Cruzó la calle con sus muletas y siguió caminando por la plaza.
De pronto pensó en la sonrisa, la extraña sonrisita que le había dirigido Gunnar Ljunger.
Le habían destrozado el coche y prácticamente le habían acusado de intentar matar a Gerlof, pero en la comisaría había sonreído como si estuviera seguro de que contaba con una vía de escape.
Gomo si pensara…
Julia se detuvo súbitamente al otro lado de la calle. Estaba a medio camino de la estación, pero se dio la vuelta sin pensárselo dos veces y se puso a saltar con las muletas para volver a la comisaría.
Aunque se hallaba a sólo unos metros, no llegó a tiempo.
Oyó un disparo cuando todavía se encontraba en la acera. Fue una breve detonación sin eco, pero salió del interior de la comisaría.
Se oyó un ruido sordo y seco a través de la ventana y unos segundos después otro tiro.
Julia dio tres saltos más con las muletas, pero acabó tirándolas al suelo y echó a correr.
Salvó los escalones que le separaban de la puerta de la comisaría con un par de zancadas y sintió una punzada de dolor en el pie.
Al abrir la puerta olió a pólvora, y se detuvo.
La comisaría estaba en silencio.
Julia se asomó con cautela; al principio sólo vio las piernas de Lennart junto a la mesa. Le dio un vuelco el corazón, pero enseguida advirtió que se movían.
Estaba arrodillado bajo la mesa; tenía una mano apoyada en el suelo y con la otra se apretaba la frente ensangrentada.
La cartuchera de Lennart estaba abierta; se dio la vuelta lentamente y le dirigió a Julia una mirada de confusión.
—¿Dónde está Ljunger? —preguntó Lennart.
Julia comprendió lo que había ocurrido.
El que había recibido el disparo no era Lennart, sino Gunnar Ljunger.
Ésa era la vía de escape que había encontrado el dueño del hotel.
Ljunger ya no sonreía. Su cuerpo yacía en el suelo al otro lado de la mesa, y sus relucientes zapatos de piel se agitaban levemente. Había comenzado a formarse un charco de sangre bajo su cabeza, y tenía la chaqueta amarilla llena de salpicaduras rosadas. La sangre brillaba bajo la luz de la lámpara cenital.
Ljunger miraba fijamente el techo con la boca medio abierta. Sus ojos parecían sorprendidos, como si no comprendiera que todo se había acabado.
En la mano derecha aún sujetaba la pistola reglamentaria de Lennart.
—¿Cómo estás, Lennart? —preguntó Gerlof postrado en la cama del hospital.
Lennart se encogió de hombros.
—Podría estar mucho peor. Debería haber prestado más atención —dijo, y suspiró—. Tendría que haber captado sus intenciones.
—No pienses más en ello, Lennart —dijo Julia desde el otro lado de la cama de Gerlof.
—Me engañó. Al sentarse creí que se había calmado…, pero fue entonces cuando se lanzó sobre mí y me empujó contra la mesa y tiró de la cartuchera. No estaba preparado. —Suspiró y se tocó la venda en la frente—. Soy demasiado mayor, reaccioné con lentitud. Debería…
—No le des más vueltas, Lennart —repitió Julia—. Fue Ljunger quien te hirió y no al revés.
Lennart asintió, no demasiado convencido.
El primer disparo de Gunnar Ljunger había dado en la pared de la comisaría, y Lennart se había golpeado la cabeza al intentar arrebatarle el arma. Se había hecho un profundo corte en la frente y le habían dado unos puntos de sutura en el dispensario de Marnäs antes de vendarle la cabeza.
Lennart y Julia se encontraban en una habitación del hospital de Borgholm, sentados a sendos lados de la cama de Gerlof. Atardecía y por la ventana se veía el sol otoñal ocultarse tras la ciudad.
Gerlof esperaba que la visita no fuera muy larga, en realidad deseaba quedarse solo y dormir. Aún no tenía fuerzas para levantarse de la cama.
Por lo menos, había aclarado sus ideas, aunque no recordaba los detalles de los últimos días. De no ser por el rápido transporte aéreo hasta el hospital de Kalmar, seguramente habría muerto. Su estado de salud había pasado de gravísimo a grave en sólo dos días. Después había mejorado y se había estabilizado, y al cuarto día lo habían trasladado en ambulancia al hospital de Borgholm.
Allí tenía más privacidad que en Kalmar, y le dieron una habitación individual con vistas al Slottskogen y a las mansiones de Borgholm. Julia y Lennart fueron a visitarlo cinco días después de que Ljunger intentara matarlo en la playa a las afueras de Marnäs.
—Papá, es la tercera vez en dos días que vengo —comentó Julia—. Pero es la primera que te encuentro despierto.
Gerlof asintió cansado.
Tenía el brazo izquierdo entablillado y vendado a causa de la caída en la playa. Un pie escayolado. Una sonda, que procedía de una bolsa de suero, acoplada a una cánula en el brazo; otra sonda estaba conectada a un catéter, y yacía arropado bajo dos mantas, pero se sentía más animado que el día anterior. Poco a poco, la fiebre había ido remitiendo.
Gerlof intentó incorporarse para poder ver mejor a Julia y a Lennart, y su hija se levantó rápidamente para ayudarle, y le colocó una almohada más detrás de la espalda.
—Gracias.
Tenía la voz muy débil, pero podía hablar.
—¿Cómo te encuentras hoy, papá?
Gerlof levantó lentamente el pulgar derecho hacia el techo de la habitación. Tosió y respiró con dificultad.
—Al principio creyeron… que tenía neumonía —susurró despacio. Tomó aliento de nuevo y prosiguió—: Pero hoy por la mañana me han dicho que no es más que una bronquitis. —Tosió de nuevo—. Y están seguros de que… conservaré los dos pies. —Hizo una nueva pausa y añadió—: Eso espero.
—Eres duro de pelar, Gerlof —dijo Lennart.
Gerlof asintió.
—Gunnar Ljunger… dijo lo mismo.
De pronto se oyó el pitido del buscador personal de Lennart, que llevaba sujeto al cinturón.
—Otra vez…
El policía suspiró. Contempló la pantalla.
—Al parecer el jefe desea hablar de nuevo conmigo, las preguntas no acaban nunca… Tengo que llamar por teléfono, ahora vuelvo.
Lennart sonrió a Julia; ésta le devolvió la sonrisa y señaló la cama con la cabeza.
—No te escapes de ahí, Gerlof.
Gerlof asintió lentamente, y Lennart cerró la puerta tras sí.
Se hizo el silencio en la habitación, pero no era un silencio forzado. En realidad, no les hacía falta decirse nada. Julia puso una mano sobre la manta de Gerlof y se inclinó hacia delante.
—La familia y los amigos te mandan saludos —comunicó—. Lena llamó desde Gotemburgo ayer por la noche, vendrá dentro de nada. Y Astrid también te manda saludos. John y Gösta pasaron ayer por aquí, pero me dijeron que estabas dormido. Todos piensan en ti.
—Gracias. —Gerlof tosió de nuevo—. Y tú… ¿cómo te encuentras? —susurró.
—Bien —dijo Julia enseguida—. He pasado bastante tiempo con Lennart estos días, en su bonita casa en el pinar. Aunque él ha estado la mayor parte del tiempo escribiendo informes, o en Borgholm… así que no he podido hacer mucho por él. El resto del tiempo he estado en la habitación contigua preocupándome por ti.
—Yo… estoy bien —susurró Gerlof.
—Sí, ahora lo sé —repuso Julia—. Y yo también me encuentro perfectamente.
Su padre tosió de nuevo y prosiguió:
—Entonces, ¿te sientes fuerte?
—Claro. —Julia sonrió, como si no comprendiera del todo a qué se refería—. Soy mucho más fuerte.
Gerlof siguió susurrando:
—He estado pensando… —dijo—. No estoy seguro… pero creo que ahora sé lo que pasó.
Miró a Julia.
—¿Todo?
—Todo —murmuró Gerlof—. ¿Quieres saber… qué le ocurrió a Jens?
Julia se puso seria. Contuvo la respiración.
—¿Lo sabes, papá? —preguntó ella—. ¿Te contó Ljunger qué pasó exactamente?
—Dijo… una serie de cosas —repuso—. Pero no todo. Así que hay cosas que he tenido que adivinar. Pero la historia no tiene… un final feliz, Julia. El final es como es. ¿Lo quieres saber?
Julia apretó los labios y asintió.
—Cuéntamelo.
—¿Te acuerdas de que cuando llegaste a Öland te dije… que quizá podríamos atraer al asesino… para que viera la sandalia de Jens? —preguntó Gerlof.
Julia asintió.
—Pero nunca apareció.
Gerlof contempló cómo el sol se ponía tras los árboles. Le habría gustado ser un niño y poder escuchar las historias de miedo de la hora de las sombras, en lugar de ser un anciano y verse obligado a contarlas él.
—Sin embargo, creo que sí —dijo él—. El asesino vino a nosotros… aunque ninguno de los dos lo vio.
Öland, septiembre de 1972
Gunnar está delante de Nils y alza lentamente el pesado pico de hierro. Mira alrededor el lapiaz envuelto en niebla, como si quisiera asegurarse de que nadie observa lo que ocurre. O lo que está a punto de suceder.
—No puedes ir a casa, Nils —dice—. Estás muerto. Estás enterrado en Marnäs.
Nils niega con la cabeza.
—Suelta el pico —le advierte.
De pronto, el silencio se abate sobre el lapiaz, como si el aire entre el cielo y la tierra hubiera desaparecido.
—Suelta la pala primero, Nils.
Nils vuelve a negar con la cabeza. Lanza una rápida mirada a Martin, el otro buscador de tesoros, que respira con dificultad tendido en el suelo, a sólo unos metros de distancia, con la mano en la frente. Ahora no entraña ningún peligro.
Pero Gunnar sí que es peligroso. Está de pie con las piernas separadas, escuchando, y de pronto parece oír algo a lo lejos.
—De acuerdo —dice finalmente—. Voy a soltar el pico.
Y lo hace. Cae con un ruido sordo junto al mojón.
—Bien. —Entonces Nils también suelta la pala, pero no se tranquiliza—. Y ahora quiero ir…
De pronto él también oye un ruido. Cada vez más fuerte. Un rumor procedente del camino vecinal crece hasta convertirse en un sordo gruñido.
El motor de un coche.
—Me parece que tenemos compañía —anuncia Gunnar.
No parece sorprendido.
Pasan algunos segundos. Luego una ancha silueta toma forma en la niebla detrás de ellos. Una sombra que se desliza por la hierba sobre cuatro ruedas.
Se trata de un Volvo marrón; surge tras la cortina de niebla. Gira, se detiene junto al coche de Gunnar, y el motor se apaga.
La puerta del conductor se abre.
Nils no reconoce el coche ni al hombre que se apea. Pero observa que es mucho más joven que él y viste un uniforme negro de policía bien planchado. Lleva una pistola en la cartuchera. Cierra la puerta del coche, se arregla la chaqueta del uniforme y se acerca en silencio.
El hombre se detiene a unos metros frente a Nils. Tiene la mirada clavada en él, y abre la boca.
—Nunca nos habíamos visto —dice el policía—. Pero he pensado mucho en ti.
Nils lo mira fijamente con la boca abierta.
—Tú asesinaste a mi padre —anuncia el policía.
Durante unos segundos Nils no entiende nada.
—Nils, éste es Lennart —señala Gunnar unos metros más allá—. Lennart Henriksson. Su padre era policía provincial. Seguro que lo recuerdas, hace muchos años, cuando eras joven… Os encontrasteis en el tren de Borgholm.
El hijo del policía provincial.
Entonces, por fin, Nils comprende. Comprende lo que va a suceder y reacciona. Nils ve que Henriksson tantea la cartuchera con la mano. Retrocede hacia la niebla y echa a correr.
—¡Detente!
Por supuesto Nils no se detiene, huye. La trampa que le han preparado está a punto de cerrarse, pero escapa.
Ya no es joven y se mueve lentamente por la hierba, pero está en el lapiaz, su territorio. Huye a través de la niebla con la cabeza agachada, se dirige hacia el arbusto más cercano y espera oír un disparo a su espalda, pero se agacha y consigue protegerse detrás de los enebros antes de que llegue.
Nils oye gritos en la niebla detrás de él, a lo lejos. No se detiene. Continúa en línea recta a grandes zancadas.
¿Es éste el camino que va a la aldea?
Nils cree que sí. Se dirige a casa; por fin llegará a la casa de su madre y nada lo detendrá.
De pronto, Nils ve una figura entre la niebla, se detiene y toma aliento.
Cuando está a punto de echar a correr otra vez, se da cuenta de que no es uno de sus perseguidores. Es un niño pequeño; no tendrá más de cinco o seis años. Sale de la niebla gris y se detiene a una docena de pasos.
El niño es pequeño y delgado, viste pantalones cortos y un fino jersey rojo, y calza un par de pequeñas sandalias. Guarda silencio, mira a Nils con curiosidad y duda, como si no tuviera miedo pero supiera que debería tenerlo.
Pero Nils no es peligroso, al menos con los niños. Siempre ha actuado en defensa propia, y ese día de verano realmente intentó salvar a su hermano de morir ahogado, pero reaccionó demasiado tarde. En su vida le ha hecho daño a un niño. Nunca.
—Hola —dice Nils, y resopla.
Intenta controlar su respiración entrecortada para no asustarle.
El niño no responde.
Nils echa una rápida mirada alrededor, pero no ve a ninguno de sus perseguidores. La niebla le protege. No puede quedarse aquí mucho tiempo, pero sí tomarse un respiro.
Mira al niño de nuevo sin sonreír y pregunta en voz baja:
—¿Estás solo?
El niño asiente en silencio.
—¿Te has perdido?
—Creo que sí —dice el niño en voz baja.
—No te preocupes… Yo conozco el lapiaz. —Nils se acerca a él—. ¿Cómo te llamas?
—Jens —responde el niño.
—¿Y qué más?
—Jens Davidsson.
—Bien. Yo me llamo…
Titubea: ¿cuál de sus nombres utilizará?
—Me llamo Nils —dice al fin.
—¿Y qué más? —replica Jens. Es como un juego.
Nils ríe, lacónico.
—Me llamo Nils Kant —responde, y da un paso más.
El niño sigue inmóvil en un mundo que sólo consiste en hierba y piedras y algunos enebros. Hierba, piedras y enebros es todo lo que se puede ver en la niebla. Nils intenta sonreír para mostrar que todo va bien.
La niebla los envuelve, no se oye nada. Ni siquiera el canto de los pájaros.
—No te preocupes —dice Nils.
Decide acompañar al niño a la aldea y buscar su casa, antes de ir a ver a su madre.
A esas alturas están muy cerca el uno del otro: Nils y Jens.
A continuación les llega el eco de un motor. Nils quiere dar media vuelta y salir corriendo, pero apenas tiene tiempo de avanzar un paso.