—Yo no la vi —dijo Julia. Añadió—: Pero encontré la tumba de Kant junto al muro de piedra. ¿Era eso lo que me querías enseñar?
—Sí.
—Antes de ver la tumba pensaba que Nils Kant era un sospechoso —dijo Julia—, pero ahora comprendo por qué nadie lo nombró.
Gerlof estaba a punto de decir algo —que quizá lo mejor para un criminal es aparentar estar muerto—, pero guardó silencio.
—Pero había rosas en la tumba —señaló Julia.
—¿Rosas frescas? —preguntó Gerlof.
—No del todo —respondió Julia—. Quizá del verano pasado. Y otra cosa…
Introdujo la mano en el bolsillo del abrigo y sacó el pequeño sobre. Ya estaba seco, y se lo alargó a Gerlof.
—Quizá no deberíamos abrirlo —dijo ella—, es privado y no…
Pero Gerlof lo abrió rápidamente, sacó un pequeño trozo de papel blanco y leyó su contenido. Primero en silencio, luego en voz alta para Julia:
—«Pues todos hemos de comparecer ante el tribunal del Señor». —Miró a Julia—. Es todo lo que dice. Es una cita de una carta de san Pablo a los Romanos. ¿Me lo puedo quedar?
Julia asintió.
—¿Suele haber flores y cartas en la tumba de Kant? —preguntó ella.
—No con mucha frecuencia —aseguró Gerlof, y guardó el sobre en uno de los cajones del escritorio—. De vez en cuando, flores. He visto algunos ramos de rosas rojas.
—Entonces, ¿Nils Kant tiene amigos vivos?
—Bueno…, por lo menos alguien desea recordarlo —dijo Gerlof, y añadió—: La gente con mala reputación a veces tiene admiradores.
Hubo un silencio.
—Bueno. Me voy a Stenvik —anunció Julia al cabo de un rato, y volvió a abotonarse el abrigo.
—¿Qué harás mañana?
—Quizá me acerque a Långvik —respondió Julia—. Ya veremos.
Cuando su hija hubo abandonado la habitación, Gerlof dejó caer los hombros de cansancio. Alzó las manos y vio que le temblaban los dedos. Había sido una tarde agotadora, pero aún tenía una cosa importante que hacer antes de que acabara el día.
—Torsten, ¿enterraste tú a Nils Kant? —preguntó Gerlof unas horas más tarde.
Los dos ancianos estaban sentados a distintas mesas, a solas en el cuarto de estar del sótano. No era una coincidencia; después de comer, Gerlof había tomado el ascensor para bajar al cuarto de estar y permaneció allí sentado más de una hora esperando a que otra interna, una señora mayor del primer piso, finalizara su interminable labor de punto.
El objetivo era quedarse a solas con Torsten Axelsson, que había trabajado en el cementerio de la parroquia de Marnäs desde la guerra hasta mediados de los años setenta. Mientras Gerlof esperaba, las sombras otoñales habían ido creciendo al otro lado de las pequeñas ventanas del sótano. Aún no era de noche.
Antes de plantear su pregunta decisiva, Gerlof había hablado largo y tendido con Axelsson del inminente entierro, a fin de que no se marchara de la habitación. Éste también padecía reumatismo, pero tenía la mente muy clara y era entretenido conversar con él. No parecía sentir tanta nostalgia por los enterramientos como Gerlof por su trabajo en el mar, pero al menos se había quedado a hablar de los viejos tiempos.
Gerlof estaba sentado a una mesa repleta de trozos de madera, cola, herramientas y papel de lija. Trabajaba en un modelo de la fragata
Paket,
el último velero de carga de Borgholm que en los años sesenta había acabado convertido en barco de recreo en Estocolmo. El casco estaba terminado, pero las jarcias aún le llevarían un tiempo; no estaría listo hasta que lo tuviera dentro de la botella; entonces podría levantar los mástiles y asegurar los últimos cabos. Cada cosa requería su tiempo.
Gerlof pulió una pequeña muesca en el mastelero de un mástil y esperó la respuesta del enterrador jubilado. Axelsson estaba inclinado sobre una mesa llena de miles de piezas de puzle. Tenía a medio acabar una gran lámina de nenúfares blancos de Monet.
Encajó una de las piezas en el oscuro estanque y alzó la vista.
—¿Kant? —preguntó.
—Nils Kant, sí —confirmó Gerlof—. Esa tumba aún sigue un poco abandonada, al fondo junto al muro oeste. He estado pensando en su entierro. En aquella época, yo aún no vivía aquí…
Axelsson asintió, cogió otra pieza y recapacitó.
—Sí, yo cavé la tumba y cargué con el féretro, junto con otros colegas del cementerio. No hubo voluntarios para ese servicio.
—¿No había parientes afligidos?
—Bueno… Su madre estuvo allí. Todo el tiempo. Yo apenas la había visto antes, pero la recuerdo delgada y huesuda, y vestía un abrigo negro como el carbón —recordó Axelsson—. Pero no sé si afligida es la palabra que mejor la definiría. Parecía demasiado satisfecha.
—¿Satisfecha?
—Bueno… Yo no la vi dentro de la iglesia —continuó Axelsson—. Pero recuerdo haberla mirado de reojo cuando introducíamos el féretro en la tierra. Vera estaba a unos metros de la tumba y vio desaparecer el féretro, y observé cómo esbozaba una sonrisa bajo el velo de luto. Parecía realmente satisfecha con el entierro.
Gerlof asintió.
—¿Y sólo asistió ella? ¿Nadie más?
Axelsson negó con la cabeza.
—Había más gente allí, pero tampoco se les veía afligidos. También vinieron policías, pero estaban más alejados, cerca de la puerta.
—Desearían ver a Kant enterrado de una vez por todas —supuso Gerlof.
—Seguramente. —Axelsson asintió con la cabeza—. Y ése era el deseo de todos los que estaban allí, excepto el pastor Fridland.
—Bueno, a él por lo menos le pagarían.
Se hizo el silencio en la habitación. Gerlof lustró el diminuto casco del
Paket
durante algunos minutos. Luego tomó carrerilla y dijo:
—Eso que has dicho sobre que Vera Kant había esbozado una sonrisa junto a la tumba da que pensar sobre el contenido del féretro…
Axelsson bajó la mirada al puzle y cogió una nueva pieza.
—Gerlof, ¿vas a preguntarme si me pareció que el féretro era extrañamente ligero? Es una pregunta que me han hecho muchas veces durante todos estos años.
—La gente habla del caso de vez en cuando… —comentó Gerlof—. Se dice que el féretro de Kant estaba vacío. Tú también lo habrás oído.
—Pues no le des más vueltas, porque no lo estaba —aseguró Axelsson—. Lo cargamos cuatro hombres, tanto al inicio como después del funeral, y no sobraba ninguno. ¡Pesaba lo suyo el condenado!
Gerlof se sintió como si cuestionara el honor laboral del viejo trabajador del cementerio, pero tenía que seguir:
—Algunos dicen que quizá sólo había piedras en el féretro, o sacos de arena —dijo en voz baja.
—He oído esos chismorreos —afirmó Axelsson—. Yo no miré en su interior, pero alguien debió de hacerlo, cuando llegó a Öland con el transbordador.
—He oído decir que nadie lo abrió —insistió Gerlof—. Estaba sellado, y nadie tuvo el valor o la autoridad de romper el sello. ¿Sabes si alguien lo hizo?
—No —reconoció Axelsson—. Sólo recuerdo vagamente algún tipo de certificado de defunción de Sudamérica que llegó con el féretro en uno de los cargueros de Malm. Lo leyó alguien que sabía un poco de español en la central de camiones en Borgholm. Nils Kant se había ahogado, decía, y había pasado en el mar bastante tiempo antes de que lo encontraran. Así que el cuerpo no estaba en muy buen estado.
—Quizá la gente tuvo miedo de que Vera Kant empezara a armar jaleo —dijo Gerlof—. Únicamente deseaban enterrar a Kant y pasar a otra cosa.
Axelsson miró a Gerlof y se encogió de hombros.
—No me preguntes —dijo, y colocó una pieza más de nenúfar en el estanque del cuadro de Monet—. Yo sólo lo enterré, hice mi trabajo y me fui a casa.
—Lo sé, Torsten.
Axelsson colocó otra pieza del puzle, miró un rato el resultado y después el reloj de pared. Se puso en pie lentamente.
—La hora del café —anunció. Pero antes de salir de la habitación se detuvo y volvió la cabeza—. ¿Tú qué crees, Gerlof? —dijo—. ¿Nils Kant está en el ataúd?
—Seguro que sí —respondió Gerlof sin mirar al viejo enterrador.
Cuando Gerlof regresó a su planta eran las siete, y sólo faltaba media hora para el café de la tarde. Rutinas, todo eran rutinas en la residencia de Marnäs.
Pero la conversación con Torsten Axelsson en el sótano había ido bien, pensó. Había resultado fructífera. Tal vez había hablado demasiado y había sido inoportuno al final, y por eso Axelsson le había mirado con esa expresión socarrona.
Seguro que por los pasillos de la residencia de Marnäs ya se comentaba su extraño interés por Nils Kant. Quizás hasta se propagaría fuera de la residencia, pero daba igual. ¿No era eso lo que él quería, remover el hormiguero y lograr que sucedieran cosas?
Se sentó pesadamente en la cama y de la mesilla de noche cogió el ejemplar del día del
Ölands-Posten.
Esa mañana no había tenido tiempo de leer el periódico, o más bien no había tenido ganas.
La muerte en Stenvik era la gran noticia de la primera página, y publicaban una de las fotografías de la cantera de Bengt Nyberg con una flecha pintada para mostrar claramente dónde había ocurrido el accidente.
Según la policía de Borgholm había sido eso, un accidente. Ernst Adolfsson había intentado mover una escultura de piedra al borde del barranco, había resbalado y se había precipitado al vacío seguido por un gran bloque de piedra que le había caído encima. No se sospechaba ningún crimen.
Gerlof sólo leyó el principio del artículo de Bengt Nyberg. Luego ojeó el periódico hasta que llegó a las noticias más impersonales: obras que se retrasaban en Långvik, fuego en un henar a las afueras de Löttorp y la historia del demente senil de ochenta y un años que había salido de su vivienda en el sur de Öland a dar un paseo y todavía seguía desaparecido en el lapiaz. Seguro que acabarían encontrándolo, pero sin vida.
Gerlof dobló el periódico y lo dejó de nuevo en la mesita, y entonces vio el monedero de Ernst. Lo había guardado al regresar de Stenvik. Lo cogió, lo abrió y miró todos los billetes y un fajo aún mayor de recibos. Dejó los billetes en el monedero, pero hojeó lentamente los recibos.
La mayor parte correspondía a pequeñas compras en los supermercados de Marnäs y Långvik, o eran recibos escritos a mano de las ventas de esculturas durante el verano pasado.
Gerlof buscó el último recibo, por si había uno fechado el mismo día en que la escultura de la torre de la iglesia de Marnäs le había caído encima a su amigo. No lo encontró.
Pero debajo de los recibos del supermercado encontró algo diferente: una pequeña entrada a un museo.
En el billete se leía «MUSEO DE LA MADERA DE RAMNEBY» junto a un pequeño dibujo de tablas apiladas y una fecha sellada
con
tinta azul: «13 SEPT».
Guardó la entrada en la mesita de noche. Sujetó el resto de recibos con un clip y los guardó en un cajón. Luego se sentó al escritorio, alcanzó su libreta y pasó las páginas hasta llegar a una hoja en blanco. Cogió un lápiz, reflexionó un rato y escribió dos notas.
«VERA KANT SONRIÓ CUANDO ENTERRABAN EL FÉRETRO DE NILS.»
Y:
«ERNST VISITÓ A LOS PARIENTES DE KANT EN RAMNEBY.»
A continuación puso la entrada del museo de la madera en la libreta, la cerró y se sentó a esperar el café de la tarde. Rutinas, todo eran rutinas cuando uno se hacía viejo.
Julia ni siquiera recordaba el primer vaso de vino que había tomado. Había visto cómo Astrid lo servía en la mesa de la cocina, había visto cómo el líquido rojo remolineaba en la copa y había alargado la mano ansiosa para cogerla, y de pronto ya estaba vacía. El sabor a vino permanecía en su boca y una cálida dosis de alcohol se esparcía por su cuerpo; era la misma sensación que haberse reencontrado con un viejo amigo.
El sol se ponía al otro lado de la ventana de la casa de Astrid, y Julia, que había dado un largo paseo en bicicleta por la costa, tenía agujetas en las piernas.
—¿Quieres otro? —preguntó Astrid.
—Sí, gracias —aceptó Julia, intentando parecer lo más tranquila e indiferente posible—. Estaba bueno.
Se lo habría bebido aunque hubiera sabido a vinagre.
Intentó tomarse el segundo con más calma. Dio un par de tragos, lo dejó sobre la mesa y suspiró.
—¿Has tenido un día duro? —preguntó Astrid.
—Bastante —respondió Julia.
Pero en realidad no había ocurrido gran cosa.
Había paseado en bicicleta por la costa en dirección norte hasta Långvik, el pueblo vecino, donde había almorzado. Y después había tenido que oír cómo un viejo vendedor de huevos de una pequeña granja le decía que su hijo Jens había sido asesinado. No sólo estaba muerto y enterrado desde hacía tiempo, sino que había sido asesinado.
—Un día bastante duro —repitió Julia, y apuró su segundo vaso de vino.
La noche anterior, que Julia se había preparado para pasar sola en el cobertizo, había sido estrellada.
Las estrellas parecían constituir su única compañía en la playa desierta. La luna pendía como la esquirla de un hueso grisáceo en el este, pero Julia permaneció en la playa oscura como boca de lobo mirando las estrellas durante media hora antes de subir al cobertizo. Desde allí se veía otra luz tranquilizadora: la lámpara del jardín de Astrid en la acera de enfrente. Las demás luces de las casas habitadas que brillaban a lo largo de la costa de sur a norte estaban alejadas y eran casi tan tenues como las de las estrellas, pero la luminosa lámpara de Astrid anunciaba que había otras personas en la oscuridad.
Julia se quedó plácidamente dormida con una rapidez inusual, y tras ocho horas de descanso se despertó con el rumor de las olas que rompían contra la playa, de forma casi acompasada con su respiración.
El paisaje pedregoso estaba en calma; abrió la puerta y miró las olas sin pensar en restos de huesos.
Subió a la casa de Gerlof para lavarse y desayunar. Más tarde se dio una vuelta por el jardín, donde encontró una vieja bicicleta de mujer detrás del cobertizo de las herramientas. Julia supuso que sería de Lena. Estaba oxidada y necesitaba que la engrasaran, pero tenía las ruedas hinchadas.
Así que decidió ir al norte y almorzar en Långvik. Allí intentaría encontrar a un anciano llamado Lambert y le pediría disculpas por haberle golpeado años atrás.
El camino de la costa era de grava, estaba polvoriento y tenía muchos baches, pero se podía circular por él en bicicleta. Y el paisaje era maravilloso, como lo había sido siempre, con el lapiaz a la derecha y el mar reluciente unos metros más abajo del acantilado a la izquierda. Al pasar en bicicleta, Julia evitó mirar hacia el fondo de la cantera; no quería saber si los rastros de sangre aún seguían allí.