La encuadernadora de libros prohibidos (54 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—No —respondió.

—No te estoy acusando, Din.

—Mejor así, porque te he dicho la verdá. Las mujeres me tocaban, pero nunca hicimos «eso».

La verdad era que ya no me importaba. Sólo quería recuperar a Lucinda, pero cada segundo que pasaba yo retrasaba más a Din. No podíamos perder ni un instante.

—Será mejor que sigas tú, Din —admití al fin—. No me acompañes hasta Lambeth. Llegarás más rápido si te vas ahora.

—No voy a deja'te sola en la calle a estas horas de la noche —dijo cogiéndome del brazo—. Si nos apresuramos no tardaremos tanto.

Avanzamos por el Strand cogidos y desde allí hasta mi casa, donde Sylvia y Pansy estaban sentadas esperándome. Sylvia me abrazó y me llevó junto al fuego, y Pansy me ofreció una franela caliente para calmarme los nervios. Juntas las tres, esperamos a Din toda la noche, hasta que el amanecer comenzó a extenderse por las calles de la ciudad, deseando tener noticias de Lucinda. Mientras, les conté lo que había sucedido. Me preocupaba cuándo vendrían a arrestarme, cómo caería sobre mí la venganza de Holywell Street, si Din encontraría a Lucinda a tiempo, y si debíamos escapar y adónde.

A su vez, Sylvia me contó que había comenzado a inquietarse cuando Lucinda y yo no regresábamos. La embargó la terrible sensación de que nuestra ausencia era culpa suya, luego esa sensación se convirtió en horror. Lo primero que pensó fue ir a Berkeley Square.

—¿De verdad hubieras hecho eso?

—Sí, claro. En ese momento me sentía invencible, y utilizar esa fuerza para salvarte era como una redención para mí. Pero no ignoro mi debilidad, y sabía que no me dejarían cruzar la puerta de la calle.

—Entonces fuiste en busca de alguien que supiera entrar y salir de tu casa a hurtadillas.

—Sí. Supongo que finalmente aquellas veladas sirvieron de algo —reconoció apesadumbrada.

—¿Cómo le encontraste?

—Busqué su dirección en tus archivos. Me facilitaste las cosas...

Tenía razón. No hacía tanto, yo misma había verificado su dirección.

—Pero él no estaba cuando yo fui —dije—. Tenía que estar a bordo de un barco.

—Dios dispuso las cosas de otra manera —afirmó Sylvia, sin satisfacción.

Yo no era capaz de sonreírle, pero sí de ser cordial con ella, y le estaba profundamente agradecida. Imaginé lo difícil que la habría sido ir desde Ivy Street hasta aquella zona olvidada, trotando sobre los adoquines, esquivando golfillos e ignorando comentarios vulgares. No pensé que tuviera tanta fuerza interior.

—Y él vino por mí.

—Por supuesto —dijo Sylvia.

—Era peligroso —argumenté.

—¿Acaso dudas de sus sentimientos por ti? —me preguntó. Como no respondí, insistió—: ¿Lo sabes, no Dora?

Yo seguía sin poder responder.

—¿De verdad lo habrías matado? —me preguntó Sylvia cambiando de tema.

Al principio no comprendí qué me preguntaba, pero sabía que la respuesta era sí, por supuesto que sí, si sir Jocelyn no me hubiese sugerido lo del cloroformo. Podía escoger entre el bien y el mal, y sabía que el bien no me serviría de mucho. De todas formas, lo había matado, muy a mi pesar.

Sylvia se mantuvo en silencio un momento, y luego afirmó solemne:

—Creo que Jocelyn sabía lo que hacía cuando te propuso utilizar el cloroformo. La dosis debe ser administrada con exactitud, y él sabía que tú bañarías a Charles en cloroformo, y que eso lo mataría.

—¿Pero por qué lo hizo, si vio que de todas formas pensaba matarle?

—Eso no lo sé —respondió Sylvia—. La mente de mi esposo es un misterio para mí.

Una vez más, nos quedamos en silencio, esperando. Imaginé a Din en el local del artista japonés, y a éste gesticulando y farfullando, con su minúscula y arrugada esposa haciendo reverencias a su lado. Recé para que Din tuviera razón, que fuera allí donde yo había estado, y que pudiesen indicarle el paradero de Lucinda. Y mientras rezaba me descubrí haciendo ruidos extraños, y comprendí que sollozaba, y que el dorso de la mano que me había pasado por los ojos estaba húmedo.

Sylvia se puso en pie y se acercó a mí, arrodillándose junto a mi silla.

—¿Por qué no vas a llorar tranquila a tu rincón preferido? —me propuso.

Me acarició el cabello y limpió una lágrima con el dedo. Ignoraba de qué me hablaba, y debí de mirarla con expresión de desconcierto.

—¿Dónde vas a llorar, Dora? —preguntó—. Todo el mundo tiene un lugar privado donde poder llorar tranquilo, ¿no es así, Pansy? Yo lloraba en el baño, cuando tenía baño.

—Sí, lo vi. Es muy bonito.

—Es cierto —dijo Sylvia, y suspiró.

—Yo lloro bajo las sábanas, por la noche —intervino Pansy—. O cuando saco la basura. Pero tengo que ser rápida. No hay un lugar en el que llorar ni en mi casa ni en la fábrica. También cuando camino lloro mucho, así la gente no me molesta. Se quedan mirando, creyendo que porque lloro no los veo, pero finalmente no se me acercan.

—Por una vez, hazte un favor —me ordenó Sylvia—: Ve a buscar un lugar donde llorar tranquila. ¿De qué tienes miedo? Las lágrimas son sólo agua y sal.

Supe adónde tenía que ir. Me recosté en la cama de Lucinda y lloré hasta humedecer el colchón, lo que sería un fastidio para Pansy, pero a mí me ayudaba. En algunos momentos temía no detenerme nunca. Era como si hubiera olvidado ser discreta. Tenía los párpados y la piel bajo la nariz irritados, y deseaba hundir la cara en el delicado cabello de mi niña.

Finalmente me levanté de su cama, furiosa ante mi indulgencia. Sentía los brazos extrañamente ligeros y el pecho me quemaba. El dolor me envolvía como la niebla mientras vagaba por la casa, recogiendo y acomodando las cosas de Lucinda de aquí para allá una y otra vez. Escondí a Mossie encima del armario, para evitar tomarla con ella. Luego la dejé en la otomana. Después la llevé al depósito de carbón. Cualquier cosa con tal de hacer pasar el tiempo.

Sylvia y Pansy me observaban mientras cruzaba el salón.

—¿Por qué no os vais a dormir? —les propuse.

«Compartimos tu pena», me decían sus rostros. Estaban conmigo, aunque el dolor no era el mismo. Me daban a entender que no pretendían saber cómo me sentía, sino sólo acompañarme.

En aquel momento se abrió la puerta de la calle y entró Din con un bulto en brazos. Del bulto asomaban una pierna, un brazo y un mechón de pelo rubio. Corrí hacia él para ayudarle a ponerla junto al fuego.

—¿Está viva?

—Está durmiendo, seño'a. Sana y salva.

Me arrodillé junto a ella y apoyé una mano en su espalda.

—¿Dónde estaba? —pregunté a Din.

—Todo el tiempo estuvo en el local de tatuaje. Diprose le dio dinero a la mujé y le dijo que cuidara de la niña hasta que él regresa'a.

Temblé al pensar en lo que le habría sucedido si Diprose hubiese preferido «disponer» de ella como de su madre. Hubiera sido tarea fácil en Limehouse.

Como cualquier mañana soleada, Lucinda despertó en ese instante.

Se movió bajo la palma de mi mano y se desperezó. Abrió los ojos, los cerró un momento y finalmente los abrió por completo. Se humedeció los labios, volvió a estirarse y se volvió hacia mí, mirándome con sus enormes ojos azules. Nadie osaba mover un músculo. Lucinda giró la cabeza para ver quién estaba sentado a su espalda, y yo acerqué mi rostro para que pudiese verme claramente. Me sonrió y me cogió el rostro con las manos. Volvió a cerrar los ojos, bostezó y recorrió el salón con la mirada, estudiando a los presentes.

—Mi niña, mi niña —susurré—. Lucinda, mi Lucinda, ya estás a salvo. Estás en casa.

Lucinda dijo «Mamá» y me sonrió, acomodándose sobre su espalda para quedar frente a frente conmigo. Cerró los ojos y yo le cogí la mano. No existía ni lo bueno ni lo malo, ni lo correcto ni lo malvado, ni nobles ni salvajes, ni viejos ni jóvenes. Sólo Lucinda y yo.

—¿Adónde se fue Din, mamá? —preguntó un momento después.

Miré a mi alrededor.

—Ve a ver si está en el taller, Pansy.

Pero no estaba allí. No se le veía por ninguna parte.

—Debe de haberse escabullido —dije—. Sabe hacerlo muy bien...

Me preocupaba no haber advertido su partida, ni haberle dado las gracias, pero tenía a Lucinda conmigo. Sentadas, con las manos entrelazadas y los rostros brillantes tras derramar tantas lágrimas, me parecía que mi niña había nacido de nuevo. Contrariamente a lo que mi madre me había enseñado, al fin sentía que tenía todo lo que deseaba, al menos hasta que viniese a buscarme la policía para aplicarme algo similar a la justicia.

24

¿Quién eres tú? Soy un hombre mugriento,

siempre lo he sido, desde mi nacimiento.

Mi madre y mi padre lo fueron antes que yo.

El agua, fría o caliente, jamás me tocó.

Julio de 1865. Acabo de tener un encuentro extraordinario que necesito contar aquí, ya que por fin la historia parece llegar al final. Pero antes, necesito volver a los últimos años.

Comencé a escribir este diario poco después de recuperar a Lucinda, mientras me ocultaba esperando que llamasen a mi puerta. Escribir me mantenía ocupada, aunque era un intento vano de dar sentido al último año de mi vida. Me topé con este pequeño cuaderno de notas perdido en un cajón del taller: una farsa hecha con cuero, seda y oro titulada BANTA BIBLLA. Las páginas estaban en blanco, como si se tratase del libro que san Bartolomé había ofrecido a alguien para su vida futura. Pero ese alguien finalmente no vino o cambió de idea en el último momento, eligiendo el libro que ya estaba escrito de antemano. En todo caso, era como si me hubiese dejado sus descartes, y el libro en blanco me tocaba a mí. Era el único libro que había encuadernado para mí, no para otro, ni para venderlo, así que sabía cuál debía ser su función.

No volví a ver a Din. El hermano de Pansy oyó que finalmente había ido a Bristol y de allí a Estados Unidos. Aunque yo sabía que aquél era su destino, no podía evitar pensar que se había sacrificado por mí. Quizás incluso fuese una estrategia por si alguien venía a buscarme: me daba la posibilidad de responsabilizar a un negro renegado del asesinato de Diprose. Seguramente sir Jocelyn hubiese apoyado mi versión, en tanto experto y único testigo. Yo era consciente del riesgo que había corrido al venir a Berkeley Square aquella noche, y de que habría matado por mí. Era también mi forma de consolarme diciéndome que me había amado. ¿Qué es el amor, después de todo? Él me lo había dicho: «¿El amor no es sacrificio? ¿No renunciamos a quienes amamos para probarles que son amados?». Sea lo que fuere, había momentos en que tenía la sensación de que mi victoria había sido más bien pírrica.

Pero nunca vino nadie a buscarnos, ni a él ni a mí. Como he dicho, me oculté durante un tiempo, escribiendo mi diario y fabricando cuadernos y álbumes para una papelería de Lambs-Conduit Street, y nadie vino a llamar a mi puerta. Cada día examinaba los periódicos por si aparecían noticias sobre la muerte de Diprose. Me enteré de quién ganó la copa de Ascot aquel año, de los progresos en la construcción del edificio que albergaría la Exposición Universal de 1862, de lo que se llevaría en París en verano, pero no de lo que le sucedió a Charles Diprose. Mis ojos recorrían los partes sobre la guerra civil en Estados Unidos; sin embargo, eran como cartas procedentes de un sistema solar lejano, que no dejaban rastro alguno en mi alma.

Un día, un artículo captó mi atención: «Reconocido juez muere en un trágico accidente». Decía lo siguiente:

Valentine, lord Glidewell, el juez más respetable de nuestro tiempo y una excelente persona, cuyo martillo de la justicia había castigado a los más terribles delincuentes de esta tierra, ha muerto en circunstancias trágicas. En un momento en que las autoridades reflexionan sobre la posibilidad de desplazar las horcas al interior de las prisiones y terminar con la tradición de las ejecuciones como espectáculos públicos, lo que ya no tiene cabida en sociedades modernas y civilizadas como la nuestra, el apreciado juez fue encontrado este jueves colgando de una viga de su despacho en Belgrave Square. Se presume que lord Glidewell, movido por la compasión y la consideración que le habían dado fama, se había propuesto sentir en carne propia lo que sufrían los criminales que había condenado a la horca, aunque su noble experimento tuvo el más trágico de los finales...

Pero sobre Diprose, nada. Probablemente su contacto en el Ministerio del Interior, un Noble Salvaje, el mismo que le sacaba de prisión cada vez que lo encerraban por obscenidades, había ayudado a enterrar el asunto. Después de todo, su fidelidad era con Knightley, no con Diprose, y tener una sociedad secreta debía de ofrecer ciertas ventajas. Quizá sir Jocelyn había donado su cuerpo a la medicina. A su manera, los dos eran eminentes anatomistas, por lo que Diprose debía servir a la causa lo antes posible, y evitar un esfuerzo innecesario a los profanadores de tumbas.

Averigüé dónde estaba encarcelado Jack, y le visitaba cuando podía. Sus cabellos se habían oscurecido, y sus músculos se habían desarrollado hasta parecerse a los de su padre. También era más reservado. Me contó que un carcelero amable le prestaba algún libro de tanto en tanto, y no mucho más.

Tras un tiempo prudencial, decidí ganarme nuevamente la vida; comencé a dar cursos de encuadernación para damas en South Kensington. ¡Cómo habían cambiado los tiempos! Las mujeres adineradas ahora decidían ocupar su tiempo libre aprendiendo manualidades, y me pagaban muy bien por ello. Veinticinco guineas por un curso de tres meses, cuarenta por seis meses y setenta por un año, más el coste de los materiales. El dinero sólo tenía importancia en función de lo que me permitía ahorrar para Lucinda. Pero los temores no me abandonaban, y temblaba imaginando lo que sucedería si mis estudiantes descubrían algo de mi pasado. O peor aún, si yo descubría las identidades de sus eminentes esposos, y resultaban ser...

Terminé cansándome de las damas; lo mío no era la enseñanza. Además, las palabras de Din seguían vivas en mí: nunca olvidaría aquel día en el taller cuando me citó a Ovidio, o las conversaciones en que me revelaba sus planes para construir el reino de los cielos en la tierra, en esta vida. Siempre había sido honesto consigo mismo, así que estaba segura de que era eso lo que estaba haciendo en Estados Unidos. Entonces, como prueba de amor y, en cierta forma, de compromiso con él, era también lo que yo debía hacer en Inglaterra, entre mi gente.

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