—¿Y los recortes de periódico? —preguntó Julia.
—Estaban dentro de un armario; los encontró y los colgó. Anders cree que Vera los guardó. —Lennart la miró—. ¿Sabes qué más dice? Que ha sentido la presencia de Vera en la casa. Que se pasea por las habitaciones. Vamos, que la casa está embrujada.
—Vaya —fue la lacónica respuesta de Julia.
No quiso añadir que ella había sospechado lo mismo. Ni por un momento deseaba recordar la noche que había pasado en casa de Vera.
Julia tenía una pregunta más, pero no sabía cómo hacerla. Sin embargo, justo antes de que llegara la comida a la mesa Lennart le proporcionó la respuesta.
—Anders dice que no se encontró a tu hijo ese día de noviembre. Se lo han preguntado a bocajarro y ha contestado que no sabe nada. Ese día estuvo en casa; el tiempo era demasiado desapacible, había mucha niebla, y se enteró de lo ocurrido cuando pedimos que nos ayudaran a buscarlo —dijo—. Niklas Bergman se ha llevado la impresión de que Anders decía la verdad. Ha sido tan abierto al hablar sobre ese asunto como sobre el allanamiento de la morada de Vera.
Julia se limitó a asentir.
—Así que no creo que lleguemos muy lejos en esta investigación —prosiguió él—. A no ser que surja algo nuevo.
Julia asintió de nuevo. Bajó la vista hacia sus manos y dijo:
—He intentado salir adelante…, no enterrarme en vida. Hasta ahora no me ha ido demasiado bien, pero este otoño me he sentido mejor. Un poco mejor. He podido llorar su muerte; antes era incapaz. —Alzó la vista hacia Lennart y añadió—: Así que creo que me ha sentado bien venir a Öland… y ver de nuevo a papá. Y a ti.
—Me alegra oír eso —aseguró Lennart—. También yo he estado demasiado tiempo atrapado en el pasado. —Guardó silencio y continuó—: A veces me sentía fatal, hasta que comprendí que la venganza no trae la felicidad. Uno tiene que salir adelante como sea. Es difícil mirar hacia el futuro, pero creo que no tenemos otra opción.
—Sí —repuso Julia con voz queda—. Hay que dejar que los muertos descansen en paz.
Puerto Limón, julio de 1963
Nils abandona la cala conocida como playa Bonita, a las afueras de Limón, cuando se termina el vino y la fiesta casi ha finalizado. Ha bebido dos botellas de vino tinto chileno durante la noche; sin embargo, no se siente lo bastante borracho para enfrentarse a lo que le espera.
Hoy no ha ido mucha gente a playa Bonita, y hace un buen rato que la mayoría ha regresado a casa.
Sólo quedan dos hombres. Están sentados como dos sombras en la arena, junto a una pequeña hoguera. Pasan un brazo por encima del hombro del otro mientras cantan en voz baja y ríen, ebrios. Una de las sombras es el hombre que Nils conoce como Fritiof Andersson, el otro es la víctima de ambos. Unas veces Nils piensa en él como el tipo de Småland, pero generalmente lo llama
Borrachón
.
[2]
Borrachón piensa que Costa Rica es mucho mejor que Panamá, no comprende cómo no ha ido mucho antes. Y Limón es una ciudad maravillosa. En realidad, no desea volver a casa.
Nils le ha dicho que puede quedarse todo el tiempo que quiera.
Ha sido él quien ha traído a Borrachón de Panamá. Se ha encargado de disiparle un poco la niebla del alcohol, para que consiguiera un pasaporte provisional en la embajada de Ciudad de Panamá que reemplace el que se dejó a bordo de su último barco. Después ambos han tomado el tren hacia el norte, en dirección a San José. Nils le ha procurado una habitación en un hotel barato junto a la estación central, le ha dado a Borrachón algo de dinero para que compre vino y comida y después ha aguardado la llegada de Fritiof Andersson.
Borrachón se ha mostrado muy agradecido, agradecido hasta decir basta. Ha encontrado un nuevo amigo, alguien que le comprende. Alguien por quien dar la vida.
Nils ha asentido y sonreído a Borrachón, pero en su interior ha deseado todo el tiempo que Fritiof regresara tan pronto como fuera posible para ayudarle. «Aquí llega Fritiof Andersson…» Nils no desea trabar amistad con este sueco reprimido que se parece a él, sólo desea regresar a casa, a Öland. Fritiof le ha prometido ocuparse de eso, y todo lo que desea a cambio…
Hola, no tienes más que decirlo,
y nos vamos a casa…
«Lo que Fritiof quiere son las piedras preciosas escondidas.»
Eso es lo que Nils sospecha. Siempre que Fritiof le visita, las saca a colación en varias ocasiones. Sabe lo que le sucedió a Nils en el lapiaz al acabar la guerra.
—¿Te dijeron esos alemanes de dónde venían? —le ha preguntado Fritiof—. ¿Es cierto que cuando llegaron a Öland tenían un botín de guerra? Y si lo tenían…, ¿dónde fue a parar? ¿Qué hiciste con él, Nils?
Son muchas las preguntas que formula, pero él sospecha que este hombre que se hace llamar Fritiof ya conoce la respuesta de la mayoría.
Las respuestas de Nils siempre son lacónicas, pero jamás ha revelado dónde esconde las piedras preciosas. Sea cual sea su valor, ese tesoro es suyo. Ha vivido tantos años sin dinero, que se lo merece.
Pronto, Borrachón comenzó a impacientarse en su cuartito de San José, pero Nils debía mantenerlo allí hasta que Fritiof llegara. Después de tres días todos los temas de conversación se habían agotado, y tras una semana sólo tenían el vino en común. Permanecían en silencio en la habitación del hotel, rodeados de botellas vacías. Fuera, el sol abrasaba la calle.
Por fin el avión de Fritiof aterrizó en el aeropuerto y éste apareció en el hotel con gafas de sol y la mejor de sus sonrisas. Borrachón se despertó de su embriaguez sin comprender realmente quién era ese sueco y qué quería, pero Fritiof encargó nuevas botellas de vino y la fiesta continuó. Fritiof cantaba y reía pero se mantuvo sobrio mientras estudiaba a Borrachón con su mirada incisiva.
Al día siguiente de la llegada de Fritiof, Nils viajó con antelación en tren a Limón. Regresó a su pequeño apartamento, pagó el último alquiler a la encargada, madame Mendoza, y se cortó el pelo al estilo de Borrachón. Después fue al bar del puerto y saludó con la cabeza a los pobres diablos que nunca abandonarían Limón. Bebió vino y procuró ser visto por las embarradas calles de la ciudad unas cuantas noches seguidas, visiblemente borracho.
—Epa —dijo. Dio las gracias a todos.
Y les contó a madame Mendoza y a varios camareros que pronto se iría de excursión al norte, por la costa, pasando por playa Bonita, pero que regresaría al cabo de pocos días, pues un amigo sueco iba a visitarlo.
—Epa —dijo simplemente—.
Hasta pronto
.
[3]
El amanecer de su último día en Limón se levantó, dejó algo de dinero en el cajón de la cocina y la mayor parte de sus pertenencias, cogió un poco de ropa y comida, el monedero y la carta de Vera, y abandonó el apartamento. Pasó por el mercado, donde los viejos vendedores de pescado, ya en sus puestos, presenciaron en silencio el inicio de su vuelta a casa. Pasó de largo la estación de tren y abandonó la ciudad sin volver la vista atrás por el norte para encontrarse con Fritiof Andersson.
Esta vez no huye, sino que regresa a casa.
Por primera vez en casi veinte años, Nils vuelve a Öland.
En esa ocasión la que abrió la maciza puerta de la casa de Martin Malm no fue una joven enfermera, sino una señora mayor de melena canosa vestida con una blusa y una falda de tonos claros. Gerlof la reconoció: era Ann-Britt Malm, la mujer de Martin.
—Buenos días —saludó él.
La mujer se quedó junto a la puerta, muy tiesa. Su pálido semblante continuó serio; Gerlof comprendió que no lo había reconocido.
—Soy Gerlof Davidsson —se presentó mientras se pasaba el bastón a la mano izquierda y tendía la derecha—. De Stenvik.
—¡Ah, sí! —repuso la anciana—. Gerlof, sí. Estuviste aquí la semana pasada, con una mujer.
—Era mi hija —declaró Gerlof.
—Vi cómo os marchabais desde el piso de arriba, pero cuando le pregunté quiénes erais a Ylva, no recordó vuestros nombres —explicó Ann-Britt Malm.
—Sí —contestó Gerlof—. Quería charlar un rato con Martin de los viejos tiempos, pero no se encontraba bien. Hoy quizá tenga más suerte.
Gerlof notaba el aire helado del estrecho en la espalda y se esforzaba por no temblar. En ese momento no deseaba otra cosa que entrar en la caldeada casa.
—Martin no se encuentra mucho mejor hoy —anunció Ann-Britt Malm.
Gerlof asintió, comprensivo.
—¿Ni siquiera un poco mejor? —preguntó, y se sintió como un vendedor a domicilio—. Sólo será un momento.
Al fin ella se hizo a un lado.
—Veamos cómo se siente. Pasa.
Antes de entrar, se dio media vuelta y echó un vistazo al coche.
John seguía sentado en su interior y Gerlof le hizo una seña con la cabeza.
—Vuelve dentro de media hora —le había dicho—. Si ves que me dejan entrar, te vas y regresas dentro de treinta minutos.
John levantó una mano, arrancó el coche y partió.
Gerlof entró en la casa y poco a poco dejó de tiritar. Puso la cartera en el suelo de piedra del gran recibidor y se quitó el abrigo.
—Hoy hace un tiempo casi invernal.
Ann-Britt Malm apenas asintió; al parecer no tenía ganas de charlar.
Al otro lado de la habitación había una puerta entornada y la mujer se acercó y la abrió un poco más. Él la siguió en silencio.
Entraron en una sala de mayor tamaño. Olía a cerrado, a humedad y a tabaco rancio. Varias ventanas daban a un jardín trasero, pero las oscuras cortinas estaban corridas. Del techo colgaba una araña envuelta en una sábana blanca. En dos esquinas del salón había sendas chimeneas, y en otra un televisor encendido que emitía una película de dibujos animados con el sonido muy bajo.
Gerlof observó que se trataba de
Los Picapiedra
.
Ante el televisor, hundido en una silla de ruedas, había un anciano con una manta sobre las rodillas. Tenía la calva cubierta de manchas de vejez oscuras y en la frente una antigua cicatriz blanquecina. La barbilla le temblaba sin cesar.
Era Martin Malm, el hombre que había enviado la sandalia de Jens a Gerlof.
—Tienes visita, Martin —anunció Ann-Britt Malm.
De pronto, el viejo capitán apartó la mirada de la televisión y la clavó en Gerlof.
—Buenos días, Martin —saludó éste—. ¿Cómo estás?
La barbilla temblorosa de Martin descendió un poco cuando el anciano cabeceó levemente.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Gerlof.
Martin negó con la cabeza.
—¿No? Yo tampoco —dijo—. Tenemos lo que nos merecemos.
Reinó el silencio. En el televisor, Pedro Picapiedra se subió al coche y desapareció tras una nube de polvo.
—¿Quieres un café, Gerlof? —preguntó Ann-Britt Malm.
—No, gracias.
Deseaba de todo corazón que la mujer se fuera del salón.
Y al parecer ella no tenía ninguna intención de quedarse, pues enseguida se dio media vuelta con la mano sobre el pomo de la puerta y miró a Gerlof una última vez, como si se hubieran entendido.
—Volveré dentro de un rato —declaró.
Salió y cerró la puerta.
En el salón se hizo un silencio sepulcral.
Se quedó de pie un momento, luego fue a sentarse en una silla apoyada contra la pared. Se hallaba a unos cuantos metros de Martin, pero Gerlof sabía que no tenía fuerzas para arrastrarla, así que la dejó donde estaba.
—Bueno —empezó—. Ahora podremos hablar un rato.
Malm seguía mirándolo.
Gerlof reparó en que el salón apenas contenía recuerdos marinos, a diferencia del recibidor y de su habitación de la residencia de Marnäs. Las fotografías de barcos, las cartas de navegación enmarcadas y las brújulas antiguas brillaban por su ausencia.
—¿No echas de menos el mar, Martin? —preguntó—. Yo sí. Hasta en un día tan ventoso como hoy, cuando no es aconsejable embarcarse. Pero aún tengo esto… —Alzó la cartera—. En ella guardaba todos los papeles cuando navegaba, y todavía aguanta. Quería enseñarte una cosa…
Abrió la cartera y sacó el libro conmemorativo de la naviera Malm.
—Lo reconoces, ¿verdad? Yo lo he ojeado con frecuencia y me he enterado de muchas cosas sobre tus barcos y aventuras en el mar, Martin. Pero hay una foto que me parece especialmente interesante.
Cogió el libro y lo dejó abierto en la página que mostraba la fotografía de Ramneby.
—Ésta —apuntó—. Es de finales de los años cincuenta, ¿verdad? Antes de que compraras tu primer transatlántico.
Al mirar a Martin Malm, Gerlof advirtió que había conseguido captar la atención del viejo armador. Malm observaba la imagen, y su mano izquierda se agitaba como si deseara levantarla y señalar la fotografía.
—¿Te reconoces? —preguntó Gerlof—. Seguro que sí. ¿Y el barco también? Es el
Amelia
, ¿verdad? Solía estar atracado aquí en Borgholm, en el mismo muelle que mi
Vindryttaren
.
Martin siguió mirando la fotografía sin decir nada. Respiraba fatigosamente, como si le faltara el aire.
—¿Recuerdas dónde se tomó esta fotografía? Yo solía encender el motor cuando navegaba a Oskarhamn, en Småland, pero este lugar se halla más al sur. ¿Verdad?
Martin no respondió, pero seguía sin apartar la vista de la vieja fotografía que Gerlof sostenía. Los hombres alineados en el muelle le devolvían la mirada, y éste observó que la barbilla volvía a temblarle de forma descontrolada.
—Es la serrería de Ramneby, ¿verdad? No hay pie de foto, pero Ernst Adolfsson reconoció el lugar. Cuando se tomó esta fotografía aún nos podíamos mantener navegando con un solo barco. Aunque a duras penas. —Señaló la foto de nuevo—. Y éste es el dueño de la serrería, August Kant. Hermano de Vera Kant, de Stenvik. Tú conocías bastante bien a August, ¿verdad? Hicisteis unos cuantos negocios juntos…
Martin intentó levantarse de la silla de ruedas para acercarse a Gerlof. Al menos eso le pareció a éste cuando le vio encoger los hombros y estirar las piernas contra el reposapiés de la silla de ruedas. Respiraba con mucha dificultad y seguía mirando fijamente la fotografía con la boca abierta.
—Frr-stio —balbuceó con voz gangosa.
—¿Disculpa? —dijo Gerlof—. ¿Qué has dicho, Martin?
—Frr-stio —repitió Martin.
Gerlof lo miró desconcertado y retiró el libro con la fotografía de la serrería. ¿Qué había dicho Martin? Algo así como
Frío
.