siempre el amor que inspira lo que es recto,
como en la inicua la pasión insana,
silencio impuso a aquella dulce lira,
aquietando las cuerdas que la diestra
del cielo pulsa y luego las acalla.
¿Cómo estarán a justas preces sordas
esas sustancias que, por darme aliento
para que hablase, a una se callaron?
Bien está que sin término se duela
quien, por amor de cosas que no duran,
de ese amor se despoja eternamente.
Cual por los cielos puros y tranquilos
de cuando en cuando cruza un raudo fuego,
y atrae la vista que está distraída,
y es como un astro que de sitio mude,
sino que en el lugar donde se enciende
no se pierde ninguno, y dura poco:
tal desde el brazo que a diestra se extiende
hasta el pie de la cruz, corrió una estrella
de la constelación que allí relumbra;
no se apartó la gema de su cinta,
mas pasó por la línea radial
cual fuego por detrás del alabastro.
Fue tan piadosa la sombra de Anquises,
si a la más alta musa damos fe,
reconociendo a su hijo en el Elíseo.
«O sanguis meus, o superinfusa
gratia Dei, sicut tibi cui
bis unquam celi ianüa reclusa?»
Dijo esa luz llamando mi atención;
luego volví la vista a mi señora,
y una y otra dejáronme asombrado;
pues ardía en sus ojos tal sonrisa,
que pensé que los míos tocarían
el fondo de tú gloria y paraíso.
Luego gozoso en vista y en palabras,
el espíritu dijo aún otras cosas
que no las entendí, de tan profundas;
Y no es que por su gusto lo escondiera,
mas por necesidad, pues su concepto
al ingenio mortal se superpone.
Y cuando el arco del afecto ardiente
se calmó, y se abajaron sus palabras
a la diana de nuestro intelecto,
la cosa que escuché primeramente
«¡Bendito seas —fue tú, el uno y trino,
que tan cortés has sido con mi estirpe!»
Y siguió: «Un grato y lejano deseo,
tomado de leer el gran volumen
del cual el blanco y negro no se mudan,
has satisfecho, hijo, en esa luz
desde la cual te hablo, gracias a ésa
que alas te dio para tan alto vuelo.
Tú crees que a mí llegó tu pensamiento
de aquel que es el primero, como sale
del uno, al conocerlo, el seis y el cinco;
y por ello quién soy, y por qué causa
más alegre me ves, no me preguntas,
que algunos otros de este alegre grupo.
Crees bien; pues los menores y mayores
de esta vida se miran al espejo
que muestra el pensamiento antes que pienses;
mas por que el sacro amor en que yo veo
con perpetua vista, y que me llena
de un dulce desear, mejor se calme,
¡segura ya tu voz, alegre y firme
suene tu voluntad, suene tu anhelo,
al que ya decretada es mi respuesta!»
Me volví hacia Beatriz, que antes que hablara
me escuchó, y sonrió con un semblante
que hizo crecer las alas del deseo.
Dije después: «El juicio y el afecto,
pues que gozáis de la unidad primera,
en vosotros operan de igual modo,
porque el sol que os prendió y en el que ardisteis,
en su calor y luz es tan igual,
que otro símil sería inoportuno.
Mas querer y razón, en los mortales,
por causas de vosotros conocidas,
tienen las alas de diversas plumas;
y yo, que soy mortal, me siento en esta
desigualdad, y por ello agradezco
sólo de corazón esta acogida.
Te imploro con fervor, vivo topacio,
precioso engaste de esta joya pura,
que me quede saciado de tu nombre.»
«¡Oh fronda mía, que eras mi delicia
aguardándote, yo fui tu raíz!»:
comenzó de este modo a responderme.
Luego me dijo: «Aquel de quien se toma
tu apellido, y cien años ha girado
y más el monte en la primera cornisa,
fue mi hijo, y fue tu bisabuelo:
y es conveniente que tú con tus obras
a su larga fatiga des alivio.
Florencia dentro de su antiguo muro,
donde ella toca aún a tercia y nona,
en paz estaba, sobria y pudorosa.
No tenía coronas ni pulseras,
ni faldas recamadas, ni cintillos
que gustara ver más que a las personas.
Aún no le daba miedo si nacía
la hija al padre, pues la edad y dote
ni una ni otra excedían la medida.
No había casas faltas de familia;
aún no había enseñado Sardanápalo
lo que se puede hacer en una alcoba.
Aún no estaba vencido Montemalo
por vuestro Uccelatoio, que cayendo
lo vencerá al igual que en la subida.
Vi andar ceñido a Belincione Berti
con piel de oso, y volver del espejo
a su mujer sin la cara pintada;
y vi a los Nerli alegres y a los Vechio
de vestir simples pieles, y a la rueca
atendiendo y al huso sus esposas.
¡Oh afortunadas! estaban seguras
del sepulcro, y ninguna aún se encontraba
abandonada por Francia en el lecho.
Una cuidaba atenta de la cuna,
y, por consuelo, usaba el idioma
que divierte a los padres y a las madres;
otra, tirando a la rueca del pelo,
charloteaba con sus familiares
de Fiésole, de Roma, o los troyanos.
Entonces por milagro se tendrían
una Cianghella, un Lapo Saltarello,
como ahora Cornelia o Cincinato.
A un tan hermoso, a un tan apacible
vivir de ciudadano, a una tan fiel
ciudadanía, y a un tan dulce albergue,
me dio María, a gritos invocada;
y en el antiguo bautisterio vuestro
fui cristiano a la par que Cacciaguida.
Moronto fue mi hermano y Eliseo;
desde el valle del Po vino mi esposa,
de la cual se origina tu apellido.
Luego seguí al emperador Conrado;
y él me armó caballero en su milicia,
tan de su agrado fueron mis hazañas.
Marché tras él contra la iniquidad
de aquella secta cuyo pueblo usurpa,
por culpa del pastor, vuestra justicia.
Allí fui yo por esas torpes gentes,
ya desligado del mundo falaz,
cuyo amor muchas almas envilece;
y vine hasta esta paz desde el martirio.
Oh pequeña nobleza de la sangre,
que de ti se gloríen aquí abajo
las gentes donde es débil nuestro afecto,
nunca habrá de admirarme: porque donde
el apetito nuestro no se tuerce,
digo en el cielo, yo me glorié.
Eres un manto que pronto se acorta:
tal que, si no se agranda día a día,
el tiempo va en redor con las tijeras.
Con el «vos» que primero sufrió Roma,
y que sus descendientes no conservan,
comenzaron de nuevo mis palabras;
por lo cual Beatriz, que estaba aparte
la que tosió, al reírse parecía,
al primer fallo escrito de Ginebra.
Yo le dije: «Vos sois el padre mío;
vos infundís aliento a mis palabras;
vos me eleváis, y soy más que yo mismo.
Por tantos cauces llena la alegría
mi mente, y de sí misma se recrea
pues soportarlo puede sin fatiga.
Habladme pues, mi caro antecesor,
de los mayores vuestros y los años
que dejaron su huella en vuestra infancia;
decidme cómo era en aquel tiempo
el redil de san Juan, y quiénes eran
los dignos de los puestos elevados.»
Como se aviva cuando el viento sopla
el carbón encendido, así vi a aquella
luz brillar con mi hablar respetuoso;
y haciéndose más bella ante mis ojos,
así con voz más dulce y más suave,
mas no con este lenguaje moderno,
me dijo: «Desde el día en que fue dicho
"Ave", hasta el parto en que mi santa madre,
se vio libre de mí, que la gravaba,
a su León quinientas y cincuenta
y treinta veces este fuego vino
a inflamarse otra vez bajo sus plantas.
Mis mayores y yo nacimos donde
primero encuentra el último distrito
quien corre en vuestros juegcos anuales.
De mis mayores basta escucha esto:
quiénes fueran y cuál su procedencia,
más conviene callar que declararlo.
Todos los que podían aquel tiempo
entre el Bautista y Marte llevar armas,
eran el quinto de los que hay ahora.
Mas la ciudadanía, ahora mezclada
de Campi, de Certaldo y de Fegghine,
pura se hallaba hasta en los artesanos.
¡Oh cuánto mejor fuera ser vecino
de esas gentes que digo, y a Galluzzo
y a Trespiano tener como confines,
que tener dentro y aguantar la peste
de ese ruin de Aguglión, y del de Signa,
de tan aguda vista para el fraude!
Si la gente que al mundo más corrompe
no hubiera sido madrastra del César,
mas cual benigna madre para el hijo,
quien es ya florentino y cambia y merca,
a Simifonte habría regresado,
donde pidiendo su abuelo vivía;
de los Conti sería aún Montemurlo;
los Cerchi habitarían en Acona,
los Buondelmonti acaso en Valdigrieve.
Siempre la confusión de las personas
principio fue del mal de las ciudades,
cual del vuestro el comer más de la cuenta;
y más deprisa cae si ciega el toro
que el cordero; y mejor que cinco espadas
y más corta una sola muchas veces.
Si piensas cómo Luni y Orbisaglia
han desaparecido, y cómo van
Sinagaglia y Chiusi tras de aquéllas,
oír cómo se pierden las estirpes
no te parecerá nuevo ni fuerte,
ya que también se acaban las ciudades.
Tienen su muerte todas vuestras cosas,
como vosotros; mas se oculta alguna
que dura mucho, y son cortas las vidas.
Y cual girando el ciclo de la luna
las playas sin cesar cubre y descubre,
así hace la Fortuna con Florencia:
por lo cual lo que diga de los grandes
florentinos no debe sorprenderte,
que ya su fama en el tiempo se esconde.
Yo vi a los Ughi y a los Catellini,
Filippi, Creci, Orrnanni y Alberichi,
ya en decadencia, ilustres ciudadanos;
y vi tan grandes como los antiguos,
con el de la Sanella, a aquel del Arca,
y a Soldanieri y Ardinghi y Bostichi.
junto a la puerta, que se carga ahora
de nueva felonía tan pesada
que hará que vuestra barca se hunda pronto,
los Ravignani estban, de los cuales
descendió el conde Guido, y los que el nombre
del alto Bellinción después tomaron.
Los de la Pressa sabía ya cómo
gobernar, y tenía Galigaio
ya en su casa dorados pomo y funda.
Era ya grande la columna oscura,
Sachetti, Giuochi, Fifanti y Barucci,
Galli y a quien las pesas avergüenzan.
La cepa que dio vida a los Calfucci
era ya grande, y ya fueron llamados
los Sizzi y Arrigucci a las curules.
¡Cuán altos vi a los que ahora están deshechos
por su soberbia! y las bolas de oro
con sus gestas Florencia florecían.
Así hacían los padres de esos que,
cuando queda vacante vuestra iglesia,
engordan acudiendo al consistorio.
Esa insolente estirpe que se endraga
tras los que huyen, y a quien muestra el diente
o la bolsa, se amansa cual cordero,
iba ascendiendo, mas de humilde origen;
y a Ubertino Donati no placía
que luego el suegro con ella le uniese.
Ya hasta el mercado había el Caponsacco
de Fiésole venido, y ciudadanos
eran ya buenos Guida e Infangato.
Diré una cosa cierta e increíble:
daba la entrada al recinto una puerta
que de los Pera su nombre tomaba.
Los que hoy ostentan esa bella insignia
del gran barón con cuya prez y nombre
la fiesta de Tomás se reconforta,
de él recibieron mando y privilegio;
aunque se ponga hoy junto a la plebe
quien la rodea con franja de oro.
Ya estaban Gualterotti e Importuni;
y aún estaría el Burgo más tranquilo,
ayuno de estas nuevas vecindades.
La casa en que naciera vuestro llanto,
por el justo rencor que os ha matado,
y puso fin a vuestra alegre vida,
era honrada, con todos sus secuaces:
¡Oh Buondelmonti, mal de aquellas bodas
huiste, y el consuelo nos quitaste!
Alegres muchos tristes estarían,
si al Ema Dios te hubiese concedido,
cuando llegaste allí por vez primera.
Mas convenía que en la piedra rota
que el puente guarda, hiciera un sacrificio
Florencia al terminarse ya su paz.
Con estas gentes, y otras con aquéllas,
vi yo a Florencia con tan gran sosiego,
que no había motivos para el llanto.
Con esas gentes yo vi glorioso
y justo al pueblo, tanto que su lirio
nunca al revés pusieron en el asta,
ni fue hecho rojo por las disensiones.»
Como acudió a Climene, a consultarle
de aquello que escuchara en contra suya,
quien remiso hace al padre aún con el hijo;
tal me encontraba, y tal lo comprendían
Beatriz y aquella luz santa que antes
por causa mía se cambió de sitio.
Por lo cual mi señora «Expulsa el fuego
de tu deseo —dijo— y que éste salga
por tu imagen interna bien sellado:
no para acrecentar lo que sabemos
al decirlo: mas para acostumbrarte
a que hables de tu sed, y otros te ayuden».
«Cara planta que te alzas de tal modo
que, cual saben los hombres que no caben