La encuadernadora de libros prohibidos (13 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—En el trópico —añadí educadamente.

—Y su esposo no me ha tomado al pie de la letra.

—¿No, señor?

—Claro que no. Ha superado mis expectativas. Ha logrado la expresión más compleja, y me atrevo a decirlo, la más femenina, de la bondad de Dios que jamás haya visto. Me habían comentado que su esposo era hombre de líneas y ángulos, de formas funcionales, cuyas encuadernaciones mostraban el orden y la probidad de nuestro Señor. Él hace encuadernaciones para el Parlamento, ¿no es así? —Asentí—. No quisiera avergonzarla, pero he oído decir que su esposo pasa por un mal momento. Yo me considero una suerte de filántropo de la industria del libro. Me apiado de los hombres desafortunados, sabiendo que sin duda tienen esposas amadas y niños que alimentar. Si le di esta Biblia a su esposo para encuadernarla fue por compasión. No era un encargo importante, pero él ha conseguido darle importancia. Vuelvo a repetirlo,
vous m'avez frappé,
señora Damage, al presentarme algo tan hermoso.

Creo que me sonrojé, y por un instante fui tan inconsciente que casi me pongo a aplaudir.

—Eso no significa que esté completamente satisfecho —advirtió—. La pieza intercalada hace que el conjunto sea muy frágil, no creo que resista mucho. Pero seguro que el obispo tendrá en su haber más de una Biblia, con lo que podemos suponer que no se llevará ésta en el equipaje para su próximo viaje al fin del mundo. ¿Señora Damage?

—¿Sí?

—El trabajo es majestuoso, pero yo sólo puedo pagar a su esposo los honorarios convenidos.

No esperaba más, pero volví a casa dando brincos con las monedas tintineando felizmente en mi bolsa. Sin embargo, a pesar de mi excitación trataba de no olvidar las sumas que debíamos (a Skinner y Blades, al tendero, al vendedor de carbón, a Felix Stephens y los otros proveedores, sin contar lo que necesitábamos para comida) e intentaba calcular cuánto podría pagar a cada uno esta semana para dejar a todo el mundo contento por un rato, y cuánto nos quedaría para comprar algunos retazos de cuero y de seda para fabricar más cuadernos con el papel holandés restante. Sabía que siempre podría venderlos a Diprose, pero también planeaba fabricar un libro especialmente elegante y tratar de venderlo a los libreros que no habían sido demasiado perjudicados por los problemas de Encuadernaciones Damage. También había algunos antiguos clientes de Peter a quienes esperaba poder informar de que Damage estaba de nuevo funcionando, con el mismo dueño pero con nuevo personal.

Pero cuando llamaron a la puerta del taller al día siguiente, con unos golpes particularmente secos y poco amigables, el corazón me saltó a la garganta como si fuese una niñita asustada, segura de que se me había acabado el tiempo. Sin detenerme a pensar en la imagen que daría una mujer sola en el taller de un encuadernador, corrí hasta la puerta para abrir, martillo en mano, antes de que la persona del otro lado tirase la puerta abajo y nos atacase por obstrucción de la justicia.

Al principio no le reconocí. Llevaba unos guantes marrón claro con costuras marrón oscuro, y en la mano, un gran maletín plano que cubría a medias su rostro, pero el brillo aceitoso de su sombrero negro de seda lo delató. Bajó el maletín y mostró su barba oscura, bajo la cual llevaba un pañuelo morado manchado de grasa.

—¡Señor Diprose!


Bonjour, madame
—dijo levantando el sombrero—. Perdone mi intrusión. Le he traído a su esposo dos nuevos manuscritos. Creo que le agradarán.

—Usted... ehhh... yo...

—¿Puedo pasar?

—Por supuesto, qué maleducada soy. Adelante, por favor.

Hubiera sido lícito si el papel hubiese estado recién plegado y colocado en el telar. O si los pliegos cosidos hubiesen estado en el banco esperando ser plegados. O si Jack hubiese estado allí, y no en la papelería de Holborn, adonde le había enviado para que entregara nuestra tarjeta de visita. Pero para alguien que conocía el oficio como el señor Diprose, el martillo en mi mano y el tarro de cola recién preparada sobre el banco dejaban claro que yo estaba haciendo el trabajo de los hombres. Por supuesto, no violaba la ley, pero sabía que no era conveniente hacerlo público.

Dejé rápidamente el martillo a un lado, y estaba a punto de inventar una historia sobre dónde se encontraban Peter y Jack cuando Peter entró desorientado en la casa. Tenía el pelo erizado como la cola de un pato, y el rostro estaba igual de arrugado que las sábanas que acababa de abandonar. Los vendajes de sus manos estaban sucios y deshilachados, e inmediatamente Diprose clavó su mirada en ellos. Los ojos y la boca de nuestro visitante formaban tres oes silenciosas, y sus mejillas estaban perladas de gotas brillantes de sudor, como rocío.

—Señor Diprose, permita que le presente a mi esposo y propietario de Encuadernaciones Damage, Peter Damage.

—¿Cómo está usted? —dijo Diprose extendiendo la mano y retirándola casi en el acto, sin poder apartar la mirada de los vendajes de Peter.

—Señor Diprose, es un honor conocerle. Encantado —dijo Peter con seriedad, como intentando compensar la ausencia de apretón de manos.

—Dígame —murmuró Diprose, mirando las manos de Peter—, ¿estoy interrumpiendo algo?

—No, no —respondió despreocupadamente Peter—. Estábamos... nada que no pueda esperar. —Luego dijo algo sobre el trabajo en el taller, el mercado actual del libro y la lamentable calidad del papel hoy en día—. E insisto en agradecerle el magnífico papel holandés que nos ofreció. Es un placer encuadernarlo. ¿Los diarios se venden bien?

—Así es —dijo Diprose despacio, ahora concentrado en los restos de cola seca que cubrían mis manos como horribles verrugas.

Me excusé, cogí un trapo y fui a la cocina a preparar un poco de té. Podía oír los cuchicheos y tonos apremiantes de la conversación.

—Usted también ha estado en el sindicato, señor Damage. ¿Cuánto hace que rompió con ellos?

—Todavía no hay nada decidido, sólo propuestas —respondió Peter mansamente.

—Eso es pura hipocresía.

—Es conveniencia, señor Diprose. Mis manos se curarán pronto.

No pude escuchar cómo seguía la conversación, pero luego el señor Diprose debió de acercarse a la cocina, ya que sus palabras, en tono amenazador, fueron inconfundibles.

—Podría provocar muchos problemas por su culpa, y lo sabe.

—¿Y lo haría? —respondió Peter.

Lanzó aquellas tres palabras al señor Diprose como un desafío, y yo me sentí orgullosa de saber que seguía siendo un verdadero hombre.

Me hubiera gustado ver el rostro del señor Diprose durante la pausa que siguió. Él tenía todo el poder, y probablemente estaba sopesando si Peter era una víctima o un oponente digno. Con calma, como si fuera a tomar una decisión trascendental.


Je suis un philanthrope,
señor Damage. Oí decir que un hombre del sindicato pasaba por momentos difíciles, y quise ayudar. Esperaba que usted me devolviese la gentileza, pero me ha decepcionado.

—Seguramente decepcionar es demasiado...

—Mi cliente más importante, sir Jocelyn Knightley, también está decepcionado. Usted me ha puesto en una situación embarazosa. Le apoyé ante él con el encargo de la Biblia, y quedó fascinado con su trabajo. Desde entonces, ha comprado uno de sus cuadernos y un álbum para su esposa, que está encantada con él. Ha alabado el bordado, y la elegancia sin pretensiones con que combina con su salón. Era como si lo hubiese encargado especialmente. Sir Jocelyn ya está pensando en enviarle nuevos pedidos, y ahora debo desilusionarle. Usted me ha avergonzado.

—Si lo que le ha gustado es el trabajo, ¿qué importancia tiene la intervención de una mujer? Dora sólo remplaza mis manos mientras no funcionan. No tiene cabeza para este trabajo.

—Sir Jocelyn es un científico, señor Damage. —El señor Diprose parecía exasperado—. Necesita un encuadernador para los trabajos de toda su vida. Su especialidad es la etnografía, el estudio de los pueblos primitivos. Su investigación en frenología, fisonomía y las necesidades más básicas de la humanidad le han llevado al conocimiento más profundo de los pueblos salvajes del que nadie ha logrado hasta el momento. Es un personaje celebrado en la comunidad científica. ¿Acaso debo explicarle las consecuencias de exponer ese tipo de literatura a una mujer?
La donna è mobile.
Sólo confundiría su mente y perturbaría su constitución.

—Estoy completamente de acuerdo... no había pensado... mi querida esposa... Pero, señor Diprose, no hay ninguna razón para que no continuemos con las Biblias, los diarios y esas cosas. —Peter había comenzado a rogar. No era agradable escucharlo—. Cosas más suaves. Cosas de mujeres. Y en cuanto mis manos estén curadas, podré satisfacer los deseos del eminente lord Knightley. Por favor, señor Diprose. Estaría muy... muy agradecido.

Diprose hizo una pausa. Sin duda, las súplicas de Peter habían sacudido su naturaleza filantrópica. Pude oír el clic de su portafolio y el crujido de papeles.

—Me incomoda ver la vid del talento marchitarse en el suelo pedregoso de la tribulación, señor Damage. Quisiera poder ayudar a aquellos que se encuentran en situaciones tan desesperadas. —Me pregunté si el señor Diprose no sería soltero, o viudo. Haría una excelente pareja con la señora Eeles, ya que ambos eran incapaces de resistir el tufo de la desesperación—. Aquí tengo un pequeño libro de plegarias. Es del mismo tipo que la Biblia, y también, está impreso primero en latín y luego escrito a mano, pero debe plegarse en un formato más pequeño. Como verá, es en veinticuatroavo en lugar de en dieciseisavo. Pertenece a la misma colección. —Siguió otro sonido de papeles y el de un sobre al abrirse, luego el tintineo de monedas—. Esto es un anticipo por el trabajo —dijo Diprose—. Deberían ser dos manuscritos, pero desafortunadamente, el segundo es de una naturaleza sensible, como ya le he explicado, y considero que no es apropiado dejárselo a usted.

Separó algunas monedas y guardó el resto en el bolsillo de su abrigo.

—¿No dirá nada de esto en el sindicato, verdad? —suplicó Peter mientras el señor Diprose se ponía de pie para salir.

—En síntesis, me está pidiendo que guarde su secreto. Que tenga usted un buen día, señor Damage, y
bonne chance.

Peter entró en la cocina, casi sin fuerzas, y se recostó en el suelo frío. Yo entré en el taller, conté las monedas y corrí a la farmacia.

6

Al viejo Bonifacio le gustaba brindar,

con su jarra de cerveza señalando al mar.

Y cuando de noche oía cantar

su camisa al viento dejaba volar.

—Eres muy afortunada por estar casada con un hombre moderno como yo —dijo Peter entre dos ataques de vómito. La ipecacuana estaba haciendo efecto, y sus entrañas respondían—. A la mayoría de los miembros del sexo débil no se les permite siquiera ser vistas fuera de sus casas. Si deben ir al mercado, van directamente al mercado y vuelven de inmediato. Si no tienen que ir al mercado, los comerciantes llaman a sus puertas.

Pero Peter estaba equivocado. La vida de una mujer, fuese cual fuese su rango social, nunca podía mantenerse oculta: las mujeres se exponían en el mercado, y las que no iban al mercado se exponían en fiestas y bailes. Aun así, asentí respetuosa y retiré sus cabellos hacia atrás mientras sufría unas arcadas particularmente violentas, que provendrían de lo más profundo de sus tripas si éstas no estuviesen vacías a causa de la purga de calomelanos.

—Sin duda, has sido bendecida con un esposo como yo —volvió a decir, escupiendo hilillos de jugos gástricos.

Yo estaba de acuerdo con él.

El vomitivo lo agotó rápidamente y se metió en la cama con instrucciones específicas de que nadie le molestase. Pero yo estaba ansiosa sin la ayuda de sus ojos. El libro de plegarias quizá fuese más pequeño que la Biblia, no obstante, los espacios de cuero de Marruecos rojo donde iba la cenefa parecían burlarse de mí, a pesar de mi relativo éxito con la Biblia. Temía volver a cometer un error en la primera línea de piñas, o en la última, lo que dificultaría la inserción de papel vitela.

Jack seguía burlándose de mí con lo de BANTA BIBLLA, y eso me restaba confianza; además, sabía que Lucinda sufría por mi ausencia. Ella era perfectamente capaz de divertirse sola, por supuesto, pero un hijo necesita a su madre casi más que un taller al encuadernador, o una casa a alguien que la limpie, o incluso un hombre a su esposa. Todo esto sin mencionar que el río corre en los dos sentidos: yo también sufría mucho la ausencia de Lucinda.

Estuve todo el día pensando en las herramientas mientras me ocupaba de las tareas de la casa. No confiaba lo suficiente en mí para comenzar sin Peter. Pero al día siguiente se negó a ayudarme otra vez, por lo que decidí utilizar un dibujo adecuado a mis capacidades y a las herramientas con las que contaba. Sería una media piel de cuero de Marruecos rojo, y utilizaría el resto de seda amarilla para la tapa y la contratapa, bordadas con los colores de la acuarela de la portada de la Biblia. Luego se me ocurrió pintar una escena bíblica sobre un trozo de papel holandés para utilizarlo como forro. Estaba plegando el papel con tanta fuerza que temía que se rompiese, pero debía confiar en que, si eran similares en espíritu, podría considerarse que ambos libros «hacían juego».

No debí haberme preocupado tanto durante aquellos días. Cuando finalmente volví a Holywell Street y presenté el libro al señor Diprose, él lo miró por encima con desinterés, con el dedo índice apoyado entre la nariz y el labio superior mientras se acariciaba la barba con el pulgar.

—Mmmm, bien, bien —dijo. Separó su silla del escritorio y siguió pensando—:
Bon.
Creo que ya podemos irnos.

—¿Irnos? ¿Adónde, señor Diprose?

—He informado a mi cliente, sir Jocelyn Knightley, sobre la desafortunada cuestión de su sexo, y para mi sorpresa, no parece molestarle en absoluto. Al contrario, diría que le agrada. Desea continuar sus relaciones con Encuadernaciones Damage, en contra de mi parecer. Su presencia es muy oportuna, y podemos ir a verle esta mañana.

El señor Diprose cortaba las vocales y escupía las consonantes, como si las vocales fuesen espacios abiertos y peligrosos que necesitaban ser rodeados y ordenados por consonantes fijas y predecibles que dictasen los confines de la vocal.

Se puso el abrigo y me guió hacia la salida. Caminamos rápidamente en dirección al Strand, donde levantó la mano para llamar a un carro. Me dejó subir primero y luego me siguió. Parecía desgarbado y entumecido, como si le costase inclinarse. Me atrevería a decir que hubiésemos avanzado más rápido a pie, dado el ritmo al que se movía el taxi a través del denso tráfico de Westminster. A medida que marchábamos hacia el oeste, los carruajes y los caballos se iban volviendo más escasos, y el ritmo de los que estaban sobre el pavimento era aún más lento: las damas de alcurnia paseaban por las calles hacia los jacintos de Green Park, sospechosos dandis y personajes de oscura reputación reían bajo el sol de primavera, y el perfume de la moda y la limpieza abundaba a nuestro alrededor.

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