La encuadernadora de libros prohibidos (31 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—No. No es una cuestión de moral. Es sólo que... —pero lord Glidewell se había puesto de pie frente a mí frunciendo el ceño, y no pude continuar.

Comenzó a hablar como si dirigiese su discurso a las torres sombrías de los cuarteles de Knightsbridge a través de la ventana, pero sus palabras eran sólo para mis oídos.

—En cuanto juez, no soy ajeno a los horrores y placeres del lazo y otros instrumentos de tortura —rumió. Luego me aseguró gentilmente—: No son instrumentos apropiados para mujeres de su talento, y no quisiera que entrase en contacto con ellos, cosa en la que supongo coincidimos. ¿Me estoy expresando con claridad?

Tragué saliva y asentí. Su voz amable me adormecía. Tan amable que no conseguía comprender completamente su significado.

—Vaya, aquí está sir Jocelyn.

—¡Dora!

Me puse de pie mientras él caminaba hacia mí con una amplia sonrisa, deteniéndose sólo para dejar su vaso de oporto en el escritorio antes de extender los brazos y besarme firmemente en ambas mejillas.

—¡Está a salvo, mi querida muchacha! Qué horrible experiencia la que acaba de vivir. Pobre, pobre Charles. Pero usted, mi preciosa muchacha, ha escapado de sus garras. —Deslizó sus palmas por mis brazos, me cogió las manos callosas y ajadas y les dio unos golpecitos—. Mira estas hermosas manos, Valentine. Nuestro pequeño ángel encuadernador, que teje la más suave magia para nosotros, desde los más sorprendentes manantiales de su inspiración. Mmmm. Usted, señora Damage, es mi
magnum opus.
¡En qué gran mujer la hemos convertido! Tengo un regalo para usted, mi ángel. —Soltó mis manos para sacar del bolsillo de su chaqueta una larga cuerda dorada, al final de la cual había un pendiente color miel en forma de lágrima—. Es ámbar. Viene de África. —Sonrió, como recordando algo—. Me encanta el ámbar. Para mí, es como una mujer. ¿Sabía, Dora, que el ámbar tiene un aroma especial, un aroma secreto que sólo emana cuando el ámbar se calienta y se frota?

Sostuvo la gota con firmeza en la palma de su mano y la acarició vigorosamente con el pulgar y el índice, sin dejar de mirarme. Luego se inclinó, pasó la cuerda alrededor de mi cuello y la ató en mi nuca.

—¿Puede olerlo, Dora? —preguntó.

Pero yo no lo olía. Sólo sentía el aroma a tabaco especiado de sir Jocelyn, el perfume rancio que emanaba de su chaqueta de terciopelo y su aliento, en el que se mezclaban la dulzura fermentada del tabaco y el buen vino.

—Y quisiera que incrustara éstas en una encuadernación para mí —continuó poniendo en mi mano diez nueces de ámbar.

—Jocelyn —interrumpió lord Glidewell—, estaba intentando explicar a la señora Damage la gravedad de lo sucedido hoy.

—Desde luego, Valentine.

—Y tengo entendido que tienes información para la señora. No quiero apresurarte, pero debemos regresar a nuestra cena.

Sir Jocelyn miró a Glidewell un instante antes de volverse hacia mí.

—Dora, mi querida Dora —repitió.

Creo que estaba ligeramente borracho. Se sentó en el sofá, me hizo acercarme a él y volvió a acariciar mi mano.

—Dora —insistió.

—¿Sí, sir Jocelyn?

—Dora...

Pero nunca supe lo que tenía que decirme, pues, como si algo más urgente lo motivara, se puso de pie de golpe, recogió su vaso y se fue. Cuando pasó junto a Glidewell, le escuché murmurar por encima del hombro.

—Es tu trabajo sucio, Glidewell, no el mío.

Luego salió y cerró la puerta detrás de él con un chasquido como el de un arma al amartillarla.

Lord Glidewell permanecía impávido. Hizo una pausa para tomar un sorbo de oporto, chasqueó los labios y caminó por la habitación. Cuando comenzó a hablar nuevamente, lo hizo con un cuidado y precisión militares.

—No estoy familiarizado con la medicina, señora Damage, pero como juez, sé valorar la evidencia, y estoy convencido de que sir Jocelyn será considerado en el futuro el médico más relevante de su generación, el que cambió nuestra vida, o incluso nuestra época. La conmino a tener muy en cuenta lo que voy a decirle. —Tomé asiento, atenta y a la expectativa—. ¿ Sabía usted —continuó al fin— que sir Jocelyn ha encontrado una conexión importante y creíble entre el exceso de energía sexual a que puede estar sujeto un individuo y los ataques de epilepsia que sufre? Veo que finalmente he captado su atención. Me parece que usted no estaba al tanto de ello. Soy consciente de que se trata de un asunto delicado, pero ¿puedo preguntarle si Lucinda practica... digamos... el onanismo?

—No le entiendo —dije al fin.

Ya había leído anteriormente ese término en los libros de Diprose, pero no conseguía recordar lo que significaba.

—Pues entonces usaré un término más vulgar: masturbación. ¿Lucinda se masturba?

Me mantuve en silencio. No pensaba hablar de ese tema.

—Respóndame, señora Damage —insistió irascible lord Glidewell—. Tenemos la gran fortuna de contar con un experto de renombre en la materia. Se trata de una teoría interesante y creíble que está sacudiendo el mundo de la medicina. —Se estaba poniendo nervioso—. ¿Le ha confesado Lucinda sus fantasías sexuales? ¿Se ha insinuado a su padre, a Jack o a otro hombre? ¿Lucinda se toca, Dora? Dora, le pido que preste atención, ya que esto podría facilitar la cura de su hija.

—¿La cura? —Sin duda quería saberlo todo respecto de una posible cura, pero no podía imaginar cómo nos llevaría a ella este interrogatorio—. ¿Qué cura?

—Primero, es necesario diagnosticar el exceso, lo cual podemos hacer gracias al aparente éxito de su terapia de bromuro. El bromuro reduce el deseo sexual de inmediato. Si el tratamiento de bromuro es eficaz, lo más probable es que la causa de la epilepsia sea el exceso sexual. Por lo tanto, nosotros, o más bien sir Jocelyn, se vería forzado a realizar la operación necesaria. Se llama cli-to-ri-dec-to-mí-a. La clitoridectomía es bastante simple, y consiste en la escisión o amputación del clítoris. Los síntomas constitutivos como los de Lucinda son cada vez más identificables a partir de su irritación y su anormalidad —creo que en ese momento me puse de pie, temblando mientras él continuaba su sermón—, y la necesidad de extirpar el clítoris es cada vez más reconocida por eminentes cirujanos en casos tan diferentes como la disuria, la histeria, la esterilidad y la epilepsia. Por supuesto, su hija estará convenientemente anestesiada durante todo el proceso. —Volví a sentarme y a ponerme de pie—. Esto curaría definitivamente a Lucinda de su epilepsia y la inmunizaría contra futuros episodios convulsivos. ¿No ha visto los tesoros de sir Jocelyn?

—¿Tesoros? —conseguí decir mientras mi ser se tambaleaba.

—Vaya, pensé que había más complicidad entre ustedes. Sir Jocelyn posee una gran colección de clítoris conservados en frascos de cristal, junto con la renombrada «piel de hotentote». Estoy seguro de que se los mostrará si desea examinarlos con atención.

Si lo que lord Glidewell me contaba era cierto, toda la cruzada de sir Jocelyn por un mundo mejor había desaparecido, vacía de sentido.

—Lord Glidewell —dije temblando—. Lord... Glide... —escupí—. Si usted... o él... ¡o alguno de ustedes!... pone un solo dedo sobre Lucinda... ¡Iré directamente a la policía! ¡Puede amenazarme todo lo que desee, pero mantenga a Lucinda lejos de todo esto! —terminé gritando.

Lord Glidewell, por su parte, permanecía imperturbable. Incluso llegó a sonreírme mientras decía:

—Y la policía estará de acuerdo con la necesidad de la operación cuando descubran la fascinación de su madre por los textos sórdidos y lleguen a la lógica conclusión de que la sexualidad desbocada debe de ser un rasgo hereditario.

No podía articular palabra por miedo a desmayarme.

—Buenas noches, Dora.

Glidewell cogió mi mano y la llevó a sus labios, sin dejar de mirarme a los ojos. Me guió hasta el pasillo y se volvió para regresar al comedor, pero la puerta se abrió antes de que llegase a ella.

Un hombre al que no reconocí, de cabellos oscuros bien peinados y esmoquin azul, apareció en el marco de la puerta. Me lanzó una rápida mirada de arriba abajo y le dijo a lord Glidewell:

—Ah, Valentine... Espero que hayas recordado dejar claro a nuestra invitada que aún esperamos una prueba de la lealtad de su trabajador de color caoba.

No sabía cuál de los Nobles Salvajes era este hombre, pero había dejado de escuchar. Detrás de él pude distinguir una habitación larga y difusa, una mesa reluciente, hombres vestidos con terciopelo brillante, una llama encendiendo un puro, el destello del oro. Me sentía terriblemente incómoda al presenciar este encuentro de hombres. En cierta forma, era más vergonzoso que cualquiera de los libros que había visto hasta el momento. Pero no podía desviar la mirada, y los hombres también me observaban desde dentro, riendo según códigos fraternales que escapaban a los extranjeros.

Llevaba meses relacionándome con los deseos más íntimos de estos hombres, y sin embargo ahora los veía por primera vez. Mis ojos saltaron con promiscuidad de uno a otro, como si fuese posible emparejar sus gustos con sus apariencias. Todos sostenían vasos llenos de un líquido color sangre, y mientras Baco danzaba entre ellos sobre la mesa, Príapo, bien lo sabía yo, hacía cabriolas debajo. ¿A quién pertenecía la que parecía encapuchada como una cobra reina? ¿A cuál de ellos le había sido desnudada por un cuchillo al nacer? ¿Quién la tenía como un obispo gordo y morado? ¿De quién era el churro azucarado? ¿De quién aquella curva como un bastón? ¿Quién había insertado lentamente un limpiador de pipas en el ojo de la serpiente? ¿Quién presumía de preferir las plumas de oca, incluso con el hueso delante, y además sin desbarbar?

¿Quién se alborotaba con los niños pequeños? ¿Quién con las jovencitas vírgenes? ¿Quiénes daban, quiénes recibían, y quién era el afortunado que siempre terminaba en el medio ? ¿ Quién se había comido el mejor plato del banquete? ¿Quién había empalado al pavo mientras le torcían el pescuezo, y quién prefería rellenar los patos? ¿Quiénes unían a sus mujeres con caballos, y quién era el que había observado desfallecer a un pobre desgraciado bajo un enorme cerdo?

No estaba exagerando. Estaban todos allí, lo sabía, porque había leído sus diarios, sus cartas, sus historias, y ellos también lo sabían, porque me observaban observándolos. ¿Quién escribió los diarios y quién los tratados? ¿A quién le tiraban las
galanteries
y a quién las ilustraciones y las fotografías?

Al único que podía identificar con cierta seguridad era a Valentine. Él era quien se había colgado a sí mismo por la noche con una cuerda de seda, sobre su escritorio, para provocarse un orgasmo de especial violencia mientras un sirviente permanecía atento con un cuchillo listo para cortar la cuerda en el momento crítico.

¿Era una mujer quien estaba con ellos? Y si así era, ¿cuántas otras vírgenes de ojos oscuros temblaban en las sombras? Pero no, estaba equivocada. Era un hombre de largos rizos rubios y aceitados y los labios pintados, pero parecía tan joven, y carecía a tal punto de la altanería de los Nobles Salvajes, que no pude sino asumir que, al igual que yo, era una ayuda contratada.

Sir Jocelyn Knightley estaba de pie en medio de todos, todavía con el vaso en la mano, mirándome a los ojos, rodeado de humo. Cuando mis ojos dejaron de moverse, clavé la mirada en él, y la sostuve desafiante, como una amante furiosa y traicionada, y la mantuve hasta después de que se cerrase la puerta.

La imagen de la habitación infernal se desvaneció y yo me quedé sola en el pasillo, hasta que el mayordomo vino a buscarme y me acompañó hacia la puerta de la calle, donde no había un taxi esperándome. Nada consiguió molestarme en mi camino de regreso a Lambeth. Fui blanco de miradas, me hicieron propuestas e incluso me siguieron. Supe que alguien andaba tras de mí, pero escapé y conseguí perderle tras cruzar el puente de Westminster. Yo navegaba en los horrores del Londres nocturno como un fantasma flotando en las calles. El veneno que recorría las venas de nuestra sociedad, desde la realeza hasta las clases más bajas, parecía también recorrer mi cuerpo; me sentía mareada, como drogada. «¡El rey está enfermo!», quise gritar, pero no tenía aliento, y además, sus siervos lo estaban también.

Corrí por Ivy Street, ignorando las cortinas que se alzaban y abrí la puerta de mi casa. Me recibió la inesperada visión de Jack con mi delantal y una sartén en la mano, sirviendo un sofrito de carne a Peter, sentado a la mesa. Lucinda llevaba la jarra de leche a la mesa, vestida con su camisón. Todos dejaron sus cosas en cuanto me vieron y corrieron preocupados hacia mí (todos menos Peter), y Lucinda y yo nos abrazamos en un instante de paz en medio del barullo.

Cuando tuvo suficientes abrazos, mi hija me guió hasta una silla y Jack me acercó un vaso de leche tibia.

—Tiene un poco de brandy, señora Damage.

—¿Dónde has estado, mamá? ¿Dónde has estado?

—¡Mi niña! —grité y acaricié sus cabellos—. ¿Estás bien? ¿Cómo te sientes? ¿Estás bien?

—Estoy muy bien, mamá.

Y pude comprobar que era cierto. A pesar de la tensión por la larga ausencia de su madre, Lucinda no había tenido un ataque. Debía agradecérselo al hombre responsable de mi ausencia y mi sufrimiento: sir Jocelyn Knightley. Pero aquella noche juré que moriría antes de permitirle acercar su cuchillo a mi Lucinda. Me dije una y otra vez que sólo eran amenazas vanas, nada más, y que tal brutalidad no podía sino pertenecer a la ficción de sus libros en un país libre y glorioso como el nuestro, bajo el Gobierno de Su Majestad. Estábamos en Londres, no en los bárbaros confines del Imperio, donde se consideraba normal mutilar a las niñas pequeñas. Esto era Londres. La decente, noble y limpia Londres. ¿O no?

No pude pegar ojo en toda la noche. Observé a Lucinda respirando allá lejos en sus sueños durante más o menos una hora, y luego me deslicé a nuestra habitación. Aparté a una esquina las sábanas para no mover la parte que cubría el cuerpo de Peter y me acosté junto a él, intentando no tocarle y respirando en silencio. Pero veía su rostro bajo la luz de la luna, rojo y marcado como el de los amantes de la botella, deforme, e intenté recordar cómo era estar enamorada de él. Luego volví a levantarme y fui junto a Lucinda para hacer guardia, como si supiera que mi amor no bastaba para protegerla y que a partir de ahora debería estar muy atenta.

14

Oye, muchacho,

la vela se ha apagado,

y mi joven sirvienta se ha marchado;

ensilla al puerco,

pon la brida al perro

y tráela a mi lado.

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