Pero si August Kant no había querido saber nada de su sobrino —si quizás incluso había preferido que se quedara en el extranjero para siempre—, entonces, ¿qué sentido tenía esa fotografía donde se le veía a partir un piñón con Martin Malm? La mano de August descansaba sobre el hombro de Martin…
Porque era la mano de August, ¿verdad? Gerlof miró con más detenimiento. El pulgar no parecía estar en el lado correcto de la mano.
Miró fijamente la fotografía, hasta que le dolieron los ojos y los contornos en blanco y negro comenzaron a moverse y tornarse borrosos. Entonces sacó las gafas de la cartera, se las puso y siguió observando. Al no servirle de ayuda se las quitó y las sostuvo como una lupa sobre la imagen. Los pálidos y expectantes rostros de los trabajadores de la serrería se aproximaron, pero al mismo tiempo se disolvieron en puntitos en blanco y negro.
Gerlof movió las gafas sobre la fotografía y miró con más detenimiento la mano que descansaba sobre el hombro de Malm. Ahí estaba, reposando amigablemente junto al cuello del dueño del barco, pero ahora Gerlof vio con claridad que la que debía ser la mano derecha de August en realidad era la izquierda. Y justo detrás de la mano…
Gerlof estudió las caras alegres de la fotografía.
De repente, vio por primera vez lo mismo que Ernst tuvo que haber visto.
—Por los clavos de Cristo —dijo.
Mentar la Cruz era una blasfemia muy antigua; la madre de Gerlof le había prohibido pronunciarla hacía más de setenta años. Desde entonces jamás había blasfemado de esa manera.
Para asegurarse cogió la libreta, pasó las páginas hasta llegar a la lista de nombres que había anotado en el museo de la madera y se fijó en uno de ellos.
—Por los clavos de Cristo —repitió Gerlof.
Durante unos segundos se quedó absorto en su descubrimiento; luego levantó la vista y recordó que se encontraba en un autobús camino de Marnäs. Pero aún no habían llegado, se hallaban al sur de Stenvik; miró por la ventanilla, el autobús pasó el primer letrero que indicaba «CAMPING 2 KM».
Stenvik, el autobús pronto llegaría a Stenvik. Tenía que comunicarle a John su descubrimiento.
Gerlof se apresuró a apretar el botón rojo de parada.
Cuando el autobús redujo la velocidad cien metros al norte del desvío a Stenvik, guardó el libro conmemorativo y las gafas en la cartera y se levantó; le temblaban las piernas.
La puerta central del autobús se abrió con un chirrido y, tras descender por los escalones, Gerlof volvió a enfrentarse al frío y al viento. En los brazos y las piernas notó los susurros de Sjögren, por el momento bastante discretos.
La puerta se cerró tras él y el autobús se alejó. Estaba solo en la parada y aún lloviznaba. En el pasado había habido una pequeña caseta de madera para guarecerse los días de lluvia, pero ahora ya no existía. Todo lo bueno y gratuito desaparecía rápidamente.
Cuando se apagó el rumor del autobús, Gerlof miró el paisaje desierto, se abrochó todos los botones del abrigo y divisó a lo lejos el letrero amarillo de Stenvik. El lugar adonde se dirigía.
Miró varias veces antes de cruzar la carretera para no ser arrollado, pero no había ni un solo coche a la vista. La carretera nacional estaba completamente desierta. Anduvo bastante rápido los cincuenta metros que le separaban del desvío. Al torcer, el viento le golpeó de frente en el rostro y aminoró la marcha.
Había recorrido doscientos metros cuando, de pronto, recordó que John Hagman no estaba en Stenvik.
John se encontraba en Borgholm.
Gerlof se detuvo y parpadeó por el viento.
¿Cómo había podido olvidarlo? Se había separado de John en la estación hacía menos de media hora, pero la euforia de su descubrimiento en la fotografía de Ramneby le había despistado.
Sin duda encontraría a alguien en casa. Julia no habría tenido tiempo de regresar a Stenvik, pero Astrid seguro que estaba. Casi nunca salía. No tenía más alternativa que seguir caminando; Marnäs quedaba aún más lejos.
Cada vez le costaba más avanzar y el frío comenzaba a traspasar el abrigo. El viento le zarandeaba y agachó la cabeza.
Avanzó poco a poco sobre el asfalto cuarteado. Contó sus pasos; uno, dos, tres. Cuando llegó al vigésimo quinto alzó de nuevo la vista, pero la distancia que lo separaba del horizonte —donde estaban los árboles que delimitaban el fin del lapiaz y el comienzo de la aldea— no parecía haber disminuido.
Por primera vez Gerlof empezó a sentirse intranquilo, como un nadador audaz que hubiera decidido cruzar un lago helado pero al que de pronto le flaquearan las fuerzas a medio camino. Era imposible regresar a la carretera nacional, pero seguir adelante no resultaba más fácil.
Dio un mal paso con el pie izquierdo, tropezó con el borde del asfalto y estuvo a punto de caer en la cuneta. A duras penas consiguió mantener el equilibrio con la ayuda del bastón, y fue entonces cuando de nuevo oyó el apagado sonido de un motor.
Era un coche, y venía de Stenvik.
Mientras se acercaba, Gerlof pudo ver que el automóvil era grande, reluciente y verde oscuro: un Jaguar cuyo limpiaparabrisas se movía acompasado.
No pasó de largo, se detuvo, y la ventanilla lateral ligeramente tintada se bajó automáticamente y mostró tras el volante un rostro con barba canosa.
—¡Hola! —gritó una voz alegre.
Gerlof reconoció a Gunnar Ljunger, de Långvik.
Cada vez que se encontraban, el dueño del hotel le daba la lata con sus pedidos de barcos dentro de botellas; era la última persona a la que Gerlof deseaba encontrar; no obstante no tuvo más remedio que alzar una mano desfallecida a modo de saludo.
—Buenos días, Gunnar —saludó con una voz apagada a través del viento, y avanzó hacia el coche.
—Hola, Gerlof —gritó Gunnar desde el interior—. ¿Adónde vas?
Era una pregunta bastante estúpida que podría haber recibido una respuesta igual de estúpida, pero Gerlof señaló la aldea con la cabeza y dijo:
—A Stenvik.
—¿De visita?
—Sí. —Gerlof se tambaleó por el viento—. A ver a Astrid.
—¿Astrid Linder? —dijo Ljunger—. Al pasar por delante de su casa, me pareció que no había nadie… No había luz en las ventanas.
—¿Ah, no?
Si Astrid tampoco estaba en casa, Stenvik estaba desierto, y con ese viento, Gerlof moriría de frío. Al día siguiente la policía encontraría su cuerpo congelado y rígido junto a algún enebro.
Reflexionó y miró a Ljunger.
—¿Gunnar, por casualidad no irás a Marnäs? —preguntó—. ¿Te importaría pasar cerca de la residencia?
—Sí, claro. Tengo que comprar unas cosas en la ferretería. Te llevo.
—¿No te importa?
—Claro que no. —Ljunger se inclinó y abrió la puerta del copiloto—. Sube.
—Muchas gracias.
El interior del coche estaba silencioso y cálido, la calefacción al máximo. Ljunger llevaba su anorak amarillo desabrochado y pese a que seguía helado, Gerlof también se desabrochó el abrigo.
—Bueno, entonces vamos —dijo Ljunger—. A Marnäs.
Apretó el acelerador a fondo, y el vehículo salió disparado con tal fuerza que Gerlof se quedó pegado al asiento.
—¿Tienes que cumplir algún horario, Gerlof? —preguntó Ljunger.
Éste negó con la cabeza.
—No, pero me gustaría…
—Bien, entonces nos dará tiempo a ver una cosa.
Llegaron a la carreta nacional, que estaba tan desierta como antes. Ljunger torció en dirección sur.
—No creo que pueda… —comenzó Gerlof, pero Ljunger lo interrumpió:
—¿Qué tal los barcos?
—Bien —contestó Gerlof, a pesar de que la última semana no había trabajado ni un minuto (ni siquiera había pensado en ellos)—. Puedes pasar por la residencia de Marnäs antes de Navidad, y les echaremos una ojeada…
Ljunger asintió. Condujo un centenar de metros por la carretera antes de torcer de nuevo. Entró en un pequeño camino de piedras sin señalizar, que corría entre campos roturados y un viejo muro de piedra. Conducía en dirección este, hacia el mar.
—Había pensado… ¿Es demasiado tarde para pedirte que les pintes el casco totalmente de rojo? —preguntó Ljunger—. Quedaría bonito, si fuera posible.
—Sí. Es posible —Gerlof asintió, y tomó aliento—. Gunnar, ¿adónde vamos?
—Aquí al lado —señaló Ljunger—. Casi hemos llegado.
Después no dijo nada más sino que dejó que el coche se deslizara lentamente por el angosto sendero. Lo único que Gerlof podía hacer era dejarse llevar y seguir con los ojos el monótono movimiento del limpiaparabrisas sobre el cristal.
Miró el espacio entre los asientos y vio el teléfono móvil de Gunnar, negro con rayas plateadas y mucho más pequeño que los que Gerlof había visto hasta entonces; medía la mitad que el de Julia.
—¿Adónde vamos, Gunnar? —preguntó en voz baja.
Ljunger no respondió: era como si ya no escuchara a Gerlof. Sólo miraba el camino encharcado ante el coche y esquivaba los hoyos y baches con habilidad. Esbozó una sonrisa.
Gerlof tenía la frente perlada de sudor.
Debería decir algo, algo ligero y cotidiano. Quizá podía formular una pregunta de cortesía sobre la situación del negocio hostelero. Pero estaba cansado y no se le ocurría ningún asunto banal.
Al final le vino una pregunta a la cabeza:
—¿Has estado alguna vez en Sudamérica, Gunnar?
Ljunger negó con la cabeza; todavía esbozaba una sonrisa.
—Por desgracia, no —repuso, y añadió—: Lo más cerca que he estado de allí ha sido Costa Rica.
Öland, septiembre de 1972
Sentado en el asiento del copiloto de un Volvo azul, en la parte más alta del puente, Nils Kant se inclina hacia el parabrisas y observa el estrecho de Kalmar al atardecer. Una bruma se extiende por el mar; un espeso banco de niebla, que se ha formado en el estrecho y se aproxima a la isla.
—Esta noche habrá niebla —anuncia.
—Contábamos con ella —contesta Fritiof junto a él.
—¿Contábamos? —pregunta Nils—. ¿Hay más gente?
Fritiof asiente con la cabeza.
—Dentro de poco los conocerás.
Nils intenta relajarse y mira por encima de la barandilla del puente. Casi puede verse a sí mismo cuando era joven, nadando por el estrecho y luchando contra la muerte hacia el continente; apenas tenía veinte años.
¿Cómo pudo aguantar tanto tiempo en el agua fría? Ahora tiene cuarenta y seis años y apenas podría nadar cien metros.
El puente de Öland es enorme, una gran estructura de varios kilómetros y toneladas de acero y cemento levantada sobre el mar, tan ancha como una autovía. Nils nunca podría haber imaginado una conexión de tal calibre entre su isla y el continente.
—¿Cuántos años tiene este puente? —pregunta.
—Es completamente nuevo —responde Fritiof al volante.
Desde la llegada de Nils a Jönköping la noche anterior se ha mostrado muy lacónico. Le ha proporcionado ropa oscura para el viaje y un gorro de lana negro para calárselo sobre la frente, pero apenas ha abierto la boca.
El alegre y encantador Fritiof Andersson que fue a buscarlo a Costa Rica hace más de diez años se ha esfumado; en realidad desapareció cuando el tipo de Småland se ahogó en la playa del norte de Limón. Desde aquella noche Fritiof ha tratado a Nils como si fuera un paquete; lo ha trasladado de una ciudad a otra y de un país a otro, ha alquilado pequeños apartamentos o habitaciones individuales en hoteles de barrios decadentes, y sólo se ha puesto en contacto con él por teléfono un par de veces al año.
La noche anterior al viaje a Öland, Fritiof empezó a preguntarle por el tesoro una vez más. ¿Dónde está? ¿Dónde lo has escondido, Nils? ¿En casa?
Nils negó con la cabeza. Pero al final se lo contó.
—Está enterrado en el lapiaz, al este de Stenvik. Junto al viejo mojón. Podemos ir juntos a buscarlo.
Fritiof asintió con la cabeza.
—De acuerdo, así lo haremos.
Nils lleva mucho tiempo esperando el momento de emprender este último viaje. Por fin está aquí.
—Ahora me quedaré en casa —le dice a Fritiof.
Cierra los ojos cuando abandonan el puente y entran en tierra firme, al norte de Färjestaden. Al fin está de vuelta en Öland.
—Me quedaré en casa —repite Nils—. Me quedaré en casa con mi madre y procuraré que nadie me vea. —Hace una pausa y pregunta—: ¿Vera aún se encuentra bien?
—Sí, claro.
Fritiof Andersson asiente y acelera mientras conducen por el gran lapiaz hacia Borgholm.
Nils se da cuenta de que Öland ha cambiado mucho desde la época de su juventud. Hay más matorrales y árboles en la isla, y la estrecha carretera de grava que llevaba a Borgholm se ha convertido en una carretera nacional asfaltada, tan llana y recta como el puente. La línea de tren que cruzaba la isla de norte a sur debe de estar cerrada pues Nils no ve raíles en el lapiaz. Las hileras de molinos que se alzaban junto a la playa para aprovechar el viento del estrecho también han desaparecido; sólo quedan unos pocos.
Parece haber menos gente en la isla, aunque hay muchas construcciones nuevas junto a la costa. Nils las señala con la cabeza.
—¿Quién vive en todas esas casas? —pregunta.
—Los veraneantes —responde Fritiof, lacónico—. Se ganan la vida en Estocolmo y compran casas en Öland. Cruzan el puente en coche y toman el sol durante las vacaciones, luego regresan rápidamente a casa para ganar más dinero. No quieren quedarse aquí en invierno; es demasiado frío y triste.
Parece como si en parte los comprendiera.
Nils no dice nada. Fritiof debe de tener razón sobre los veraneantes, pues casi todos los coches que ve conducen en sentido contrario y se marchan de la isla. El verano ha terminado; ha llegado el otoño.
Por lo menos las ruinas del castillo aún siguen en pie y no han cambiado, con sus ventanas dominando Borgholm desde lo alto del peñasco.
En cuanto pasan el castillo se encuentran a las puertas de la ciudad, y la niebla empieza a colmarlo todo lentamente. Fritiof reduce la velocidad y gira en un pequeño aparcamiento junto al límite de Borgholm, a la vista de las ruinas del castillo. Detiene el coche sin dar explicaciones.
—Bien —dice simplemente—. Ya te he dicho que tendríamos compañía.
Abre la puerta del coche y saluda con la mano.
Nils mira alrededor. Alguien se acerca lentamente por el camino: un hombre que aparenta cincuenta años. Viste un jersey de lana gris, pantalones de tela de gabardina y relucientes zapatos de cuero que parecen caros. Saluda con la cabeza a Fritiof.