La hora de las sombras (35 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

BOOK: La hora de las sombras
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—¿Eres sueco?

Su mirada es más triste que apagada y luce una barba descuidada, pero las arrugas alrededor de su boca y ojos no son demasiado profundas. Seguramente hace poco que bebe, aunque aparenta treinta y pico años, más o menos la edad de Nils.

Éste asiente con la cabeza.

—Soy de Öland.

—¿Öland? —El zángano alza la voz y tose—. Öland, joder… Yo soy de Småland…, sí, joder. Nací en Nybro.

—El mundo es un pañuelo —dice Nils.

—Pero ahora… He perdido el barco.

—¿Sí? Qué lástima.

—El año pasado. Lo perdí… El barco tenía que pasar las esclusas dos días después. Arriba, abajo. Me enchironaron aquí…, hubo una pelea en un bar; bebía de la jarra de cerveza. —El hombre alza la vista y su mirada se ilumina—. ¿Tienes dinero?

—Quizá.

—Entonces compra una botella, de whisky… Sé dónde hacerlo. —El hombre intenta levantarse pero no lo consigue—. Compra algo —murmura con un hilo de voz.

—Bueno —dice Nils, y endereza la espalda sin mirar al hombre a los ojos—. Quizá podríamos ser amigos.

Cinco semanas después, en Jamaica Town, el nombre con que se conoce el barrio inglés de Puerto Limón.

En el letrero se lee «HOTEL TICAN», aunque a duras penas puede considerársele un hotel; la recepción consiste en una tabla de madera agrietada que se apoya en un par de patas y sostiene un libro de registro enmohecido. La escalera exterior conduce a los pequeños cuartos de huéspedes del segundo piso. Nils oye voces en inglés procedentes de una de las casas al otro lado de la calle.

Sube la escalera en silencio, pasa junto a una cucaracha gorda y reluciente que camina por la pared en dirección opuesta. Alcanza la estrecha galería del segundo piso y llama a la segunda de las cuatro puertas.


Yes, sir
—grita una voz desde el interior, y Nils abre la puerta.

Por tercera vez se encuentra con el sueco que afirma estar ahí para ayudar a Nils a regresar a casa.

Éste está sentado entre un revoltijo de sábanas y almohadas con manchas marrones, en la única cama de la tórrida habitación; el torso desnudo le brilla a causa del sudor. Sostiene un vaso en la mano. Un pequeño ventilador zumba sobre la cómoda que hay junto a la cama.

Nils empieza a creer que el hombre proviene de Öland. Nunca le ha confirmado su origen, pero él le ha escuchado con atención y cree haber percibido un leve acento ölandés en su pronunciación. Se ha dado cuenta que el hombre conoce bien la isla. ¿Coincidieron alguna vez allí?

—Pasa, pasa. —El sueco sonríe, se recuesta contra la pared y señala una botella de ron caribeño que tiene sobre la cómoda con un movimiento de la cabeza—. ¿Una copa, Nils?

—No.

Cierra la puerta tras sí. Ha dejado de beber. No del todo, pero casi.

—Limón es una ciudad maravillosa, Nils —dice el hombre desde la cama, y no percibe sarcasmo alguno en su voz—. Hoy he dado un paseo y he encontrado, por pura casualidad, un auténtico burdel oculto en unas habitaciones de la trastienda de un bar. Mujeres maravillosas. Pero no me he dejado llevar, por decirlo de alguna manera… Me he tomado una copa y me he largado.

Nils asiente levemente y se apoya contra la puerta cerrada.

—He encontrado a alguien. Un buen candidato. —Sigue costándole hablar sueco tras dieciocho años en el extranjero. Busca las palabras—. Además, es de Småland.

—Vaya, estupendo —dice el sueco—. ¿Dónde? ¿En Ciudad de Panamá?

Nils asiente.

—Me lo he traído aquí. Los controles de la frontera son cada vez más estrictos, tuve que pagar un soborno, pero al final conseguimos pasar. Ahora está en San José, en un hotel barato. Ha perdido su pasaporte, pero hemos solicitado uno nuevo en la embajada sueca.

—Bien, bien. ¿Cómo se llama?

Nils niega con la cabeza.

—Nada de nombres. Tú aún no me has dicho el tuyo.

—Lo puedes ver en recepción —suelta el hombre desde la cama—. Me he registrado en el libro. Es obligatorio.

—Lo he leído —dice Nils.

—¿Y?

—Fritiof Andersson —responde.

El hombre asiente satisfecho.

—Llámame Fritiof, será suficiente.

Nils niega con la cabeza.

—Quiero saber tu verdadero nombre.

—Mi nombre no es importante —asegura el hombre, y le clava la mirada—. Fritiof puede valer. ¿No te parece?

—Quizá —Nils asiente con la cabeza lentamente—. Por el momento.

—Bien. —Fritiof se seca el pecho y la frente con una sábana—. Tenemos que hablar de algo más. Yo…

—¿Es verdad que te envía mi madre? —pregunta Nils.

—Ya te lo he dicho.

Al hombre de la cama parece no gustarle mucho que le interrumpan.

—Mi madre tendría que haber mandado una carta —dice Nils.

—Ya llegará —replica Fritiof—. Te he dado dinero, ¿no? Es de tu madre. —Le da un trago a la bebida—. Ahora tenemos que hablar de otras cosas. Regresaré a casa dentro de un par de días. Durante un tiempo no recibirás noticias mías. Pero volveré cuando todo esté listo, y será la última vez. ¿Cuánto tiempo crees que tardarás?

—Bueno…, un par de semanas, quizá. Tiene que conseguir el pasaporte y venir aquí —explica Nils.

—Bien —dice Fritiof—. Vigílalo y sigue las instrucciones al pie de la letra. Entonces podrás regresar a casa.

Nils asiente.

—Vale —responde Fritiof, y se seca de nuevo el rostro.

Se oye una risa procedente de la calle; una moto pasa traqueteando. Nils no desea otra cosa que abrir la puerta y abandonar la maloliente habitación.

—Ah, oye, ¿qué se siente? —pregunta el hombre, y se recuesta.

—¿Qué se siente? —repite Nils.

—Tengo cierta curiosidad. —El tipo que se hace llamar Fritiof Andersson esboza una sonrisa entre las sábanas sucias—. Me pregunto, Nils, por pura curiosidad… ¿qué se siente al matar a un hombre?

24

Gerlof y John atravesaron el puente de Öland, pasaron Kalmar y siguieron hacia el norte por la costa de Småland. Ninguno de los dos habló mucho durante el viaje.

Gerlof no pudo menos que pensar que cada vez le resultaba más difícil abandonar la residencia de Marnäs; esa mañana Boel le había sometido a un interrogatorio para averiguar adónde se dirigía y cuánto tiempo iba a estar fuera. Al final había insinuado que quizás el anciano gozaba de demasiada buena salud como para vivir en una residencia.

—Hay muchas personas mayores con graves problemas de movilidad en el norte de Öland que desearían disponer de una habitación aquí, Gerlof —le había sermoneado Boel—. Hay que dar prioridad a quien más lo necesite.

—Pues adelante —contestó Gerlof, y se marchó, apoyado en su bastón.

¿Acaso él no tenía derecho a asistencia? ¿Él, que apenas era capaz de moverse diez metros sin ayuda? Boel debería alegrarse de que pudiera salir a tomar el aire de vez en cuando con amigos como John. ¿O no?

—Así que Anders se ha fugado —comentó Gerlof al fin, cuando estaban a unos pocos kilómetros de Ramneby.

—Sí —repuso John.

Nunca sobrepasaba el límite de velocidad cuando conducía por carretera, y una larga fila de coches se había formado detrás de ellos.

—Imagino que le dijiste a Anders que la policía lo andaba buscando —señaló Gerlof.

Sentado al volante, John guardó silencio, pero al fin asintió con la cabeza…

—No sé si fue una buena idea —señaló Gerlof—. La policía siempre se enfada con los que evitan hablar con ella.

—Él sólo quiere que lo dejen en paz —repuso John.

—No estoy seguro de que sea una buena idea —repitió Gerlof.

John guardó silencio de nuevo.

—¿Hablaste con Robert Blomberg cuando fuiste a Borgholm la semana pasada? —preguntó al rato—. El vendedor de coches.

—Lo vi —repuso Gerlof—. Estaba sentado en su tienda. No hablamos…, no supe qué decirle.

—¿Crees que podría ser Kant? —preguntó John.

—Si quieres mi opinión… He estado pensándolo y creo que no. Me parece improbable que alguien como Nils Kant regresara de Sudamérica con un nombre falso y consiguiera mezclarse con la población de Borgholm e iniciar una nueva vida.

—Quizá tengas razón.

Unos minutos más tarde pasaron junto al letrero amarillo que anunciaba la entrada de Ramneby. Eran las once menos cuarto de la mañana. Un camión cargado de madera recién cortada les adelantó con gran estruendo.

Gerlof nunca había ido a Ramneby, ni en coche ni en barco; sólo había pasado de largo. El pueblo no era mucho mayor que Marnäs; lo cruzaron rápidamente y giraron en la entrada de la serrería.

Antes de llegar a una verja de acero cerrada, John se detuvo en el aparcamiento.

Gerlof cogió la cartera y juntos se encaminaron hacia la ancha verja. Llamaron al timbre. Tras un rato un pequeño altavoz crepitó junto al timbre.

—¿Hola? —saludó Gerlof, sin saber si dirigirse al timbre o al altavoz, o quizás al cielo—. Hola… Venimos a visitar el museo de la madera. ¿Puede abrir?

El altavoz guardó silencio.

—¿Me habrán oído? —le murmuró a John.

—No sé.

Gerlof oyó un graznido a su espalda y, al volver la cabeza, vio un par de cuervos en un abedul sin hojas que crecía junto al aparcamiento. Siguieron graznando, y a Gerlof le pareció que no sonaban como los cuervos de Öland. ¿También los pájaros tenían acentos diferentes?

Entonces vio cómo alguien se acercaba al otro lado de la verja; era un hombre mayor con gorra y anorak negro que se movía casi tan lentamente como él. El hombre apretó un botón y la verja se abrió.

—Heimersson —se presentó, y les tendió la mano.

Gerlof la estrechó.

—Davidsson —dijo.

—Hagman —dijo John.

—Queríamos visitar el museo de la madera —explicó Gerlof de nuevo—. Llamamos ayer…

—En efecto —interrumpió Heimersson, y se dio la vuelta para mostrar el camino—. Hicieron bien. En realidad el museo sólo está abierto en verano. Cerramos en septiembre. Pero si se llama con antelación se puede visitar.

Se hallaban en el terreno de la fábrica. Gerlof esperaba oler el aroma de la madera recién cortada y ver grupos de hombres con gorra cargando tablones entre montañas de serrín; una vez más se dejó llevar por los recuerdos. No obstante, no vio más que paredes y espacios asfaltados entre grandes edificios grises de acero y aluminio de los que colgaban grandes letreros blancos con la inscripción «MADERAS RAMNEBY».

—Llevo cuarenta y ocho años trabajando en este lugar —le explicó Heimersson a Gerlof por encima del hombro—. Empecé a los quince y aquí me quedé. Ahora me ocupo del museo.

—Somos del pueblo donde vivían los propietarios —indicó Gerlof—. Del norte de Öland.

—¿Los propietarios? —preguntó Heimersson.

—La familia Kant.

—El lugar ya no es suyo —replicó Heimersson—. Lo vendieron a finales de los años setenta, cuando murió August Kant, el director. Ahora el dueño de Ramneby es una empresa maderera canadiense.

—¿Conoció al antiguo dueño… August Kant? —inquirió Gerlof.

—Conocerlo, sí —respondió Heimersson, y sonrió como si la pregunta le hiciera gracia—. Lo veía cada día. Llegaba siempre conduciendo su viejo MG. Ya hemos llegado. Ésta es la vieja oficina; al final se quedó pequeña.

«MUSEO DE LA MADERA», rezaba una placa de madera encima de la puerta. Heimersson abrió, entró y encendió la luz.

—Bueno… Bienvenidos. Son treinta coronas cada uno.

Se situó detrás del mostrador sobre el que había una enorme y vieja caja registradora.

Gerlof pagó las dos entradas, idénticas a la que había encontrado en el monedero de Ernst Adolfsson. A continuación pasaron al interior del museo.

No era muy grande, sólo constaba de dos salas y un pequeño pasillo entre ellas. En el centro de la habitación había algunas sierras viejas y aparatos de medición, y las paredes estaban decoradas con fotografías. Había infinidad de fotografías en blanco y negro, enmarcadas y protegidas por un cristal, y provistas de textos explicativos. Gerlof se acercó en silencio y miró detenidamente los retratos de grupo de los empleados de la serrería, de leñadores con la sierra en la mano e imágenes de barcos atracados con las cubiertas cargadas de madera.

—En la otra habitación hay fotografías más recientes —informó Heimersson detrás de él.

—Ah —dijo Gerlof.

Habría preferido visitar el museo a solas y notó que John procuraba mantenerse alejado del guía.

—Ahí también tenemos nuestro primer ordenador —señaló Heimersson—. Es el progreso. Hoy en día todo se hace por ordenador. Yo no entiendo cómo funciona, pero al parecer facilita muchos las cosas.

—Ya.

Gerlof siguió buscando entre las fotografías en blanco y negro.

—Ramneby exporta maderas nobles a Japón —explicó Heimersson—. Los ölandeses nunca han hecho negocios en ese lugar, ¿verdad?

—No —repuso Gerlof, y se apresuró a añadir—. Pero el suelo de la catedral de San Pablo, en Londres, está hecho con nuestra piedra caliza.

Heimersson guardó silencio y Gerlof cambió de tema.

—Un amigo mío pasó por aquí, por el museo, el mes pasado. Ernst Adolfsson.

—¿Un ölandés?

Gerlof asintió con la cabeza.

—Un viejo cantero. Estuvo aquí a mediados de septiembre.

—Sí, lo recuerdo muy bien —afirmó Heimersson—. Abrí el museo especialmente para él, igual que he hecho hoy con ustedes. Fue una visita agradable. Dijo que vivía en Öland, pero que había nacido aquí.

—¿En Ramneby? —preguntó Gerlof.

—Sí. Creció aquí, en el pueblo, antes de mudarse a Öland.

Eso era nuevo para Gerlof, que nunca había oído a Ernst hablar de su pueblo natal.

Dio un par de pasos más y entonces vio la fotografía: Martin Malm y August Kant posaban juntos en el muelle de la serrería; se les veía rígidos delante de una hilera de jóvenes trabajadores.

«Sincera reunión de negocios en el muelle de la serrería, 1959», rezaba el texto escrito a máquina bajo la imagen, a pesar de que sólo uno de los hombres del grupo esbozaba una sonrisa amistosa. El resto, incluidos Martin y Kant, miraba con seriedad a la cámara.

1959. Sí, eso había sido varios años antes de que Martin comprara su primer barco de gran calado, registró Gerlof.

En esta copia de la fotografía, que era de mayor tamaño que la del libro, la mano que descansaba sobre el hombro izquierdo de Martin se veía claramente; eso al menos era una señal de amistad. A Gerlof nunca se le hubiera ocurrido ponerle la mano en el hombro a Martin Malm; no era una persona que invitara a acercarse. Pero August Kant lo había hecho.

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