El agua cubrió la cabeza de la muchacha y el tiburón dio la vuelta lanzándose como un rayo para matar.
En la habitación de arriba las figuras de los dos niños del cuadro de Rommey se agitaron como mostrando simpatía con la suerte de la muchacha, y luego se apartaron obedientemente a un lado. Encerrada dentro del dorado marco adornado de pintura apareció una pantalla de televisión.
Bechmann y Markovitz sentados, con el sudor del miedo empapando sus cuerpos, observaron la pantalla como hipnotizados. El tiburón tenía cogida a la muchacha por el muslo y la estaba atacando como si fuera un hueso. Un desagradable chorro de sangre salió proyectado en todas direcciones. Por unos instantes, la cabeza del tiburón llenó la cámara y fue posible ver cómo los dientes triangulares se abrían camino a través del blanco hueso, con el terrorífico brillo de inquebrantable determinación reflejándose en su pequeño y maligno ojo. Luego la pierna fue separada del cuerpo y cayó lentamente hacia el suelo del acuario soltando una espiral de sangre. El tiburón la capturó por un momento, y luego lanzó un latigazo, volvió a rodear con su boca la cintura de la muchacha. Hubo una impresión de la suplicante cabeza de la chica proyectada hacia delante, con el largo y negro cabello aplastado contra la cara y los brazos empujando vanamente las brutales fauces. Y luego el estómago estalló, y la horrible carnicería de la pantalla fue misericordiosamente velada por una espesa nube roja.
El silencio de la habitación fue roto por un suave zumbido cuando el Rommey se deslizó para volver a su lugar, y dos dulces y totalmente dieciochescos niños sonrieron nuevamente a los tres hombres de la sala. Bechmann contuvo las ganas de vomitar, y Markovitz se secó el sudor que inundaba su frente con un ancho pañuelo.
El brillo rojizo fue desapareciendo lentamente de los ojos de Stromberg, y su boca adoptó nuevamente la forma normal. Durante la retransmisión de televisión, los dos hombres que estaban sentados a ambos lados de él se habían dado cuenta del tipo de respiración acelerada de su patrón y, en una ocasión, de un prolongado y quedo silbido. Sin embargo, ni por todo el oro del mundo se habrían vuelto a mirarlo. El horror de la pantalla ya era suficiente por si solo.
—Caballeros —la meticulosa pronunciación de Stromberg les hizo girar sus cabezas—. ¿Tienen ustedes alguna otra cosa de qué hablar?
Las palabras fueron cayendo una detrás de otra como gigantescos dominós de hielo. Se levantó, y ninguno de los hombres habló.
—Bien, son ustedes libres de marcharse.
Cuando los hombres hubieron salido apresuradamente de la habitación. Stromberg regresó a su silla, escribió una nota en su block, y pulsó uno de los interruptores de la pequeña consola rectangular situada frente a él. Inclinó su cabeza y habló con calma.
—Envíen a Tiburón.
El sordo zumbido de los motores cambió de tono, y Bond se sintió proyectado hacia delante cuando el morro del VC10 de la British Airways se ladeó y el aparato inició su largo descenso hacia el Aeropuerto Internacional de El Cairo. La costa norteafricana había sido cruzada al oeste de Ras el Kaney's, y Bond calculó que, con un poco de suerte, estaría en tierra la cabo de treinta minutos. Justo el tiempo para revisar la situación y consumir otro martini seco. Levantó la mano por encima de su cabeza y apretó el botón de llamada de la azafata. ¿Era una señal de que se estaba haciendo viejo, o realmente la azafata no era tan bonita como solían serlo? La chica se aproximó, quitándose un mechón de errante cabello de su frente.
—¿Sí, señor?
—Me gustaría otro martini seco, por favor.
La muchacha apretó sus labios y trató de recordar la lección que le habían enseñado…
—Em…, si no me equivoco, son tres partes de ginebra…
—Gordon's.
—Una de vodka…
—Polaco, o, mejor, ruso.
—Agitar hasta que esté helado y luego rematado por una raja grande y delgada de piel de limón —terminó la muchacha triunfalmente.
A Bond no le gustó la palabra «rematado», pero asintió amablemente.
—Y me gustaría tomarlo en el vaso más grande posible.
Bond odiaba ver una buena bebida sofocada en un vaso pequeño. El martini no sería perfecto sin la adición de media parte de Quina Lillet, un sabor del que sus amigos siempre estaban tratando de disuadirle, aunque sin éxito. Pero no había ni que pensar en pedirlo, porque las líneas aéreas no transportaban semejantes tesoros fundamentales.
Bond ajustó la suave brisa de aire frío contra su cara y se dijo a sí mismo que no debía mostrarse malhumorado y pomposo. Quizás era aquél maldito reconocimiento médico lo que le hacía sentirse viejo. Sabía que fumaba demasiado y que podía beber decentemente sin considerarse que sufría un exceso de dependencia del alcohol. No necesitaba ningún mequetrefe con carrillos de manzana, recién salido de la Facultad de Medicina inclinándose sobre la mesa y diciéndole que estaba poniendo en peligro su salud.
Sólo la atractiva radióloga había introducido una nota de ligero alivio. Dejándole instalado en sus ridículas zapatillas y túnica blanca, había acompañado a dos obesos árabes a su sesión de rayos-X torácicos, al tiempo que decía alegremente, y con toda inocencia, «estaré con usted en un par de minutos, Mr. Bond»
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La azafata vio que Bond sonreía mientras ella se acercaba con su bebida, y pensó cuan diferente parecía su cara de pronto. Algo le decía que aquel hombre no sonreía con frecuencia. Bond tenía un rostro agraciado pero había en él algo amenazador. Cuando la sonrisa desaparecía, los rasgos eran fríos y crueles, y los ojos, duros como el pedernal. Pensó que probablemente haría muy bien el amor, pero sin hablar una palabra.
Bond aceptó la bebida y se puso a mirar a través del plástico las ondulaciones de arena en forma de concha que se extendían hacia el infinito. M estaba convencido de que no había posibilidad de traición en el Reino Unido. El capitán Talbot había recibido las órdenes poco antes de zarpar, directamente de boca del jefe de operaciones en Holy Loch. El contraalmirante Talbot, padre del capitán, era un amigo personal de M, y su hijo había recibido la Espada de la Reina en Dartmouth, y hecho todas las cosas que se esperaba de un joven oficial marino con una brillante carrera ante él. No obstante, aunque Bond respetaba el juicio de M y gustosamente habría muerto por él, recordaba que Burgess y McLean
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también habían tenido antecedentes impecables.
Cabía así mismo la posibilidad de una broma. Si alguien sabía de la desaparición del
Ranger
, podría tratar de capitalizarla pretendiendo que podía proporcionar la respuesta al enigma a cambio de una gran suma de dinero. Este tipo de cosas sucedía siempre que se había producido un rapto con una petición de dinero importante. Pero, ¿quién podía tener noticia de la desaparición del
Ranger
aparte de los responsables de la nave? No se habían dado detalles a la prensa. Todo el asunto había tenido una clasificación TS, es decir, «Top Secret».
Bond inhaló profundamente el humo de su cigarrillo y se deleitó con su larga expulsión sobre el asiento vacío de primera clase situado ante él. ¿Por qué era una
reproducción fotográfica
del sistema de rastreo lo que se ofrecía en venta, y no el propio sistema? Había una contestación más evidente que cualquier otra. Quienquiera que estuviera deseando vender no poseía la propiedad del objeto. Alguien que tenía contacto con una invención que podía minar toda la política de defensa occidental había robado el cianotipo y desertado.
¿Así, quién era el propietario del sistema de rastreo? De nuevo, Bond creyó saber la respuesta. Los rusos y su núcleo de científicos atómicos alemanes, desaparecidos ante las propias narices de los aliados en 1945, habían estado trabajando en algo semejante durante años. Bien, ahora parecía que habían encontrado la solución. Y hubieran perdido el control al mismo tiempo. El fantasma de una sonrisa cruzó por los labios de Bond. Quienquiera que hubiera desertado, debía de saber lo que estaba tratando de morder. SMERSH estaría zumbando como una colmena de avispas. La próxima guerra mundial estaba en el bote si los rusos podían mantener una vigilancia sobre todos los submarinos nucleares norteamericanos y atacarlos en el momento elegido. El noventa por ciento de la fuerza de represalia nuclear del mundo libre residía en los submarinos.
El propio Bond sintió un escalofrío al considerar el cuadro que estaba imaginando. Los rusos andarían descalzos por encima de las brasas para recuperar este sistema de rastreo. Todos los puertos estarían bajo vigilancia. Todos los espías y agentes vivirían una alerta de veinticuatro horas al día. ¿Y qué intentarían con respecto a su llegada a El Cairo? ¿Especialmente después del asunto de Chamonix, que Bond estaba cada vez más seguro de que era obra de SMERSH? Una cosa era segura. Tendría que vigilar sus pasos durante cada metro del camino.
Bond tomó un taxi desde el aeropuerto, y se registró en el Nile Hilton, en la isla de Roda, metida como una tableta en la garganta del Nilo. Su
suite
tenía aire acondicionado, y era de apariencia funcional, constituyendo un buen refugio ante el ardiente sol que brillaba en el exterior. Tomó una ducha fría, se puso un albornoz azul, y llamó al servicio de habitaciones para pedir un largo vaso de zumo de tomate y un plato de huevos revueltos.
Cuando esto llegó, Bond se encontraba mirando a través de las ventanas de doble hoja a la Torre de El Cairo, de ciento ochenta metros de altura —el más elevado, y quizá más feo, edificio de oriente—, y estudiando su primer movimiento en la partida. La perspectiva era muy simple. Un tal Mr. Fekkesh era el «contacto», y Bond tenía su número de teléfono. Llamar por teléfono, y hablar de negocios. Era como si le hubieran dado una lista de contactos a un representante. «Buenos días, señor. Mi nombre es Bond. Represento a la Compañía de la Gran Bretaña. Estamos interesados en plata vieja, antigüedades y sistemas de rastreo de submarinos». Bond sacudió su cabeza ante lo absurdo del caso. Algún día, pronto, una computadora haría su trabajo.
Bond dejó de perseguir el último bocado de huevos revueltos del plato, y se visitó con un par de zapatos de ante azul oscuro comprados en Honest de la rue Marboeut, pantalones de algodón de color hueso y una camisa de seda azul marino con un largo cuello. Su chaqueta de algodón con las franjas azules y el único corte, hecho para él por alguien de Hong Kong que fabrica tales cosas mejor que nadie en el mundo, la echó encima de la cama de matrimonio.
«Ahora —pensó Bond—, hemos de trabajar». Con un suspiro, arrastró una mesa hasta la ventana y colocó sobre ella la máquina de escribir Olivetti Lettera 32 portátil que siempre llevaba consigo cada vez que viajaba por el aire. Quitó la cubierta y, con la ayuda de un pequeño destornillador, sacó la plancha de la base de la máquina. Hábilmente oculto bajo los carretes de la cinta y alineado con los brazos del cambio de dirección estaba el desmembrado esqueleto de empuñadura y mecanismo de recámara de su Walther PPK 7,65 de Bond —Modelo Aerolíneas, como el Departamento de Q la llamaba—. Bond sacó las diversas partes poniéndolas a un lado sobre un limpio pañuelo blanco. Luego quitó el cilindro. Éste era hueco, y albergaba el cañón de la Walther, clavijas y tuercas surtidas y cuarenta cartuchos de munición empaquetados en bobinas de ocho. Cuando todo esto estuvo depositado sobre el pañuelo, Bond volvió a colocar los carretes de la cinta. Éstos resultaron ser cajas de metal redondas camufladas como cinta de máquina. Cada uno de ellos contenía quince cartuchos más.
Con su arreglada Olivetti, Bond podía pasar todo tipo de registro o examen en cualquier aeropuerto del mundo. La máquina funcionaba cuando las teclas eran apretadas, y el arreglo de las partes de la Walther había sido hecho de manera que sólo el ojo más hábil y atento podía detectar una silueta no familiar cuando las partes funcionales de la máquina eran sometidas a los rayos-X.
Bond recompuso la Olivetti con destreza y escribió, «
El rápido perro marrón saltó sobre el perro holgazán
», para estar seguro de que la máquina funcionara perfectamente. Luego, cogió el destornillador, consultó su reloj, y se puso a trabajar con la pistola. Exactamente cuatro minutos y cuarenta y ocho segundos más tarde, daba una palmada a la recámara de la reconstruida arma y se echaba atrás en el asiento mirando su Rolex Oyster Perpetual, soltando un suspiro de placer. Era la primera vez que había bajado de los cinco minutos para realizar el trabajo. Bond limpió el aceite del arma con el pañuelo que ahora ya estaba sucio y fue al baño para lavarse las manos. Envolvió el pañuelo en dos toallas Kleenex, y la tiró al cubo de la basura.
Aquel era el momento que más le gustaba. El momento en que la adrenalina empezaba a ser inyectada. El comienzo de una misión. Para Bond era más excitante que el comienzo de un asunto amoroso. Se sentó al borde de la cama y descolgó el teléfono, notando que las palmas de las manos estaban ya empezando a sudar. Una voz de mujer le contestó en árabe, y luego cambió a un inglés casi perfecto. Bond dio el número que había memorizado, y se recostó en la cama golpeando con sus dedos en la mesilla de noche. Se produjo un silencio, y luego pudo oír como el número sonaba. Y sonaba.
—Lo siento.
Era la voz de la operadora, diciéndole que no había respuesta. Bond iba a decir que volvería a llamar más tarde cuando se oyó el
click
del receptor que era descolgado. Este ruido fue seguido de otro igual que Bond, en su experiencia, reconoció como el de una máquina grabadora que estaba registrando la llamada.
—
Aló?
Era una voz de mujer.
Bond aspiró profundamente y empezó a hablar.
—Buenas tardes. Mi nombre es James Bond. Creo que está usted esperando mi llamada sobre un asunto de negocios, ¿no?
Hubo un silencio en el otro extremo de la línea.
—¿Me oye?
Quizá la mujer no comprendía el inglés.
—Venga usted a las seis en punto. Apartamento catorce. Semiramis Palace.
La voz parecía preocupada. Como un niño que repite un mensaje por teléfono cuando sus padres han salido por la noche.
—¿Conoce usted bien El Cairo? Está cerca de la Ciudadela.
—No excesivamente bien, pero lo encontraré. ¿Usted…?
El zumbido continuo le indicó que el aparato había sido colgado.