La encuadernadora de libros prohibidos (5 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Llamamos a la puerta de la señora Eeles. La abrió con cuidado, como temiendo que fuésemos zorros listos a atacar su gallinero.

—Me habéis cogido por sorpresa. Entrad, queridas.

La señora Eeles estaba magnífica sin su capa de luto: llevaba un vestido negro gastado con lazos y unos enormes moños deshilachados que recogían su dobladillo en grandes presillas, bajo las cuales se adivinaban los bordes de sus enaguas de gasa negra. Llevaba puestos unos quevedos, y en sus dedos se acumulaban anillos de azabache.

—Santo Dios, ¿qué es lo que traéis? ¿Es un...? ¿Realmente...? ¿Puedo echar un vistazo ?

Extendimos el velo sobre el sofá tapizado de flores gastadas. La habitación era sorprendentemente colorida para alguien tan preocupado por la muerte: los antimacasares eran blancos ribeteados con cintas de color lavanda, la alfombra era de un azul profundo, y todas las superficies estaban cubiertas de chismes y figuritas. Dos ponis haciendo cabriolas, tres lechuzas de cristal, un violín en miniatura, una colección de dedales, una serie de cucharillas de plata con mango de hueso, una pila de libros de plegarias... También había un tablero de ajedrez con todas las piezas dispuestas que, junto a un gran conjunto de fotos enmarcadas, era la única fuente de color negro de la habitación.

—¿Qué me has traído, cariño? —preguntó la señora Eeles.

—Es un crepé muy fino, que compré nuevo. Sólo lo llevé durante seis meses. Esperaba... no, me preguntaba si podría interesarle.

—¿Un solo luto?

—En realidad, dos. Pero se superpusieron —hice una pausa. Había imaginado que cuanto menos usado, mejor. No se me había ocurrido que varios lutos podían tener un efecto acumulativo, que los sentimientos perdurarían y, en algún momento, podrían producir algún tipo de emoción—. Usted sabe, mis padres...

—Oh, mi pobre muchacha. Dios bendiga tu alma huérfana.

—¿Usted... usted cree que podría tomar esto como pago de la renta?

La señora Eeles, pensativa, pasó los dedos por el velo, acercó su cabeza a la tela y la olisqueó sonoramente.

—Te daré dos meses a cambio.

Yo estaba tan sorprendida que ni se me ocurrió regatear.

—¡Gracias! Dos meses, sí, pues, ¡gracias, señora Eeles!

Yo todavía me tambaleaba cuando escuché la voz de Lucinda:

—¡Mira, mamá, está durmiendo!

Las fotografías sobre la mesa redonda del otro lado de la habitación habían llamado la atención de Lucinda, pero yo estaba distraída, y me preguntaba si no era demasiado tarde para pedir tres meses de renta. Jugueteé con el brazalete de mi madre como pidiéndole disculpas: nunca lo vendería, pero si la señora Eeles lo tomase a préstamo, quizá me daría media corona por él y podría recuperarlo más adelante.

—¡Y éste también duerme!

—Son querubines durmientes. ¿No son preciosos? ¡Sobre todo sabiendo que se han ido! Si no te lo digo no te das cuenta, ¿verdad?

—¿Ido? —preguntó Lucinda.

—¡Muertos! —respondió la señora Eeles—. ¿A ti ya te han hecho un retrato?

Lucinda negó con la cabeza.

—Claro que no. Tu mamá no cargará con esos gastos hasta que tengas al menos doce años, por supuesto. Pero si te murieras antes, ella querría un recuerdo tuyo, ¿no crees?

—¡Señora Eeles!

—¿Son sus hijos? —continuó Lucinda.

—¡Lucinda! —exclamé—. ¡Ya basta!

La verdad sea dicha, era a la señora Eeles a quien quería regañar.

—No, cariño. Nunca tuve la fortuna. Son los niños de mi pobre hermana, que en paz descanse, algunos primos y otros familiares más distantes e inquilinos. A todos los he conocido, por supuesto, por carta o en persona, si no, no sería apropiado, ¿no crees? Mira éste de aquí: explotó con un barco de vapor mientras su madre lo saludaba con un pañuelo moteado. Nunca hay que utilizar un pañuelo moteado, trae muy mala suerte.

—Realmente debemos irnos, señora Eeles. Gracias, de verdad, muchas gracias. Vamos, Lucinda.

Abrí la puerta de la calle, y desde lo alto de las escaleras descubrí que la señora Eeles tenía vista directa a la plataforma del Ferrocarril Necropolitano y a la sala de espera para los anglicanos, aunque no a la sala inferior, reservada a los inconformistas
[3]
.

—Claro, queridas. Gracias por pasar a visitarme. Sois bienvenidas cuando sea, ya sabes. El velo es adorable, Dora, eres un tesoro. Siempre supe que los Damage no erais como los otros...

Cuando regresamos a casa Peter seguía sin aparecer, y temí por su seguridad. Aquella noche conocí la tortura de una madre que no puede alimentar a su propia hija, al ofrecerle como única cena un plato de pan duro y unas cortezas de queso, que Lucinda comió rápido como si se tratase de buñuelos de manzana con natillas. Yo no podía sino mirarla y sentirme vacía, pues había comido la corteza del pan dieciséis horas antes. Le dije que no tenía hambre, que me dolía la barriga y que tenía unos peniques para comprar algo mejor por la mañana.

Mientras la acostaba aquella noche, un tren salía de la estación de Waterloo a la distancia.

—Mamá... —dijo en ese tono de voz importante que anuncia una pregunta hermética.

—¿Qué sucede, cariño?

—¡Acaba de pasar un tren!

—Ya sé.

—¿Mamá?

—¿Sí?

—¿Es un tren de muertos?

—Querida, duérmete.

—¿Es un tren de muertos, mamá?

—No, cariño —dije suspirando—. Los trenes de los muertos no pasan de noche.

—Pero, mamá, ¿y si es un tren especial, que sólo funciona esta noche?

—No creo que eso sea posible.

—Puede que sí, si muchas personas se mueren en la misma noche.

—Puede ser, pero eso no ha sucedido hoy.

—¿Y si es un tren que no lleva fantasmas?

—Ningún tren lleva fantasmas.

—Sólo personas muertas.

—Sí, y también algunas vivas. Ahora calladita y a...

—Pero, mamá, ¿qué pasa si el tren de los muertos salió de la estación con un muerto, y otras personas vivas y muertas, pero el espíritu del muerto se quedó en el andén?

—Lucinda, mi amor, no deberías preocuparte por esas cosas.

—Pero ¿y si pasara, mamá?

Apoyé mi mano sobre su pecho.

—Pues bueno, sería una situación complicada. Pensemos. ¿Por qué un espíritu querría quedarse atrás? ¿No preferiría quedarse con su cuerpo hasta que lo entierren, y después irse al cielo?

—Pero, mamá, puede que no le gusten los trenes. Quizá le parezca que van demasiado rápido.

—¿Y por qué habría de preocuparse por ello?

Quise añadir que de todas formas ya estaba muerto, por lo que no le daría miedo morir, pero me pareció que era llevar la explicación demasiado lejos.

—Mamá, ¿los fantasmas deben sacar billete, o sólo sus cuerpos?

—Creo que sólo los cuerpos, pero son las personas vivas quienes lo sacan en su lugar.

—¿Y si al fantasma no le dejan comprar el billete? ¡No le dejarían subir al tren!

—No. Pero no creo que...

—Mamá, ¿y si el espíritu no puede subir al tren, y no sabe adónde va el tren, y no puede seguirlo, y acaba entrando en mi habitación por la ventana?

—¿Y por qué haría eso?

—Porque aquí se está bien, y quizá quiera alegrarse un poco si acaba de morirse y perder a su familia, y tal.

—No creo que eso suceda.

—Pero podría. ¿Y si sucede? Mamá, ¿tú vendrías rápido y le mostrarías cómo salir de aquí?

—De inmediato. Le preguntaría por qué pared entró, y lo enviaría de vuelta por allí, con un mapa del cementerio al final de la línea. Y ahora, mi amor, a dormir.

La volví a besar mientras la escuchaba suspirar.

—Buenas noches, mamá.

Salí de puntillas de su habitación.

A la mañana siguiente seguíamos sin noticias de Peter, así que Lucinda y yo volvimos a salir. Las puntas de nuestras botas asomaban debajo de nuestras faldas y volvían a ocultarse mientras avanzábamos por los adoquines mojados, encorvadas y con la cabeza gacha a causa de la lluvia. Primero llevamos algunas cosas para venderle a Huggitty, un trapero ambulante. Era el tipo de comerciante que vende todo lo que puede conseguir: fue a él a quien hacía tiempo le había comprado el piano por algunos peniques. En nuestra época de novios, Peter siempre me sorprendía con nuevas partituras que había encuadernado especialmente para mí, y decía que sólo en los salones de los pobres faltaba un piano. Preocupada por su dignidad y por el placer de Lucinda, no pensaba revenderlo. A cambio, llevamos a Huggitty el botín del salón: un paragüero, nuestros antimacasares bordados, el reloj de mármol negro de la repisa de la chimenea y uno de mis dos vestidos bonitos. Incluso preparé una lista de los objetos del taller de encuadernación, pero aunque Huggitty era cruel y deshonesto y me había dicho que yo era «una verdadera joya», incluso si hubiese encontrado a alguien con más escrúpulos que Huggitty, yo sabía que los marcos anticuados, las herramientas y las prensas no valían nada. No desde que los libreros esperaban que los encuadernadores tuviesen guillotinas, máquinas para coser y váyase a saber qué más.

Al salir de casa de Huggitty tuvimos que concentrarnos para ignorar el olor que salía de la panadería de al lado, consolándonos con la certeza de que utilizaba la peor harina de todas las panaderías de Lambeth. Atravesamos la lluvia, con las puntas de las botas entrando y saliendo de las faldas, rumbo a nuestra siguiente destinación: Sam Battye, el carnicero. Me autorizó a colgar un anuncio ofreciéndome como profesora de piano, ya que no podía permitirme pagar las tarifas de la
Lambeth Local Gazette.

Dentro y fuera, dentro y fuera... Yo observaba las puntas de mis botas como si en ello me fuera la vida, aunque de vez en cuando levantaba la cabeza y miraba a mi alrededor buscando a Peter entre la multitud, en los callejones o en las entradas de los edificios. Dentro y fuera, dentro y fuera, un ritmo regular que ocultaba el ruido de nuestras tripas y el golpeteo incesante de la lluvia. Intenté distraerme pensando en cómo sería llevar uno de esos miriñaques que sostienen la falda, para que nada pueda rozar las piernas. No me gustaría, recuerdo que pensé, porque tendría las piernas mucho más frías. Me quedo con mis enaguas de crin de caballo. Pero luego me di cuenta de que podría quedarme con mi enagua de crin de caballo, incluso si tuviera un miriñaque, y llevarla debajo para abrigarme; absorbería las salpicaduras de los charcos sin que nunca nadie lo supiese.

Nos dirigimos hacia un cartel con tres bolas doradas dibujadas que marcaba la entrada de la casa de empeños; como de costumbre, ésta se encontraba junto a una licorería. Una vez dentro, nos sentamos en un cubículo y esperamos nuestro turno en aquel ambiente lúgubre.

—¿Cómo que sólo siete? ¡La semana pasada me dio ocho chelines por el vestido! Sabe que volveré el lunes, soy un buen negocio para usted. ¿Qué demonios pretende?

Vimos cómo el empleado negaba con la cabeza y repetía «siete» a una mujer sin cabellos y con un ojo morado.

—¿Y la cena del domingo? ¡Piense en ello! ¿No tiene corazón?

Luego le tocó a un hombre prácticamente desdentado, que depositó dos pares de pequeños zapatitos sobre el mostrador, recogió sus dos chelines y salió a tumbos rumbo a la licorería. Luego vino otro, que se quitó el abrigo, el cinturón y las botas y observó cómo sus prendas eran empaquetadas y etiquetadas. No pude evitar mirarle fijamente mientras salía cojeando, los dedos de los pies asomando de sus calcetines raídos, sosteniéndose el pantalón con una mano y agarrando los peniques con la otra, también rumbo a la licorería.

—Olvidó empeñar su pañuelo —nos dijo el empleado cuando se acercó a nosotras—. Ya volverá más tarde.

Temblé al pensar en lo que le quedaba por empeñar. Si los prestamistas aceptasen su ropa interior, sin duda aquel hombre era capaz de regresar desnudo a su casa a cambio de llenar su barriga de cerveza.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó silbando entre sus dientes separados mientras yo colocaba sobre el mostrador dos sólidas cucharas de plata en cajas de terciopelo rojo, un florero plateado, unos pendientes de perlas y una pequeña caja de música con incrustaciones de nogal. El empleado mordió las perlas, pasó los dedos por las cucharas y las miró a contraluz con una lupa, y verificó el mecanismo de la caja de música—. Diez chelines —dijo finalmente.

Yo estaba boquiabierta.

—¿Por todo esto? ¡Valen mucho más! ¡Necesito al menos una libra!

Él parecía insensible a mi indignación, y clavó la vista en el mostrador; lo que fuera que yo pudiese decirle, ya lo había escuchado antes.

—Cuanto menos le dé, menos tendrá que pagar para recuperarlo todo —contestó con filosofía.

Finalmente acepté los diez chelines, que eran mejor que nada. Sentía las monedas tintineando en mi bolsa, así que propuse a Lucinda que eligiese lo que más le gustara en la panadería. Cogió una porción de tarta de albaricoques y una rosquilla. No compré nada para mí, pero me lamí el azúcar de los dedos tras pasarle a Lucinda sus pastas. Intenté calcular cuánto debíamos para saber qué podía permitirme comprar de cena, pero tenía mucho miedo a descubrir la verdadera profundidad de la penuria en que nos encontrábamos. Dentro y fuera, aunque ahora más lentamente, las puntas de nuestras botas avanzaban sobre los adoquines, esquivando estiércol y frutas podridas mientras rodeábamos el Teatro Real en dirección a New Cut. Observé a los afiladores y hojalateros, y a los gitanos que reparaban sillas sentados sobre fardos de mimbre bajo la lluvia, erguidos como gallos, y me pregunté cómo hacían para vivir sin dinero, y qué haría yo en esa situación. Nos abrimos camino entre los puestos de ropa de mala calidad, zapatos y ferretería y buscamos a los tenderos más amables, a quienes compramos unas anguilas estofadas, medio kilo de patatas, media docena de huevos, mantequilla y cosas por el estilo.

Regresamos a casa con nuestras vituallas, que Lucinda colocó en su sitio mientras yo rascaba el depósito vacío de carbón en busca de algo con lo que encender el fuego. En aquel momento alguien llamó a la puerta y entró sin esperar a que yo abriera, casi golpeándome el rostro con ella. Era un hombre alto, de ojos grises y hundidos y mentón saliente, que se puso a recorrer el salón, olisqueando los muebles como un perro buscando dónde orinar.

—¿Señora Damage? Vaya, encantado. Ahora es usté que nos debe. ¿Qué tiene pa' dar?

—Perdone, pero ¿quién es usted?

—No, perdone usté. Skinner, pa' servirle.

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