Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—No es cuestión de sangre ni de intestinos —escupió Peter con furia—. Ya no puedo trabajar. Estas manos... estas manos no me lo permiten. No puedo trabajar. No puedo encuadernar libros.
—Pero... ¿Y Jack? ¿Y Sven? ¿No podemos...? —comencé a decir, sin comprender.
Peter descartó sus nombres con un movimiento de manos, como si se tratase de moscas.
—No seas ridícula. En tu ignorancia, quizá pienses que todo lo que se necesita para encuadernar libros es un pasador, un acabador y alguien que doble y cosa, pero, francamente, sería absurdo dejar el taller de Damage en manos de un aprendiz, de un obrero, o de... ¡de una mujer!
Si algo se podía decir a favor de Peter era que trabajaba codo a codo con sus empleados.
Se puso de pie con una mueca, y comenzó a dar vueltas por el salón.
—No pueden hacerlo, Dora —admitió finalmente con un hilo de voz—. Lo intentamos hoy, lo hemos estado intentando durante semanas, por las tardes, cuando no estabas, sin embargo, no poseen la habilidad necesaria. Jack es lo bastante fuerte para ser pasador, pero es demasiado joven y está verde. Sven es tan buen acabador como yo, pero... en fin... él...
La habitación estaba helada, y me di cuenta de que el fuego de la chimenea se estaba debilitando. Me pregunté si Peter se molestaría si me ocupaba del fuego mientras hablaba.
—Además... —siguió tras una pausa, y su voz era aún más baja que antes—, Sven va a dejarnos. Ha comprendido que aquí no tiene futuro. Es demasiado bueno para seguir con nosotros, y se irá con Zaehnsdorf por veinticinco chelines a la semana. Yo le ofrecí dieciocho y me respondió escupiendo al suelo. ¡Maldito alemán, escupió en mi suelo!
Peter le dio otra chupada a su pipa y advirtió con disgusto que se había apagado de nuevo, por lo que se dirigió con sufrimiento hacia la chimenea para recuperar una cerilla utilizada que había sobre la piedra. Sus dedos gordos y redondos apenas podían coger el pequeño trozo de madera, y sus uñas, que hubieran podido ser de gran ayuda, estaban enterradas profundamente en sus carnes hinchadas. Me arrodillé junto a él y cogí la cerilla, la acerqué a las llamas y esperé a que se encendiese. Con dificultad, la pasamos de mis dedos a los suyos. Debía al menos conservarle la dignidad de encender su propia pipa.
Una vez encendida la pipa, Peter era incapaz de ponerse de pie: no podía apoyar las manos en el suelo para levantarse, o cogerse de algo para ayudarse. Yo me quedé detrás de él unos instantes, observando su cabeza despeinada, que se movía arriba y abajo, y escuchando sus bufidos y quejidos. De pronto, mis manos decidieron por mí, e hicieron algo que mi cabeza nunca hubiera permitido: se deslizaron bajo sus axilas y tiraron de él con fuerza hasta ponerle de pie.
No podría decir quién de los dos estaba más sorprendido. Supongo que ambos lo estábamos, pero Peter parecía estupefacto a causa de mi fuerza. Quizá no se había dado cuenta de que cargaba todo el tiempo con nuestra patilarga niña, que ya no era un bebé. Era como si Peter no supiese que los músculos se desarrollaban con el trabajo tanto en la fábrica como en casa, unos músculos que podían alzarse y aplastar a los hombres fofos que tenían el poder. ¿Acaso mis músculos no trabajaban dieciocho horas al día, para luego derrumbarse sobre la cama, demasiado cansados hasta para soñar?
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté en voz baja, como intentando compensar la fuerza de mi cuerpo y recuperar un aspecto más femenino.
—¿Qué se puede hacer? —respondió con dureza, aún sorprendido por nuestro último contacto.
«Contratar a otro obrero», quise decir, furiosa por su enojo. ¿Acaso no era la respuesta obvia? Pero por supuesto me quedé callada, ocupándome de reavivar el fuego para devolver algo de calor a la habitación, avergonzada de lo que mis manos acababan de hacer.
Peter retomó su razonamiento, esta vez con un tono de voz solemne:
—No nos quedan muchos libros para terminar, y no tenemos nuevos encargos. Los libreros están perdiendo su fe en Encuadernaciones Damage. Herzina ya no nos compra. Chancellors nos ha abandonado. Barker & Bobbs simplemente nos ignora. El único que nos queda es Diprose, Charles Diprose. Es un especialista en libros de medicina, anatomía y esas cosas. No tiene sentido que vaya a verle ahora, pero he oído decir que apoya a los sindicatos.
—Podríamos mudarnos —dije tímidamente tras una pausa.
A cualquier persona sensible no le hubiera parecido una idea tan mala. Hacia el norte, cerca del río, o hacia el sur, cerca de las fábricas; el ambiente sería más insalubre, pero la renta bajaría sensiblemente. Claro que eso también implicaría un descenso en nuestro estatus: mudarse a una propiedad que costase menos de diez libras al año equivalía para Peter a perder su derecho votar. El alquiler de nuestra casa costaba veinticinco libras al año, y una reducción de ocho o diez libras hubiera sido una ayuda significativa.
—Es ridículo —fue lo que me respondió—. Completamente ridículo. ¿Acaso tengo que volver a explicarte el daño que representa para nuestra posición social mudarnos a un lugar más barato? Te suplico que no intentes reflexionar más allá de las capacidades de tu sexo y de tu experiencia, y que reconozcas lo que significa perder nuestra casa y nuestra posición. Significaría que hemos fallado, sería indecoroso, indigno de un... de un verdadero hombre. ¡Tenemos un apellido respetable, y debemos preservarlo cueste lo que cueste!
Pero Damage no era un apellido respetable, y no tenía sentido pretender lo contrario. «¿Dónde está el daño?»
[1]
, preguntaban tarde o temprano todos los libreros aspirantes a cómicos cuando venían en busca de sus libros, siempre creyéndose originales. Y en cuanto a mí, en el momento en que me casé me convertí en una mercancía dañada. Mi madre, la institutriz, solía decir: «¿Damage?
Dommage!»
[2]
, y yo sabía a qué se refería. Además, Peter nunca estuvo ansioso por continuar la línea de su apellido. En nuestra noche de bodas me llevó a nuestra habitación, donde había preparado un baño, y esperó fuera mientras me ordenaba a gritos que me frotase bien en todas partes con jabón fénico y bicarbonato. Cuando estuvo completamente satisfecho de mi limpieza, realizamos el acto en el que Lucinda fue concebida, pero antes de que yo pudiese llegar al clímax Peter pensó que estaba teniendo un ataque y que, como mi abuelo, tendría convulsiones. Lo hicimos otras dos veces después del nacimiento de Lucinda, ambas precedidas de jabón fénico y bicarbonato, lo que quizás explica mi aversión a las tareas de limpieza. Recuerdo haberle propuesto una tercera vez, algunos meses después, a lo que me respondió sorprendido: «¿Para qué quieres hacerlo?», como si le hubiese propuesto robar un globo aerostático para ver si podía llevarnos a la luna. Era una actitud inapropiada para una madre y esposa respetable. Poco a poco aprendí a no desearlo, y si alguna vez osaba proponerle tener más niños, Peter me hacía callar, preguntándome para qué quería traer más niños a este terrible mundo, antes de responder él mismo a la pregunta. Me decía que no quería que yo muriese dando a luz a nuestro décimo hijo, como le sucedió a su madre, que los dejó a él y a los siete que sobrevivieron al cuidado de su hermana. Y cuando ésta partió para trabajar de sirvienta, la responsabilidad no recayó sobre Peter, Tommy o Arthur, los mayores, sino sobre Rosie, que a los diez años debió cuidar de todos ellos. Al menos por aquel entonces, Peter ya trabajaba de aprendiz en el taller de encuadernación de mi padre, y Arthur preparaba su ordenación sacerdotal de la mano del obispo de Hadley, quien protegía a su familia, por lo que la vida ya era menos hostil para los Damage.
Peter llevaba callado un buen rato. Yo no creía que estuviese analizando mi equivocada sugerencia. La verdad era que Lambeth no había sido lo que esperábamos. Elegimos el lugar con la mejor de las intenciones: Peter era aprendiz en el taller de mi padre en Carnaby Street, y vivíamos en el piso de arriba, hasta que tuvimos que comenzar a buscar nuestra propia casa debido a mi embarazo. En ese momento mis padres murieron: mi madre de cólera, por haber bebido de la famosa bomba de agua de Broad Street, y mi padre poco tiempo después, a causa de una enfermedad pulmonar, aunque yo sospechaba que su corazón roto había tenido algo que ver. Yo estaba embarazada de cuatro meses. Podríamos habernos quedado en Carnaby Street, puesto que ya no necesitábamos mudarnos por falta de espacio, pero Peter estaba decidido a llevar a su preciada esposa y a su futura hija a un lugar más limpio. Elegimos Lambeth porque la Compañía Southwark & Vauxhall brindaba el servicio de aguas, y las cañerías llegaban a todas las casas, pobres y ricas, grandes y pequeñas. Pero los miasmas de la ciudad seguían envolviéndonos como un velo opaco, y con todos los pobres y huérfanos, y los tañidos de las campanas del hospicio, era como si nunca nos hubiésemos movido del Soho. Además, no nos iba mucho mejor que a los habitantes del hospicio: era todo lo que podíamos permitirnos, y todo lo merecíamos. Mientras andábamos recorriendo el barrio en busca de un lugar razonable, en la delgada franja de salubridad entre el río, al norte, y las barriadas infectas del sur, las palabras de William Blake comprimieron mi pecho:
Hay en Lambeth un grano de arena que Satán no puede encontrar. Tampoco sus demonios lo encuentran: es transparente y tiene muchos puntos de vista.
Pero en la época de Blake, en su casa en Hercules Place, Lambeth todavía era un lugar bendito: para él era un lugar sagrado. Pero para mí era tan difícil como para Satán encontrar ese grano de arena, e Ivy Street y la protección de la señora Eeles frente a posibilidades más sórdidas parecía ser lo máximo a lo que podíamos aspirar.
Peter seguía sin decir nada. Sin pensarlo, pero de alguna manera reconociendo la necesidad de reducir los gastos, me puse de pie y bajé la intensidad de la lámpara. La habitación se oscureció, y parecía más pequeña a medida que aumentaban las sombras danzantes del fuego.
Miré a mi esposo, quien no me miraba, a través de la penumbra. Pasamos el resto de la noche escuchando el golpeteo de la lluvia sobre los adoquines.
Si aquella noche se iluminaron las calles de Lambeth, no fue para nosotros.
¿Qué hay en la alacena?,
preguntó Azucena.
Un codillo de ternera,
respondió su compañera.
¿No hay nada más?,
preguntó Tomás.
Es suficiente,
dijo Vicente,
y todos se fueron rápidamente.
Ni Sven ni Jack aparecieron por el taller a la mañana siguiente, y Peter salió poco después de la hora a la que deberían haber llegado. Yo confiaba en que fuese a ver al tal Diprose que había mencionado, el de los libros de medicina, pero Peter no regresó, ni siquiera por la noche. A decir verdad, yo estaba bastante agradecida, ya que nuestras reservas de comida habían disminuido, y él era el principal consumidor. Ocupé todo el día en incrementar el ahorro de la casa: el papel que guardaba para encender el fuego lo vendí al ropavejero junto con todos los trapos y restos de tela que no necesitaba para quitar el polvo. Mezclé los contenidos de tres cajas de galletas y dos tarros de mermelada y también se los vendí, junto con dos jarras de peltre. Incluso hubiera vendido los restos de nuestra comida, pero los necesitábamos para alimentarnos. Corrí hacia la puerta cuando escuché sonar el timbre y el grito «¡Ropa vieja!»; era el judío que siempre llevaba veinte sombreros apilados en la cabeza como la torre de Pisa. Le vendí el sombrero de verano de Peter, dos de mis tres gorras, una sábana, unas enaguas y medio litro de grasa para freír. Limpié la casa lo mejor que pude, y puse en la mesa nuestro mantel más blanco y más limpio. Para mí era muy importante que a su regreso, Peter pudiera seguir confiando en su propio hogar. Con todo el dolor y la inseguridad de su vida comercial, sería aquí, entre los dioses del hogar, donde podría encontrar paz y tranquilidad. Porque esta falta de trabajo nos costaría mucho, y pondría a prueba su entereza como hombre.
Confié en que al día siguiente regresaría trayendo buenas noticias, y que yo no tendría que preocuparlo con asuntos de mujeres, como el precio de la comida, o el estado de mis cacerolas, o la nueva visita de la señora Eeles, justo después de irse el ropavejero. Además, había trabajado duro para crear un ambiente industrioso, prometedor, alegre y austero. Incluso había pensado en servir a Peter su tostada fría y no muy fresca, para hacer durar más la mantequilla: no quería que mi esposo se preguntase si su pobreza era culpa mía.
Pero cuando no regresó al día siguiente, ni por la noche, comencé a preocuparme. Examiné todo lo que teníamos en los dos dormitorios para ver qué podía vender. Allí guardábamos las cosas de menor calidad, ya que Peter quería que el salón mostrase nuestra mejor cara a la sociedad. Recuperé una jarra del lavabo en la habitación de Lucinda, una jabonera de nuestra habitación y una de nuestras dos tazas de baño. No podíamos prescindir de los orinales, ni del baño de asiento de hojalata, pero hurgué en el botiquín para vender el instrumental médico con que habíamos intentado curar sin éxito los reumatismos de Peter: vendas, cintas de sangría, tijeras, cucharas, compresas y botellas vacías, que metí en la jarra para dárselas al ropavejero. Las habitaciones ya estaban bastante vacías, sin cuadros que descolgar de las paredes ni alfombras de valor. Mientras bajaba las escaleras cargando mi botín, comprendí que ignoraba intencionadamente la maleta de mis padres, que estaba en el trastero. Apenas recordaba su contenido, pero junto al brazalete hecho con los cabellos de mi madre que llevaba en la muñeca, era lo único que me quedaba de ellos.
Sin embargo, los sentimientos no son más fuertes que el sentido práctico, así que volví a subir las escaleras, me dirigí a la otomana que había a los pies de nuestra cama y saqué varios metros de crepé negro. Era el velo que había llevado cada día durante los seis meses que siguieron a la muerte de mis padres, y que estaba guardado desde hacía casi cinco años. Se había vuelto áspero, tieso y quebradizo, como si se hubiese oxidado. Lo llevé al salón y Lucinda me ayudó a extenderlo y pasarlo lentamente sobre el vapor del hervidor. Luego lo salpicamos con alcohol, lo enrollamos en el
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y lo colocamos cerca de la chimenea para que se secara. A la mañana siguiente, Peter seguía sin aparecer, lo desenrollamos, lo ventilamos junto al fuego y salimos a la calle.