Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
Avancé por Wellington Street con determinación y estudiada indiferencia, dejé Somerset House a la derecha y Duchy Wharf a la izquierda hasta llegar al cruce con el Strand. Giré a la derecha, temblando pero con decisión, y cada vez más inmune a la mirada de los hombres.
Por mi camino se cruzaban periodistas y gacetilleros del
Illustrated London News,
cuya sede estaba cerca, así como doctores del King's College, frente al cual me encontraba. Caminé entre compradores, caballeros que tenían allí negocios, carros de las compras, miriñaques, barrenderos, vendedores ambulantes, golfillos y carretillas, todos entrando y saliendo del incesante flujo de carruajes, taxis y autobuses. El ruido era ensordecedor: las ruedas con cubierta de hierro de los carruajes golpeaban contra el adoquinado, los conductores de los autobuses voceaban su destinación, los vendedores de periódicos gritaban las noticias, y finalmente me sentí anónima, irrelevante, difuminada entre la espesura de la multitud.
Pronto me encontré frente a las puertas de la iglesia de St. Mary-le-Strand, que marcaba la intersección con Holywell Street. Aquí el tráfico estaba completamente bloqueado, ya que el Strand se dividía en dos caminos, uno de los cuales era el delgado sendero isabelino de Holywell Street y su tortuoso entramado de callejones, a donde yo me dirigía. No podía ver por encima de la multitud, así que levanté la vista al cielo, hacia las casas sobresalientes, los magnánimos gabletes y las enormes ventanas bajo las cuales colgaban letreros de madera y grandes figuras, como la medialuna que señalaba la mercería del otro lado de la calle. Las viejas casas alargadas de yeso se encimaban como las personas en la calle, privadas de la luz y brisa pero rebosantes de mugre y enfermedades.
En la intersección con un fétido callejón que desembocaba en un poco hospitalario laberinto, tuve que esperar bajo una farola a que pasara la gente. De la farola colgaba un cartel, anunciando la inminente demolición de Holywell Street y la construcción de una nueva calle que terminaría con la pestilencia y la decadencia de este anacronismo metropolitano, y traería una circulación ordenada a esta anárquica reliquia de una era pasada. Se abrió un hueco entre la multitud, pero antes de poder ponerme a avanzar, advertí que la fecha del cartel era «julio de 1852». Fue el primer indicio que vi de la tenacidad de Holywell Street, de cómo era capaz de resistir contra los urbanistas y su búsqueda de luz, aire e higiene para todos, de la determinación con que seguiría colgando de su propia mugre.
Durante otra pausa en mi caminata, descubrí una pequeña placa gris que señalaba la ubicación de un pozo sagrado, que en su época brindaba ayuda a los peregrinos que iban a Canterbury. Sus aguas curativas ofrecían un anticipo de las maravillas que les esperaban en el más allá. Mientras respiraba el aire rancio de la calle, recordé con pesar la muerte de mi madre, y pasé los dedos por su brazalete.
Los letreros me intrigaban: «Champú - Se planchan sombreros - Barbería - Libros»; «Depósito de maletas - Libros - Plantillas para los pies»; «Vendedores ambulantes - Repuestos de comercio»; «Perforaciones - Almanaques - Libros de texto»; «Mercancías St. Clements - Libros»; «Libros en francés, inglés y español»; «Grasa de oso recién sacrificado», y aquí temblé al encontrarme cara a cara con un verdadero oso, vivo, respirando, peludo y con la lengua seca, que me miraba con tristeza encadenado miserablemente a la verja de la barbería, como sabiendo que el próximo sería él.
Pronto la cantidad de gente comenzó a disminuir, y pude comenzar a mirar los escaparates. Pero enseguida deseé no haberlo hecho, ya que el primer escaparate que vi hizo que detuviera en seco mi camino. Casi a mi pesar, miré a través de los cristales estrechos de la vitrina de un local, donde las telarañas estaban iluminadas por una lámpara de gas y ocultaban a medias el interior oscuro. Ante mis ojos se exhibían daguerrotipos, grabados, litografías o como quiera que se llamen, y los motivos que los ilustraban eran muy claros: una muchacha saludaba al amanecer sin otra cosa encima que un miriñaque, otra reía mientras planchaba una prenda de ropa no identificada que seguramente pensaba ponerse luego, otra más preparaba limonada de manera tal que dejaba a la vista sus tobillos, otra abría ostras con los brazos desnudos, y unas bailarinas relajaban sus miembros junto con su moral. Me alejé sonrojada del escaparate, y pude ver a un caballero de patillas amarillas que sonreía ante la evidencia de mi interés y mi mirada franca y desvergonzada. Mi madre habría llorado si me hubiese visto.
Retrocedí, desviando la mirada, y verifiqué con atención las señas, la tarjeta que llevaba en la mano. La había cogido del taller esa misma mañana:
Sr. Charles Diprose, 128 Holywell Street, Londres Proveedor de profesionales del libro. Importador de especialidades francesas y holandesas. Se compran libros.
Por fortuna, el resto de los escaparates entre la imprenta y el negocio del señor Diprose eran menos llamativos: pilas de libros nuevos y viejos, láminas de calles de la ciudad o de paisajes rurales idílicos, panfletos médicos y científicos, periódicos y tabloides, ropa de segunda mano y muebles viejos. Tampoco podía evitar mirarlos, pero por razones más físicas: los comercios exhibían sus productos en la acera, y yo debía rodear las pilas de libros y esquivar las bamboleantes hileras de ropa vieja.
Finalmente distinguí el letrero «Diprose & Co.», balanceándose en sus bisagras bajo la pequeña figura tallada de un negro fumando una larga pipa, con una falda de paja, una corona dorada haciendo juego y una lámpara de gas junto a su cabeza. Era inútil intentar descifrar qué representaba, pero fue un alivio descubrir que no había ningún grabado indecente en el escaparate. La fachada de la tienda era pequeña y bien puesta, con una campana de latón brillante que hice sonar. Pronto respondió un muchacho que preguntó qué me llevaba hasta allí.
—Quisiera hablar con el señor Charles Diprose, por favor —dije con dulzura.
—¿Por qué motivo? —preguntó con un temblor en la voz y un pavoneo que no despertaba simpatía.
Era pelirrojo, como Jack, pero sus cabellos eran de un insípido color naranja lavado, igual que una zanahoria recién cosechada, sin el tono cobrizo intenso de los cabellos de Jack. Sus labios torcidos y las pecas que salpicaban su piel tenían la misma palidez que sus cabellos.
Yo no estaba preparada para ese interrogatorio inicial. Me había preparado para el encuentro con el señor Diprose, y no tenía planeado fracasar incluso antes de estrecharle la mano. Tartamudeé como pude las palabras Damage, encuadernadores, esposo, negocio, señor Diprose, ante las cuales el ayudante suavizó su defensa y se deleitó con mi incomodidad.
—Ha salido, pero no tardará en volver. Puede esperarle aquí —dijo, y me llevó al interior mal ventilado donde dos hombres estaban siendo atendidos.
Al verlos dudé un instante, pero el ayudante me señaló una silla en un rincón, donde finalmente tomé asiento. Los hombres alzaron sus sombreros ante mí, intercambiaron una mirada entre ellos y volvieron a ocuparse de los libros que había en el mostrador.
—Estos volúmenes son —el hombre hizo una pausa y me lanzó una mirada mientras elegía las palabras con cuidado— libros «artísticos» de anatomía.
Eché un vistazo y pude distinguir los grabados dorados de los lomos:
Claves para el dibujo del cuerpo humano,
de John Rubens Smith, y
Estudios sobre la conexión entre la ciencia de la anatomía y las artes del dibujo, la pintura y la escultura,
de Pieter Campen Habíamos encuadernado copias de ambos libros en el taller, cuando las necesidades económicas pesaban más que los principios, aunque por supuesto Peter nunca me había permitido verlos. Yo sabía que eran libros inapropiados.
—La de Camper es una muy buena edición —explicó el vendedor—. Es una reimpresión de la traducción inglesa de 1794.
—Pero lo que yo busco es anatomía «médica».
—Ah, claro, anatomía «médica». Tengo varias copias del Quain, y una edición espléndida del Gray, bastante modernos. Aunque si prefiere a Aristóteles y su
chef d'oeuvre...
—Jovenzuelo, usted no tiene... ¡Yo nunca...! ¡Que tenga usted un buen día!
Y los hombres se volvieron para salir, levantando nuevamente sus sombreros ante mí, cuando otro caballero entró apresurado en el local a través de una cortina que colgaba detrás del mostrador. Era un hombre barrigudo, de hombros anchos, mejillas rosadas y barba oscura. Tenía la piel y los cabellos brillantes, y su sombrero de seda estaba manchado de grasa. Incluso la levita negra parecía empapada. Yo hubiera dicho que intentaba parecer un caballero, y que sabía lo suficiente para conseguirlo.
—¿Quiénes eran, y por qué se han ido? —preguntó en un susurro y con el aliento entrecortado, mientras se quitaba el sombrero.
—Unos remilgados —respondió el ayudante.
En ese instante el hombre negro y rosado se fijó en mí. Se volvió hacia el muchacho sin dejar de mirarme, como intentando descifrar mi posición y las razones de mi presencia, buscando la frase apropiada.
—Es la señora... mmm... ¿Damson? ¿Damsel? —dijo el ayudante.
—La señora Damage —respondí.
—¿La señora Damage? —repitió el caballero, con calidez pero aún con reservas—. ¿La esposa de Peter Damage? —Asentí—. Señora Damage, yo soy Charles Diprose —cogió mi mano y la besó.
Aunque hubiese llevado guantes como corresponde a una dama, habría sentido la humedad de sus manos. Su beso dejó en la mía una huella, como baba de caracol. Hizo un gesto a su ayudante para que cerrase la puerta.
—No he tenido el placer de conocer a su esposo —continuó—, pero sí conozco su trabajo y su contribución al sindicato.
Il se porte bien?
[4]
Sin duda Diprose pensó que mi tardanza en responderle se debía a que no comprendía el francés, más que a la inseguridad sobre qué responderle, así que volvió a preguntar:
—¿Cómo está su salud?
—Bien, señor —dije finalmente.
El chico estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera, como montando guardia.
—¿Y su aprendiz, Jack? ¿Cómo se encuentra?
—Bien, señor. Jack es un buen aprendiz.
—Y por supuesto, Sven Ulrich.
—Sí, claro.
—He oído que ya no está con ustedes. Los alemanes son difíciles de conservar. Son muy precisos, grandes artesanos. Es imposible retenerles sin pagar un alto precio.
Lo observé sin saber qué responder, boquiabierta por el miedo. ¿De qué más se había enterado? ¿Qué le habían contado los otros miembros de la profesión? Por supuesto, le habían explicado todo. Siempre estaban al tanto de lo que sucedía en el negocio de los demás. Seguramente sabía lo rudo y maleducado que se había vuelto Peter Damage, que nadie quería ya trabajar con él, que había bajado la calidad de su trabajo, que ya no tenía la calidad suficiente para ser un maestro encuadernador y que estaba al borde de la bancarrota y la pobreza.
—¿Qué la trae por aquí? —preguntó finalmente.
—Peter, quiero decir, el señor Damage, me envió. —Al menos debía intentarlo, a pesar de lo que ese hombre supiese sobre nuestra situación—. Hubiera venido él mismo, pero se ha lastimado una pierna y no puede caminar. Me ha autorizado para venir aquí, incluso fue él quien lo propuso. Tiene las manos aún en perfecto estado, ¿sabe? Todavía puede trabajar.
Diprose me sonreía. Tenía que seguir adelante. Pensé que se parecía ligeramente a Guillermo IV, aunque sólo lo justo para provocar un ligero respeto.
—No he podido evitar saber, señor, que unas semanas atrás usted envió su tarjeta a mi esposo, pero me temo que no haya recibido respuesta. —Su sonrisa se mantenía intacta—. Bueno, en realidad asumo que no ha recibido respuesta. Es por el muchacho de los recados, usted sabe, no se puede confiar en él y... Bueno, en fin, cualquiera que fuese su intención al enviar la tarjeta, mi esposo quisiera ayudar. Si lo que desea es que trabajemos, quiero decir, que él trabaje, todavía puede hacerlo.
Diprose acercó una silla y tomó asiento. Vi que le costaba doblar la cintura: flexionó las rodillas hasta el límite y luego se dejó caer en la silla con un resoplido. Cruzó los brazos sin decir nada, pero con un gesto me indicó que continuase.
—¿Se trataba de trabajo? Quizá ya no lo necesite más... —Me sentía incómoda, y no podía evitar hablar de forma incongruente—. Disculpe que le moleste, señor, es que a mi esposo no le gusta ignorar a sus clientes, y trata de ofrecer un servicio impecable a los libreros, bibliotecas y distribuidores, que le proveen de... de...
Diprose levantó una mano y volvió la cabeza sin dejar de clavarme la mirada. Me mordí el labio mientras le observaba hacer gestos a su ayudante, quien se inclinó para que le susurrase algo al oído antes de desaparecer detrás del mostrador en la parte trasera del local. El señor Diprose no dejaba de mirarme, con los brazos cruzados. Mis ojos se paseaban desconcertados por los paneles de madera y los expositores, como si pudiesen indicarme qué hacer a continuación. Alisé mi falda, y estaba a punto de decidirme a salir al anonimato de las calles de Londres cuando el muchacho regresó con un sobre de papel Manila. Se lo dio a Diprose, quien me lo ofreció directamente. Era muy pesado. Miré el sobre en mi regazo, luego a Diprose, luego al sobre de nuevo.
—Es una Biblia —dijo.
—¿Una Biblia? Creí que usted se ocupaba de libros de medicina.
—Aquí nos ocupamos de todo tipo de libros, señora Damage —dijo burlándose de mí. Inclinaba la cabeza hacia un lado, como intentando medirme—. ¿Conoce usted a sir Jocelyn Knightley?
Negué con la cabeza.
—¿No ha oído hablar de él? —continuó—. ¿No ha leído en los periódicos nada sobre su triunfal estancia con las tribus de Sudáfrica?
Ma chère,
se trata de un eminente médico:
un peu
erudito,
un peu
científico,
un peu
aventurero. Sus espectaculares proezas en el continente negro han llamado la atención no sólo de la comunidad científica, sino también de la Iglesia. El obispo de Reading, nada menos, ha propuesto fundar una misión entre los salvajes, y es por esto por lo que sir Jocelyn nos ha encargado un nuevo manuscrito, impreso primero en latín y luego escrito a mano en la lengua local, para presentar al obispo en agradecimiento a su apoyo. Diga al señor Damage que me prepare algo simple, clásico. Alguna representación de la bondad de Dios en los climas tropicales. Tiene tres semanas.