba unas cuantas veces, y descubre el borde de piedra.
Entonces Nils comprende que el mojón ya no existe. Ha sido olvidado. Hace años que ningún caminante ha colocado una piedra para honrar a los muertos, y la hierba pajiza del lapiaz ha acabado por cubrir el montículo.
Nils piensa en la última vez que estuvo aquí, cuando ocultó el tesoro. Entonces era tan joven que casi se sintió orgulloso de haber disparado a los soldados en el lapiaz.
Después, todo ha ido de mal en peor. Todo ha salido mal.
Nils señala con el dedo.
—Aquí… está por aquí —dice—. Cavad aquí.
Mira a Martin, que sostiene la pala en una mano mientras que con la otra busca un cigarrillo que llevarse a los labios. ¿Por qué está tan nervioso?
—Tendréis que cavar si queréis el tesoro —dice Nils.
Se hace a un lado y se dirige al otro extremo del mojón. A su espalda oye el ruido de la pala clavándose en la tierra. La excavación ha comenzado.
Nils escudriña la niebla, pero nada se mueve. Todo está en silencio.
Detrás de él, Martin ha empezado a cavar un profundo surco en la tierra. Y se ha tropezado con unas cuantas piedras, que Gunnar ha tenido que quitar con el pico, y tiene el rostro enrojecido. Respira pesadamente y lanza miradas de indignación a Nils.
—Aquí no hay nada —dice—. Sólo piedras.
—Tiene que estar aquí —responde Nils, y baja la vista al ancho hoyo—. Fue aquí donde lo enterré.
Pero ve que Martin tiene razón: el hoyo está vacío.
—Dame —dice Nils, irritado, y alcanza la otra pala.
Luego empieza a cavar, con enérgicos y rápidos movimientos.
Tras unos minutos aparecen las piedras calizas que cogió del mojón hace muchos años y que colocó alrededor del estuche para protegerlo.
Siguen ahí, aunque ahora están ennegrecidas por la tierra, pero el tesoro ha desaparecido.
Nils alza la vista para mirar a Martin.
—Te has llevado el tesoro —dice en voz baja, y se acerca unos pasos—. ¿Dónde está?
—Bueno, ya hemos llegado —anunció Lennart, y apagó el motor del coche de policía—. ¿Qué te parece mi escondite?
—Es precioso —dijo Julia.
Habían cogido un pequeño camino privado que discurría entre pinos y olmos a unos cinco kilómetros al norte de Marnäs y conducía a un calvero. Allí estaba la casa de ladrillo de Lennart, y el pequeño jardín ante el que se extendía el mar azul grisáceo.
No era grande, como le había dicho a Julia, pero no podía estar mejor ubicada. En torno a la casa no se veía más que el ancho horizonte. El bien cortado césped del jardín descendía casi hasta el mar y se entremezclaba con la arena de la playa.
Las ramas de las coníferas enmarcaban el jardín como las paredes de una iglesia. Proporcionaban sombra y amortiguaban los sonidos.
Cuando Lennart apagó el motor del coche se hizo un solemne silencio, apenas interrumpido por el susurro del viento al deslizarse entre las ramas de los pinos.
—Son pinos trasplantados —dijo Lennart—, pero cuando compré la casa ya estaban aquí.
Se apearon del coche, y Julia cerró los ojos y aspiró el aroma del bosque.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
—Mucho… casi veinte años. Pero todavía la disfruto mucho. —Miró a su alrededor, como si buscara algo, y preguntó—: ¿Tienes alergia a los gatos? Tengo uno persa que se llama
Missy,
pero me parece que ha salido a dar un paseo.
—No te preocupes, no tengo alergia a los gatos —contestó Julia, y lo siguió con las muletas hacia la casa.
Las paredes de ladrillo parecían resistentes; se diría que ninguna tormenta invernal procedente del Báltico podría derribarlas. Lennart abrió la puerta de la cocina y la sujetó para franquearle el paso a Julia.
—Aún no tienes hambre, ¿verdad? —preguntó él.
—No, puedo esperar —repuso Julia, y entró en el pequeño recibidor al que daba la cocina.
Lennart no era un maniático de la limpieza, pero sí ordenado. Tenía la casa mucho más arreglada que su pequeño apartamento de Gotemburgo; los ejemplares del
Ölands-Posten
estaban pulcramente colocados en un soporte de madera que colgaba de la pared. Lo único que revelaba su profesión eran algunas revistas
Svensk Polis
colocadas también en el soporte. Por otra parte, había unas cuantas cañas de pescar en el recibidor, dos o tres tiestos en cada ventana y sobre el fogón una estantería repleta de libros de cocina.
Julia no vio por ninguna parte latas de cerveza ni botellas de aguardiente. Eso también le gustó.
Lennart recorrió la casa y encendió las lámparas que había junto a las ventanas de la sala de estar.
—¿Vamos a la playa antes de que anochezca? —gritó—. Cogeremos un paraguas.
—Sí, me gustaría, si puedo arreglármelas con las muletas.
Lennart se echó a reír.
—Tendremos cuidado. Cuando hace buen tiempo, desde el cabo puede verse Boda —dijo, y añadió—: Ya sabes, la bahía con la gran playa de arena.
Julia sonrió.
—Sí, sé dónde está Boda.
—Claro. —Lennart miró por la ventana de la cocina—. Se me olvida que eres de aquí. ¿Vamos?
Ella asintió y echó una mirada al reloj. Las cinco y cuarto.
—¿Me dejas hacer una llamada primero?
—Por supuesto.
—Sólo para decirle a Astrid dónde estoy.
—Está sobre la encimera de la cocina —dijo Lennart.
Como Astrid siempre respondía diciendo su número de teléfono, Julia se lo había aprendido de memoria. Marcó rápidamente y escuchó la señal. A la quinta, Astrid respondió, y Julia oyó los furiosos ladridos de
Willy
en el fondo.
—Julia —dijo al darse cuenta de quién era—. Me has pillado rastrillando en la parte trasera de la casa. ¿Dónde estás?
—Estoy en Marnäs, o al norte de Marnäs, en casa de Lennart Henriksson. Hemos…
—¿Gerlof está contigo?
—No —respondió Julia—. Debe de estar en la residencia.
—Allí no está —dijo Astrid con firmeza—. Boel, la encargada, me ha llamado hace un rato preguntando por él. Se ha ido esta mañana con John Hagman y aún no ha regresado. Pero no me preocuparé si tú no lo haces.
—Entonces estará con John Hagman —dijo Julia.
—No —repuso Astrid en el mismo tono decidido—. Ha sido John quien ha avisado a Boel. Ha dejado a Gerlof en el autobús y tenía que llamarle cuando llegara.
Julia recapacitó.
Gerlof podía hacer lo que quisiera, y seguro que no le pasaba nada, pero…
—Voy a llamar a la residencia —dijo, a pesar de que lo que en realidad quería hacer en ese momento era ir a la playa con Lennart.
—De acuerdo —dijo Astrid, y se despidió.
Julia colgó.
—¿Todo va bien? —preguntó Lennart a su espalda. Estaba en la puerta del recibidor y ya se había puesto la chaqueta—. ¿Nos vamos? Luego podemos tomar un café.
Julia asintió, pero tenía una arruga de preocupación en la frente. Siguió a Lennart hasta el recibidor y antes de salir se puso el abrigo.
Fuera el cielo se había oscurecido, casi era de noche y hacía más frío que cuando habían llegado. El susurro de las copas de los pinos que rodeaban la casa sonaba más desolador.
«Ninguno de los muertos ha sido identificado», pensó Julia.
Así rezaba el titular que había leído en Borgholm sobre un accidente de tráfico. No podía quitárselo de la cabeza: «Ninguno de los muertos ha sido identificado, ningún muerto identificado…».
Se dio la vuelta.
—Lennart —dijo—. Sé que soy una aguafiestas y que quizá me preocupo sin razón… pero ¿y si vamos a la residencia de Marnäs y posponemos la playa para esta noche? Tengo que comprobar que Gerlof ha regresado.
Öland, septiembre de 1972
—¿Tesoro? Yo no he cogido ningún jodido tesoro —dice el hombre llamado Martin.
—Tú has escondido la caja de hojalata —dice Nils, y da un paso adelante—. Mientras estaba de espaldas.
—¿Qué caja? —pregunta Martin, y saca de nuevo el paquete de cigarrillos.
—A ver, vamos a calmarnos —propone Gunnar tras él—. Al fin y al cabo, estamos en el mismo bando.
Se encuentra demasiado cerca, justo detrás de Nils.