La encuadernadora de libros prohibidos (6 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—Señor Skinner —ya había oído ese nombre antes, pero no recordaba dónde—, ¿en qué puedo ayudarle?

—Soy un conocido de su esposo. Nosotros... digamos que trabajamos juntos. Él me debe. Así que ahora usté me debe.

—¿Por qué? ¿Qué le ha sucedido?

—Le dejaré que él se lo cuente. Pero si lo quiere de vuelta, tiene que pagá. Así que otra vez: ¿cuánto tiene?

Ahora lo recordaba: Skinner era el más temido prestamista al sur del río.

—¿Lo tiene prisionero?

—¡Naaaaaaaa! No diga tonterías.

—No pienso pagarle ni un penique hasta que no hable con Peter.

—¿Entonces tiene pasta?

—No he dicho eso.

—Ya, pues más le vale tené. Porque puedo poné en venta tó lo que hay aquí mañana mismo si quiero, pero visto bien no hay suficiente ni pa' pagá al subastador.

—¿Cuánto dinero debe?

—Cincuenta libras más sesenta por ciento de interés.

—¡Cincuenta! ¡Sesenta! ¡Él nunca firmaría nada en esos términos! ¡En el banco podríamos haber obtenido un préstamo al siete por ciento!

—Tengo todo aquí, firmado por él. ¿Quiere leerlo?

—No, no quiero. Resolveremos esto ante al juez.

Fui a recoger mi chal, avanzando con cuidado para no hacer ruido con las monedas de la bolsa que llevaba en la cintura y ponerme en evidencia.

—Oiga, ¿así trata a un hombre caritativo?

—¿Caritativo? ¡Especie de matón! ¡Usted no es más que un criminal y una bestia! —grité pasándome el chal por los hombros.

—No é cierto señora, yo soy un filántropo. Pregunte a cualquiera en la calle. Cualquiera que haya tenido problemas, como su esposo. Mire, aquí tengo tó, firmado por él.

Miré el papel manoseado que me mostraba, y vi que era una factura por cincuenta libras, a ser cobrada trimestralmente en cuotas, con interés creciente. También vi el sello del abogado, y los términos del contrato, y la firma de Peter al final.

—Es mi vocación, señora. Me hice prestamista guiado po' mi corazón. Sammy Skinner, un buen samaritano, a su servicio. Venga, que soy mucho más guapo que el cobrador que vendrá a reclamar si no paga.

—Pues lamento desilusionarle, señor Skinner, pero no tengo dinero para darle. Tendrá que ver el asunto con mi esposo cuando regrese. Porque supongo que usted le permitirá volver, ¿no? Si no puede trabajar no podrá pagarle, así que le conviene dejarle ir.

—Hágame un favor, señora, y pague ya.

—Ya le dije que no tengo dinero.

—Perdone que me ría, señora —dijo con calma—, pero los dos sabemos que usté está diciendo mentiras. Lo oigo, ¿sabe? El ruidito bajo su falda. ¿Cree que no reconozco el sonío del dinero cuando lo oigo? Si no, no sería un buen prestamista, ¿no le parece?

Quedé petrificada, mirándolo con horror, y sentí que Lucinda nos observaba.

—Venga ya —dijo con voz arrulladora, como alguien que intenta convencer a un perro de que suelte un pollo—. Démelo. Así, buena chica.

Llevé la mano a la bolsa bajo la falda, pero no la cogí.

—Hala, mujé. ¿O tengo que buscarlo yo mismo?

Deslicé la mano bajo mi falda, deshice el nudo que sostenía la bolsa y busqué las monedas, cuando vi que Skinner negaba con la cabeza.

—Démela. Esto es una tontería. Lo quiero todo —y diciendo esto, me arrancó la bolsa de la mano, metió sus dedos flacos en ella, la arrojó al suelo vacía y partió, llevándose consigo mis ocho chelines.

Ahora ya podía afirmar, tras la visita de Skinner, y demasiado orgullosa para pedir ayuda, que había llegado al punto en que la desesperación superaba al orgullo. Entonces, a la mañana siguiente, una de esas horribles mañanas en que el agua se había congelado en las cacerolas por la noche, dejé a Lucinda con Agatha Marrow, donde sabía que le darían de comer, y luego, dentro y fuera, dentro y fuera, las puntas de mis botas me llevaron de vuelta a la casa de empeños.

Esperé en la taquilla mientras el hombre se ocupaba de un pobre diablo cuyo rostro evidenciaba más miseria de la que yo era capaz de imaginar. Entregó una manta con la misma expresión de pena que si estuviese entregando a un niño y obtuvo un chelín a cambio. Quise correr tras él y asegurarme de que le quedaba al menos una manta en casa, pero no hubiera servido más que para hacerme sentir mejor frente a su tragedia. Además, temía que su respuesta fuese «no».

—¿Cuánto por mi plancha? —pregunté en el momento cuando la puerta se cerró detrás de mí.

—Cuatro peniques.

—¿Cuatro? ¡Con lo que tengo que pagar para cruzar el puente, no me queda casi nada! ¡Necesito al menos seis peniques!

El hombre negó con la cabeza:

—Entonces, tendrá que darme algo más.

—¡Pero sólo le estoy pidiendo seis peniques! ¿Acaso una plancha no vale eso?

—Tengo veinte planchas ahí —dijo moviendo la mano en dirección a los almacenes que tenía detrás suyo—. Por todas he pagado cuatro peniques, ni uno más. Tenga, cuatro para usted.

—¡Pero yo necesito seis!

—¿Qué más tiene?

—Nada.

—¿Y el anillo? —preguntó señalándome el dedo.

—¡No! ¡No puedo! ¡Es mi alianza!

El hombre se encogió de hombros y me dio la espalda. Pensé en volver a casa, coger mi propia manta, o uno de los chalecos de Peter, para llegar a los nueve peniques, pero necesitaba ir al norte del río esa mañana, y temía que si me retrasaba más terminaría por siempre del lado de los prevaricadores y los desesperados.

—¡Por favor, no se vaya! ¡Ayúdeme! Deme seis peniques por la plancha y se los devolveré, lo prometo...

—No se moleste, señora, Ya he oído lo mismo antes. Deme el anillo, y le pagaré lo que creo justo por él. Si lo devuelve pronto, quizá su marido nunca se dé cuenta de nada.

Así que me quité la alianza y se la di. Me quedé mirando la marca blanca que había dejado en mi piel, a la espera de su veredicto.

—Tres chelines.

—¡Maldito! ¡Vale al menos una corona! ¿Acaso pretende escupir sobre el nombre de mi esposo?

—¿Que es...? —preguntó cogiendo una pluma.

—Damage —respondí mansamente—. Peter Damage. En el 2 de Ivy Street, Lambeth.

Cuando terminó de completar el recibo, me lo dio junto con las tres monedas plateadas.

Y luego dentro y fuera, dentro y fuera, las puntas de mis botas me llevaron hacia el norte, a través de los pantanos donde los bribones (o los que esperan la marea, o los recolectores del Strand, o como se quiera llamarlos) se abrían camino en las aguas poco profundas del Támesis, bajo la lluvia, recogiendo fragmentos de hierro o madera, con sus hijos junto a ellos que, enterrados hasta la cintura en el barro, buscaban con los pies algún trozo de carbón o cualquier cosa que hubiese caído de las barcas, para vender su botín a un chelín los cincuenta kilos. Los observé tratando de encontrar a la familia de Jack, o a Jack, porque Dios sabe cómo estaría ocupando sus días y ganándose la vida sin el taller de los Damage. Finalmente llegué hasta el puente de Waterloo, y junto con los buenos días le di un chelín al cobrador del peaje. Esperé mi cambio de once peniques y medio, pasé por el torniquete y caminé por el puente.

Ahora necesitaba más que nunca el dentro y fuera de mis pies congelados para seguir avanzando. Una vez que pasaban el peaje, los taxis aumentaban la velocidad como para compensar el tiempo perdido, y yo sentía que de no mantener el paso, alguno de ellos, o incluso el viento, me tirarían por el borde del puente condenándome a una muerte helada y maloliente. Pero mientras lo pensaba, me dije que siempre podría agarrarme al pasamanos durante mi caída y quedar colgando de él. Allí estaría yo, colgando del puente, aferrándome con todas mis fuerzas. Quizás evitaría la caída, pero nunca tendría la fuerza suficiente para trepar de nuevo y ponerme a salvo. Además, si lo lograra, lo único que conseguiría era volver a quedar en el camino de otro taxi o recibir otra ráfaga de viento.

La niebla era muy densa sobre el puente: en lugar de quedarse suspendida como una nube, se agitaba y arremolinaba en una corriente rápida, como si el oscuro Támesis que pasaba por debajo fuera una fantasía en comparación con el desbocado río de niebla que debía cruzar. No en vano a este puente se le llamaba el Puente de los Suspiros. El viento me traía los aullidos de las vidas tiradas a la basura junto con sus medios peniques. Desde aquí el mundo parecía tan sombrío que no podía evitar preguntarme cuántos futuros suicidas habían pagado el peaje y solicitado una devolución tras haber cambiado de opinión a mitad del puente. Desde arriba, era imposible decir cómo empeoraría allí abajo.

Y dentro y fuera, dentro y fuera hasta el centro de la ciudad, donde esperaba encontrar ayuda. No osaba llamarla caridad.

Primero visité el Instituto de Ayuda a Mujeres en Desgracia, donde esperé en la cola durante dos horas con el estómago vacío, pero como mi desgracia no era de tipo moral, no tenían tiempo para mí.

Luego me dirigí a la Cofradía de Mujeres Afligidas, pero como no era viuda y no tenía una carnada de niños que alimentar, mi aflicción no contaba demasiado.

En cambio, la Sociedad para la Promoción del Empleo Femenino me dio esperanzas; allí afirmaron que poseía cualidades para ser institutriz, y pude haberlo sido si no se hubiesen estremecido cuando sugerí que mi hija me acompañase mientras trabajaba. Pero no tenía alternativa: sin duda, la perspectiva de quedarse sola con su padre inválido para cuidarla le habría provocado convulsiones. Las garras de la pobreza no eran sino las uñas de un gatito comparadas con esa posibilidad.

La lluvia recomenzó durante mi regreso a Lambeth. Dentro y fuera, dentro y fuera, alcé mi falda para que no se salpicase con el agua de los charcos y me envolví todo lo que pude en mi chal. Dentro y fuera, dentro y fuera, pasé frente a las enormes puertas del Hospicio de St. Saviour, y las puntas de mis botas se movieron dentro y fuera de mi falda con la mayor velocidad posible para alejarme de ese lugar maldito. Mucho más que una madre ausente que jugaba a ser institutriz, el asilo habría significado para Lucinda una muerte segura.

Finalmente llegué hasta Remy & Randolph, los más modernos encuadernadores de Londres, donde un guardia me dijo entre bostezos que podía ganar ocho chelines, ¡ocho!, trabajando cincuenta horas por semana como plegadora de papel, siempre y cuando trajese una referencia.

—Aquí prefieren a las muchachas que a las mujeres. Las muchachas son más baratas —me advirtió mientras me alejaba.

Recuerdo que cuando dejaba atrás Remy & Randolph los faroleros comenzaban sus rondas, y me mortificaban toda clase de preocupaciones: que Lucinda tuviese un ataque en mi ausencia, que Peter no regresase nunca, que no tuviese otra opción más que recuperar la maleta de mis padres y venderla, o al menos empeñarla, y obtener así el dinero para vivir otros dos días. Con la caída de la noche se intensificó el frío, y yo movía los dedos de los pies dentro de las botas para intentar no congelarme. Seguí caminando, dentro y fuera, dentro y fuera, a través de New Cut, entre los doscientos puesteros, los vagabundos acurrucados en las puertas de las licorerías y los muchachitos de cinco años que juntaban el estiércol de los caballos para las curtidurías Bermondsey.

La lluvia arreciaba, y pronto mi ropa estuvo empapada. El chal de lana estaba pasado por agua y la falda chorreaba a causa de las salpicaduras de los carruajes que me adelantaban. Pronto todas mis prendas estuvieron húmedas y pesadas, y yo apestaba como un animal mojado. Recuerdo que me envolví en la capa e intenté recoger un poco la falda mojada con la mano, mientras el viento hacía flaquear mis rodillas debilitadas y tiraba al suelo con la falda a mi alrededor como un globo aerostático desinflado. Ya no me quedaba fuerza en las piernas, ni siquiera para ir a buscar a Lucinda a casa de Agatha Marrow. La nariz me goteaba, pero los brazos no tenían la energía suficiente para coger el pañuelo. Incliné la cabeza para, con la gorra, ocultar el rostro a la multitud que me rodeaba.

—¿Necesitas ayuda? —graznó una vieja voz detrás de mí. Hundí más la cabeza en el cuello del vestido y me quedé en el suelo—. Ven, preciosa. ¿La suerte te ha dado la espalda? Estoy seguro de que tienes una historia triste para contar.

Vi un par de elegantes botas marrones algo raspadas y el dobladillo de un abrigo de sarga marrón. Una mano enguantada se me ofreció, pero yo era incapaz de cogerla.

—Ven conmigo —dijo el hombre, ahora con voz más suave.

Me pregunté si no sería uno de esos hombres de las misiones que rescatan a los pobres de la calle y les ofrecen abrigo en la iglesia por la noche, lo que sólo consigue retrasar unas horas su muerte en algún charco de ginebra y cosas peores.

—¿Dónde vives? —preguntó, y las palabras se formaron en mis labios, pero era como si una escarcha las cubriese como una telaraña y no las dejase salir.

Intenté decir que vivía en Ivy Street, junto al Ferrocarril Necropolitano. No muy lejos, podía caminar hasta allí. Pero él no me oía.

Ivy Street. Quizá no fuera una de las mejores calles de Lambeth Palace, ni tan elegante como Vauxhall o Kensington, aunque tampoco era una de esas hileras de chabolas amontonadas al borde del río, o las pocilgas de Southwark y Bermondsey. Ni era tan pura como el suroeste de Lambeth Palace, ni tan terrible como Bedlam, más al sur. Ivy Street se encontraba en una posición intermedia, suspendida entre dos destinos, al igual que yo en ese instante.

—Ivy Street —logré decir finalmente.

Pero el hombre no oyó lo que dije, porque insistió:

—Ven conmigo, y quizás haya redención para ti, te lo garantizo. Conozco un lugar cálido y agradable...

Le dejé ayudarme a ponerme de pie, y cuando me tambaleé un instante pasó la mano alrededor de mi cintura para sostenerme. Unas llaves colgaban de su cinturón. Temblé ante la idea de que se tratase de uno de los agentes del hospicio.

—Y más apropiado que las alcantarillas para una mujer como tú.

Hurgué en mi manga en busca de mi pañuelo, pero no estaba allí.

—Toma, coge el mío.

Levanté la mano para coger el pañuelo blanco que me ofrecía, pero él comenzó a limpiarme la nariz como hace una madre con su hijo. Era una persona amable, a pesar de pertenecer a «ese lugar».

—¿Ya puedes caminar? —dijo ofreciéndome el brazo, pero yo no lo cogí. Avancé un poco el pie derecho e intenté apoyar mi peso en él. Estaba segura de poder andar—. Vamos, cariño.

Comenzamos a caminar juntos, pero no tomados del brazo, aunque yo agradecía su presencia. Llegamos al final de la calle y yo le indiqué con la mano que era suficiente y agradecía su ayuda, pues estaba claro que él iba por un lado y yo por otro.

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