Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—Gracias. Por supuesto, señor.
Diprose se apoyó en los brazos de su silla y se inclinó hacia delante como si fuese a ponerse de pie, pero su cuerpo se mantuvo pegado a la silla. Por un momento pensé que tenía dificultades con la maniobra. Pero entonces abrió mucho los ojos y me miró, como diciéndome algo. Comprendí que esperaba a que me levantara yo, para poder hacerlo él.
Sin embargo, yo me quedé sentada.
—Señor, no conozco bien los procedimientos habituales, pero...
Para poder utilizar los mejores materiales en el trabajo... ¿Podría usted anticipar una pequeña cantidad al señor Damage?
—
Je vous demande pardon?
El hombre no era más francés que yo, por lo que mi audacia aumentó en proporción directa a su insistencia en hablar un idioma que suponía que yo no comprendía.
—Debe pagar por anticipado —dije.
¿Acaso aquellas palabras habían salido de mi boca? Aquel hombre no me agradaba, pero necesitaba su encargo. Sentía en mí el clamor de la desesperación resonando como una campana, y luché para no ponerme en evidencia.
—Tres semanas es mucho tiempo antes del pago. —Sentí que mis mejillas se sonrojaban—. Supongo que el obispo querrá el mejor cuero de Marruecos, y un dorado consecuente.
Diprose no soltaba los brazos de su silla.
—Muy original —dijo—. No es costumbre de la casa el pagar por anticipado. No se estila en el comercio del libro. —Sin dejar de mirarme, le dijo a su ayudante—: Pizzy, me temo que le hemos estado ladrando al árbol equivocado. —Hizo el gesto de recuperar el sobre—. Señora, nos hemos equivocado con su esposo. Me despido de usted, antes de seguir desperdiciando su tiempo.
Si le hubiese devuelto el sobre en aquel instante, quizás el futuro de mi familia habría sido muy diferente. Pero mientras lo sostenía contra mi pecho, haciendo una pausa para ordenar mis ideas, él pareció reconsiderar su actitud, ya que me indicó con su mano una caja de papel que yo no había visto hasta entonces, en una esquina detrás de mí.
—El mejor papel holandés, un excedente que no necesito. Lléveselo, y diga al señor Damage que puede utilizarlo como le plazca. Siempre estaré dispuesto a comprar cuadernos en blanco. Hay un mercado importante de cuadernos para mujeres, de bolsillo, diarios, álbumes,
que voulez-vous.
Estoy seguro de que existen muchas otras formas de describir un fajo de papeles encuadernados delicadamente al gusto de
les femmes.
—Me hizo un gesto de entendidos—. El señor Damage debería ser capaz de fabricar unos cuantos en menos de una semana. Le pagaré al recibirlos.
Pizzy, el ayudante, sopló el polvo de la caja, la levantó, se volvió hacia mí e hizo una pausa. Parecía no estar seguro de si podía dármela. Quizá lo estimaba incorrecto, o demasiado pesado, o inapropiado. Yo no tenía tantos pruritos: eran mis papeles, mi billete para salir de la insolvencia. Cogí la caja y deseé los buenos días a los caballeros.
—
Au plaisir de vous revoir, madame
—dijo Diprose inclinándose.
En efecto, la caja era pesada, como pude comprobar incluso antes de llegar al puente de Waterloo. La llovizna me manchaba el rostro y hacía que el hollín de mi gorra me bajase hacia las orejas y el cuello. Todavía no eran las diez, pero las calles estaban repletas de gente. Mientras atravesaba el muro de comerciantes sentí como si estuviese cruzando el puente de Waterloo en el sentido equivocado. Había también carniceros, con sus delantales rayados blancos y azules, cargando sobre los hombros bandejas cubiertas de papel parafinado, rebosantes de trozos de carne oscura. Y panaderos cuyas mercancías, más apetitosas, despedían un aroma dulzón a través de los olores a estiércol de caballo y cloacas. Incluso las lecheras, con sus blusones blancos y los cubos tapados colgando de los yugos, que parecían un segundo par de brazos, se dirigían hacia el norte, como si todo el mundo estuviese huyendo de Lambeth, guiados por la estrella polar, hacia Westminster y el centro, donde todo era más rico, y no regresarían hasta que lo hubiesen vendido todo. Con mi caja de papel holandés en las manos, no podía evitar sentir que iba en la dirección equivocada.
Abrí la puerta de casa con el pie y dejé la caja junto a la entrada. Un sentimiento de paz me invadió: al fin estaba en casa.
—¿Dónde has estado? —La voz de Peter tronó con más fuerza de lo que esperaba, visto el estado en que se encontraba la noche anterior—. ¿Dónde?
—Yo...
Me puse firme y flexioné los dedos para borrar las arrugas rojas y blancas.
—¿Dónde?
—Te lo explicaré... Déjame explicarte...
—¿Explicar? ¿Explicar qué? ¿Cómo explicar que una madre abandone su casa, a su esposo, a su niña? ¿Sin decir nada antes? ¿Cómo te atreves? ¿Sabes lo que nos has hecho, a ella y a mí? —y diciendo esto, señaló un bulto en la alfombra junto a la chimenea apagada. Era Lucinda, tapada con una manta. La sangre abandonó mis mejillas congeladas.
—¿ Qué le ha pasado ? Dímelo —pregunté.
Volé a su lado sin esperar la respuesta; Lucinda dormía, aunque yo sabía, como sólo una madre es capaz de saber, incluso antes de mirarle el rostro, el color de los labios o los puños cerrados, que había tenido un ataque en mi ausencia.
—¿Cómo esperas que yo lidie con... con eso? —escupió Peter—. ¿Cómo podía saber qué hacer? ¿Cómo esperas que ocupe el lugar dejado por su... por su madre? ¿Cómo puedes hacerme algo así?
—¿Qué sucedió? ¿Cómo está Lucinda?
Quería saberlo todo: si había venido poco a poco, o si se había despertado y sufrido el ataque al ver que me había ido, si él había intentado tranquilizarla o si la había dejado padecer sin ofrecerle apoyo, como si el ataque fuese un capricho.
Peter no parecía escucharme, o quizá las preguntas eran demasiado complicadas para él, ya que se referían a una tercera persona.
—Tú... tú... prostituta irresponsable —despotricó.
Tenía los ojos enloquecidos y febriles, pero no me asustaba. Me sentía distante, como si estuviese observando a un lunático por la ventana. Me volví hacia Lucinda. El corazón me latía con fuerza, pero yo sabía que ella estaba a salvo, que el peligro había pasado. De este modo confirmé la importancia de mi presencia: aunque iba a tener que ganar dinero para mantener a mi familia en estos momentos difíciles, debería ser con Lucinda a mi lado. Todo esto me dio el coraje y la convicción necesarios para emprender la tarea de persuasión que me esperaba.
—Bueno —dije a Peter—. He regresado a mi sitio. No volveré a irme, lo prometo.
Era como hablarle a Lucinda, no a un hombre adulto. Pero advertí, detrás de lividez, el alivio de verme de nuevo.
Fui hacia la cocina para preparar una pequeña cama frente al brasero en la que recostar a Lucinda. Sabía que tendríamos que comenzar a vivir en una sola habitación para poder calentarnos, como los pobres desgraciados que no tienen otra alternativa. Cuando volví al salón, me encontré con Peter acariciando una de las hojas de papel como si fuera de oro.
—¿Qué es esto? —preguntó, demasiado sorprendido para enojarse.
—Papel holandés hecho a mano, pesado, color marfil, con una interesante filigrana que todavía no he examinado bien, pero que lleva las letras L, G y...
—Voy a ignorar tu insolencia. Repito, ¿qué es esto? ¿Para qué es? ¿De dónde lo has sacado?
El momento había llegado.
—Tengo una propuesta, Peter. Una pequeña idea, que surge de la inspiración que me brindas cada día al trabajar por nuestro bienestar. Me preguntaba, y esperaba que aceptaras, si...
Peter se puso de pie y sostuvo el papel contra la luz para examinar la filigrana.
—... bajo tu jurisdicción... —continué.
—También fibra de lino —murmuró para sí.
—... aceptarías que yo te ayude en el taller.
Se volvió hacia mí.
—¿Perdona? ¿Has dicho algo?
—Sí, Peter. —No iba a tartamudear como con Diprose—. ¿No crees que podríamos, si tú me guiaras, continuar con el trabajo en el taller?
—No haremos nada de eso —bramó Peter.
Le quité el papel de las manos. Estaba a punto de dar su opinión, y no podíamos permitirnos perder ni una hoja de papel. Volví a ponerla en la caja. La boca de Peter parecía abrirse en busca de aire mientras las palabras se iban formando en su mente.
—No pienso incluirte entre los muchos ejemplos de personas de tu sexo que roban el trabajo de hombres honestos y sus pobres familias, amenazando la estructura de la organización familiar que hizo grande Inglaterra.
—Pero, Peter, yo sólo seré como tus manos, dirigida por tu cerebro y por las órdenes de tu boca.
—¡Tú! ¿Tú... serás mis manos? Cuando recobres el juicio, que evidentemente has perdido, comprenderás lo absurdo de imaginar que esas pequeñas manos son capaces de levantar un martillo, por no hablar de golpear en el lugar correcto y con la fuerza apropiada. ¡Qué absurdo es creer que puedes aprender lo que lleva siete años enseñar a un aprendiz, y toda una vida para perfeccionar! O la capacidad de tomar la decisión acertada frente a los infinitos problemas de trabajo que aparecen a diario, o de diferenciar un encuadernado de calidad de una chapuza, o de lograr que los márgenes queden derechos, los lomos curvados, las letras precisas, las tapas resistentes... ¿Entiendes lo que te digo? ¿Eh? ¿Lo entiendes?
—Sí —respondí—. No.
—¿Te has vuelto loca, mujer? ¿Qué te preocupa tanto que quieres degradar mi oficio? Hoy has ido a visitar a un hombre sin otra compañía que la de tu conciencia. Supongo que mi reputación se la das de comer a los cerdos.
—¿Tengo que responderte? Peter, estás enfermo. No tenemos dinero. Pasamos frío y hambre, y los alguaciles llamarán a nuestra puerta dentro de seis días. Seis días. Tenemos una caja de buen papel y una Biblia africana. ¿Quieres que los quememos para calentarnos, o hacemos algo útil con ello?
Prefirió no escucharme. Hablaba como si se dirigiera al cuadro de
La anunciación
que colgaba en la pared detrás de mí.
—Mi delicada criatura —dijo con una débil sonrisa—. Eres demasiado buena para el trabajo manual, demasiado preciosa para las artes. Compadezcamos a esas pobres mujeres que deben abrirse camino en el mundo y ganar su propio dinero, cuando deberían estar ocupándose de las ganancias de sus esposos. —Sus ojos se habían puesto vidriosos—. Agradece tu existencia dependiente y trabaja según tus fuerzas, embelleciendo tu casa y alegrando el corazón de tu esposo. Piensa en nuestra reputación. —Sus ojos comenzaron a brillar, y me quemaba con la mirada—. ¡Piensa en lo que dirán de nosotros! «Allí va un hombre que no es lo suficientemente hombre para mantener a su esposa.» «Allí va la mujer que lleva los pantalones en su casa.» Piensa en ello, Dora. ¡Es peor que la muerte! ¡Piénsalo! ¿Tienes algo que decir al respecto?
Y así me ofreció la oportunidad perfecta para vencerle con sus propios argumentos:
—Claro que sí, Peter. ¿Qué pasaría si saliera de verdad a abrirme camino en el mundo? En eso tienes razón, ya que, cuando fuera a la fábrica, al mercado o a la mansión de mi señora, me señalarían y dirían: «Allí va la vergüenza de Peter Damage». Peter Damage, en prisión a causa de sus deudas. Que perdió su casa y dejó a su esposa y a su hija en la pobreza. ¿No es mejor lo que te propongo? Te estoy ofreciendo una solución que salvará las apariencias. Podemos recuperar a Jack. Está en deuda con nosotros, y ha violado la ley al no venir a trabajar. Y tú siempre nos dirás lo que debemos hacer y lo que no. Yo no seré tu cerebro, sino tus manos, tus brazos y tus músculos, y bien sabe Dios que músculos no me faltan. He pasado toda la vida en un taller de encuadernación, primero oyendo las órdenes de mi padre a los mecánicos y luego las tuyas. ¡Y si no me ayudas, Jack y yo nos apañaremos solos! ¿Tan difícil será?
Ignoraba cómo se tomaría mis palabras. Parecía estar conteniendo la respiración. Tenía el rostro enrojecido, pero no sabía si de ira o vergüenza, y temía lo que pudiera surgir de sus labios fruncidos y sus puños cerrados. Pero debía seguir adelante.
—¿Entonces, estás de acuerdo con que los libros salgan del taller con tu nombre impreso, aunque no hayas tenido nada que ver en ellos, y se exhiban en los comercios del Strand y Westminster, mostrando a todo el mundo tu destreza? Contigo o sin ti, pienso encuadernar libros. A partir de mañana por la mañana, Encuadernaciones Damage está abierto al público. Así que te lo pido, Peter, guardemos esto entre nuestras cuatro paredes. No empañemos el nombre de Damage. Limitemos nuestra vergüenza pública. Utilízame para ello, inténtalo. Ponme a prueba, no tenemos otra opción. Ponme a prueba, y si fallamos, pues fallamos. —De repente me sentí como una verdadera lady Macbeth—. Basta que tenses tu valor —dije, sabiendo que Peter no reconocería la cita de Macbeth, pero no se me ocurrían otras palabras para expresarme— hasta el punto donde quede firme, y no fallaremos.
¿Acaso estaba, como lady Macbeth, llevando a mi señor a una trampa mortal? ¿Estaba perdiendo las condiciones de mi sexo, o peor aún, despreciando su condición masculina? Lo miré, y me sorprendió encontrar sólo desdén. Él ya había perdido su hombría. Era impotente. Y no tenía nada que perder.
—Bueno, nunca lo había visto así —dijo en un suspiro—, desde el punto de vista de una esposa.
Se puso el abrigo y una bufanda y se acomodó el sombrero en la cabeza. Intentó ponerse los guantes, pero el dolor era demasiado fuerte y se dio por vencido, arrojándolos al suelo con una mirada de desprecio. Lo observé acercarse a la puerta.
Había fallado. Me pregunté hacia dónde demonios se dirigía, a qué prestamista acudiría, a qué antro de criminales, prostíbulo o taberna iría, invadido por la ira. Al menos no me había golpeado. La idea de que la puerta se cerraría detrás de él y que no lo vería nunca más cruzó mi mente por un instante.
—¿Adónde vas? —pregunté con voz ronca, y levanté la mano como despidiéndome.
Me lanzó una mirada hosca, alzando una ceja.
—Al río, mi tonta esposa —dijo—, a averiguar en qué alcantarilla se esconde Jack.
Duérmete, mi niño,
duérmete, mi bien.
Mamá fue al molino
a moler el trigo.
Duérmete en la cuna,
que saldrá la luna.
Teníamos papel suficiente para preparar dos álbumes (uno en cuarto y uno en octavo), varios cuadernos de notas (dos en doceavo, dos en dieciseisavo, dos en veinticuatroavo y dos en treintaidosavo) y varios diarios poco elegantes para que las muchachas anotasen sus secretos en ellos. Y todavía nos sobraban algunas hojas. Pero por más ricos que fuésemos en papel, éramos pobres en cuero: nos quedaba un poco menos de una lámina de cuero de Marruecos, y no era bastante para cubrir diez álbumes de diferentes tamaños. Por supuesto, la Biblia debería estar completamente encuadernada en cuero, pero sabíamos, sin necesidad de decirlo, que habría que esperar a vender los álbumes antes de empezar a pensar en ella.