Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—Tiene razón —dijo el hombre blanco—. Se está intensificando, y nosotros también debemos intensificarnos. Hay que atacar cuando el hierro aún está caliente. Cuando el presidente aún está fresco.
—Te equivocas. Todavía es demasiado peligroso. Tendríamos que haberlo controlado antes. Se hará grande demasiado pronto...
—Y aún más grande si Misisipi se suma.
—Cuanto más grande, mejor.
—¡Entonces controladlo!
—No nos atrevemos...
—Sol está en lo cie'to, pero por razones equivocadas —intervino de repente Din. Se puso de pie y en la habitación se escucharon murmullos. Din. El corazón me latía deprisa y sentía cómo el miedo elevaba mi temperatura. ¿Cuál era su rol en todo esto? ¿Era uno más, un líder o una víctima?—. Vamos a por Davies, pero no le matamos. Davies es el hombre más importante del sur, y no podemos permitirnos manchá nuestras manos de sangre en este momento. Hay que volvé al plan de julio.
Se le notaba el acento más que nunca. Jamás le había escuchado hablar así. Hizo un gesto como para sentarse, pero no se lo permitieron.
—¡Has cambiado de discurso, pequeño Din! ¿Qué te sucede?
—Nada —dijo mirando a su acusador—. Sólo creo... que nos equivocamos al utilizar la violencia.
Yo estaba sorprendida por la autoridad de Din. Nadie hasta el momento había suscitado tales reacciones. El ruido era ensordecedor: algunos abucheaban, otros pitaban o se exclamaban sorprendidos, e incluso hubo algunos vítores por parte de otros.
—¿Equivocados con la violencia? ¿Escucháis lo que dice Din? ¡Un error usar la violencia!
Din comenzó a hablar nuevamente, en voz baja pero firme:
—Secuestradle y mantenedle prisionero. Poned al país de rodillas. Reclamad un rescate por él.
—¡Tú sí que sabes, Din! —gritó alguien desde una esquina.
—Hacedle probar el cautiverio, y matadle si no cumplen nuestras exigencias —continuó Din.
—¡Matadle! ¡Matadle! —gritó otro entre el barullo.
—¡Callaos todos! —Din estaba de pie en medio del caos—. Tomamos lo que nos corresponde, sin matá. Mordemos, sin matá. Golpeamos, sin matá. ¿Por qué? —Comenzó a hacerse un silencio a su alrededor. Era sin duda un gran orador—. Porque queremos ganá tiempo. Tiempo para llevar nuestras exigencias al Senado, y tiempo para que las consideren. Ya hay demasiada sangre en nuestras manos —dijo, y añadió rápidamente—: Yo lo sé más que nadie.
—¡Din, tú has aullado pidiendo sangre desde que te uniste a nosotros! —dijo el hombre a quien llamaban Sol. Tenía un rostro amigable; parecía cansado y viejo, pero a mí ya me caía bien—. ¿Qué ha cambiado, hermano?
—¿Que qué ha cambiado? Lo que ha cambiado es que ahora sé que soy un guerrero. Todos lo somos aquí, y no podremos pelear si estamos mue'tos. No voy a arriesgarme a que me ahorquen sin juicio. Ni soñando. El día que me arriesgue a ser ahorcado será el día que sabré que soy ciudadano de Estados Unidos y se me garantiza un juicio justo.
—Eres un cobarde, Din, un gallina.
—Te equivocas conmigo, Adam, de verdad te equivocas. ¿Recuerdas Nueva Orleáns? Era una misión casi suicida, pero la acepté. No temo morir ni por mi gente ni por mi país, si considero que es lo que debe hace'se. Las cosas han cambiado, y tú también te lo hueles. Jefferson Davis nos es más útil vivo que mue'to. Y no me malinterpretes: si quisiera, lo atravesaría con mi cuchillo, como podría matar a cualquier capullo que sostenga la esclavitud hasta el final, aunque implique la destrucción de la nación. Pero si voy a comandar el equipo de secuestradores, y sois vosotros quienes me habéis elegido, daré a aquel hombre la mejor comida y los mejores vinos tres veces al día o más, le trataré como a un rey africano, o como a un dios africano, si con ello puedo garantizar la libertá de todos los negros, en cualquier circunstancia.
—Nosotros te elegimos para secuestrarle, Din, no para que decidas —dijo el hombre del sombrero rojo rodeado de cabezas que asentían—. ¡Si queremos que le mates, pues le matas! ¿Qué ablandó tus ideas, muchacho ?
Yo temblaba con tanta fuerza que seguramente todo el mundo veía cómo se movía el velo, aunque en realidad nadie se interesaba por mí. Compartía la habitación con un grupo de renegados fugitivos, en una esquina insignificante de un barrio cualquiera de Londres y, sin embargo, de lo que aquí se discutía era el derrocamiento de una institución centenaria como la esclavitud. El secreto que estaba buscando para asegurarme la lealtad de Din resultaba ser mucho más grande, horrible y noble de lo que jamás hubiera imaginado.
Din comenzó a perder terreno.
—¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea? ¿Has estado viendo a demasiadas mujeres bonitas?
La gente estalló en carcajadas, y algunos me miraron directamente.
—Ella no tiene nada que ver con esto —dijo Din.
—Pero fuiste tú quien la trajo, Din. ¿Pediste autorización? Nadie trae gente aquí sin preguntar antes. ¿Y tú quién eres, preciosa? —El del sombrero rojo se dirigía a mí—. Ponte de pie, déjanos ver tu linda carita.
Hubo más risas, y yo deseé poder mirar a Din a los ojos para saber qué hacer.
—Déjala tranquila, Jon-Jo —ordenó Din.
—¿Vas a obligarme?
—Sí. La mujer no dará problemas. Ninguno. Ya tiene suficientes secretos oscuros de los que preocuparse. No me será difícil mantenerla callá.
—Asegúrate de que así sea, hermano. Personalmente.
—No te preocupes, eso haré.
Me lanzó una mirada, y al fin la atención se desvió de nosotros, por lo que pude volver a respirar, al igual que Din, vista su expresión. Comenzó a morderse las uñas y la conversación tomó otro rumbo, pero ya no volvió a mirarme.
Me concentré en escuchar durante el resto de la velada, y aprendí mucho. Aprendí que una cosa era dejar América si eras negro, pero otra muy distinta era intentar regresar. También escuché los pros y los contras de la ruta A (Cunard, el Gran Oeste y transporte de tercera clase hasta Ellis Island) frente a la ruta B (barco de mercancías, contrabando y viaje en las bodegas). También se habló de obtención de fondos, de coordinación, de las diferentes maneras de hacer llegar los mensajes a las familias de cuáqueros que vivían cerca de la residencia de Davis y les ofrecían su apoyo. Sólo escuchando con atención podía olvidarme de mi situación. Poco a poco mis temblores se fueron calmando, al igual que el ambiente de la reunión. Al final Din se acercó a mí y me ofreció acompañarme de regreso a casa.
—¿No vienes a las curtidurías, Din? —le preguntó alguien, pero él negó con la cabeza.
Subimos juntos las escaleras, conscientes de que dejábamos atrás cierta emoción, y salimos a la oscuridad de la noche.
—No me lleves a casa, tú vas en otra dirección.
—¿Y qué? Usted va hacia Lambeth. Yo sobreviviré al viaje, pero usted quizá no.
La verdad es que estaba agradecida, ya que no era un trayecto seguro para mí. Además, sabía que le debía una explicación respecto de mi presencia, y poco a poco las respuestas fueron llegando, y, con ellas, la convicción de que mi interés justificaba mi trasgresión. No sabía nada, y quería conocer todos los cómo, cuándo y por qué de la presencia de Din en aquel oscuro sótano de Whitechapel.
Así que durante el largo viaje hasta Lambeth Din me contó las numerosas insurrecciones de esclavos en que había participado y que habían fracasado, y me habló de lo difícil que era coordinar las sublevaciones a lo largo del país. Para lograr una revolución generalizada era necesaria una cantidad importante de insurgentes. Ni siquiera las mayores sublevaciones, como la de Gabriel en 1800, o la de Southampton en 1831, habían sido lo suficientemente grandes. Quizás habían despertado las conciencias ante el sufrimiento de los esclavos, pero sólo consiguieron aumentar el miedo que despertaban los negros. También me habló de John Brown, un hombre blanco que pocos años atrás casi había conseguido vencer tras robar cien mil fusiles de un arsenal en Harpers Ferry, Virginia, con el objetivo de descender hacia el sur y armar a todos los esclavos que encontrase. Pero fue derrotado.
—¿Por qué? Debe de haber millones como tú, Din. Suficiente para varios ejércitos.
—¿Usted sabe lo que la esclavitud hace a los hombres, seño'a? Vosotros creéis que los esclavos están siempre dispuestos a rebelarse, observando y esperando el momento de alzarse en a'mas y vencé. Pero hace tanto tiempo que la libertad no existe que la gente le tiene miedo. La esclavitud hace dependientes a los hombres. Es como si les obligaran a tomar una droga, una droga que mantiene a la gente tranquila y le hace olvidá su dignidad. Y cuando no se tiene dignidá, no se tiene nada por lo que pelear. No habrá una gran rebelión, sólo gente que consigue escapar aquí y allá. Nadie puede hacer que un hombre deje el opio cuando el doctor se ha asegurado su adicción; sólo puede destruir todo el opio y ayudar al adicto a encontrá algo mejor.
—¿Y por qué estáis planeando secuestrar a alguien? —pregunté.
—Considérelo una nueva estrategia. Es radical, y no es sencillo. ¿Se imagina a los blancos permitiendo que Jefferson Davis se convierta en mártir, que muera a manos de los negros?
—Ellos dijeron que habías cambiado de parecer, que antes querías matarle.
—Así fue durante un tiempo. Pero ahora ya no estoy seguro. —Se calló un momento, y yo no sabía qué decir. Un fuerte sentimiento hacia él recorría todo mi cuerpo, pidiendo a gritos algo de reciprocidad—. De esta fo'ma, América estará obligada a escucharnos y a rescribir la ley.
—¿En serio crees eso?
—Sí. Y no. Nada es seguro cuando has sido un esclavo. Pero no durará mucho más tiempo. Puedo sentir en mis huesos que la guerra es inminente, aunque a veces me pregunto si alguna vez comenzará. Le prometo que moriré intentándolo, seño'a.
—Te creo. Aunque espero que no mueras.
Me quedé pensativa, consciente de que mis palabras banales eran incapaces de reflejar toda la verdad.
—Para eso vivo, seño'a. Cuando mi mamá murió, ya no me quedaba nada por vivir, salvo la libertá de mi gente y sus hijos. Es la razón de mi vida. Es mi forma de amar.
Amor. Al fin habíamos llegado. Dijo la palabra mágica. Intenté sondearle con dulzura.
—No comprendo... ¿Cómo es tu forma de amar?
—¿El amor no es sacrificio? ¿No renunciamos a todo para probar a nuestros seres queridos que les amamos? Mi madre renunció a su libertad por mí, y yo renuncié a mi posibilidad de ser libre por ella. Sólo conozco el amor por lo que perdemos por él.
Me sentía perdida: comenzaba a comprender lo que quería de este hombre y que nunca conseguiría siquiera la mitad. No estaba convencida de merecerlo.
Al final, yo me sentía demasiado cansada para seguir preguntando, y Din ya había hablado bastante. No sentamos en silencio en el autobús que nos llevó de vuelta a casa, casi sin mirarnos. Todavía llevaba el velo puesto; era más fácil así. Después de todo, supuestamente regresaba de un funeral, y si quedaba algo de mi buena reputación en el barrio, desaparecería en el momento en que me viesen a estas horas de la madrugada en público con un hombre de color. Pero él también me protegía, manteniéndome a salvo de los borrachos, las miradas lascivas, los policías y los mendigos. Ni por un momento me sentí insegura con él.
Me llevé el dedo índice a los labios cuando pasamos frente al número dos de Ivy Street, y decidí entrar por la puerta del taller para intentar no despertar a nadie. Cogí la llave de debajo de mi falda para abrir el cerrojo, con la cabeza repleta de todo lo que había aprendido de Din, cuando descubrí que la puerta no estaba cerrada con llave. ¿Cuánto tiempo llevaba abierta? ¿Y por qué?
Empujé la puerta con los dedos y esperé en el umbral hasta que mis ojos se habituaran a la penumbra. Din pasó a mi lado y encendió una vela.
No había nadie.
¿Se le habría olvidado cerrar a Jack? Difícil, era un muchacho muy responsable. ¿Entonces, qué? ¿Quién? ¿Había alguien escondido, en alguna parte? Avanzamos por el taller, más tranquilos a medida que comprobábamos que no había nadie bajo los bancos, o en la caseta, y que nada parecía revuelto en las mesas, ni en las prensas, ni en las cajas. El delantal de Jack estaba colgado y faltaba su abrigo. Y lo más importante, la nueva y pesada puerta que separaba el taller de la casa estaba cerrada con llave, y la única copia colgaba bajo mi falda.
Cogí la llave, abrí la puerta y me deslicé en la cocina con la vela en la mano. A través de la abertura que daba al salón se veía el fuego menguante que iluminaba con su llama roja a Peter, dormido en su sillón. Subí de puntillas de pie para verificar que Lucinda dormía en su habitación. Volví a bajar para descubrir a Din esperando junto a la nueva puerta, dudaba de si el peligro potencial de la situación justificaba que entrase en mi casa por primera vez. Le hice una señal para que regresara a la encuadernadora.
—¿Desea que me quede? —me susurró una vez que estuvimos en el taller—. Dormiré aquí, en el piso.
—Sí, por favor, pero no porque tenga miedo, sino porque no quiero que vayas hasta tu pensión a estas horas de la noche —respondí mientras cerraba la puerta de la calle.
—Puedo defenderme solo.
—Pero prefiero que no tengas que hacerlo. Intenta alejarte del peligro siempre que puedas.
Hubiera querido preguntarle si aquello le resultaba imposible. En cambio, regresé a la casa en busca de unas mantas y se las entregué desde la puerta del taller.
—No será muy cómodo —le dije.
—He dormido en peores situaciones.
—Tendré que encerrarte aquí, pero toma la llave de la calle, por si necesitas salir.
Decidí no molestar a Peter, pero aticé el fuego para mantener el calor. En pocas horas estaría de nuevo levantada, y entonces le llevaría a la cama. Era lo mejor, sobre todo estando tan agitada a causa de los eventos de la noche: las revelaciones del sótano de Whitechapel, el misterio de la puerta abierta, la presencia de Din durmiendo tan cerca de mí. Dormí en mi lado de la cama, con las manos entre los muslos.
Como de costumbre, me levanté a las cinco de la mañana para comenzar con las tareas hasta que llegase Pansy. Peter seguía en su sillón y el fuego estaba casi apagado. Al coger la manta que le cubría las rodillas para arroparle bien descubrí que tenía las piernas frías y rosadas como el mármol, como si la manta no le diese calor. Le miré el rostro. Tenía la boca y los ojos abiertos, como una cabeza de cerdo en una carnicería.