caiga de las estrellas justo juicio
sobre tu sangre, y sea nuevo y claro,
tal que tu sucesor le tenga miedo!
Pues habéis consentido tú y tu padre,
por la codicia de eso distraídos,
que el jardín del imperio esté desierto.
Ven y vé a Capuletos y Montescos,
Filipeschos, Monaldos, ah, indolente,
esos ya tristes, y estos con recelos!
¡Ven, cruel, ven y vé la tirania
de tus nobles, y cura sus desmanes;
verás a Santaflora tan oscura!
Ven y contempla tu Roma llorando
viuda y sola, llamando noche y día:
« Oh mi César, por qué no me acompañas?»
¡Verás lo mucho que se quieren todos!
y si a piedad ninguna te movemos,
ven y tendrás vergüenza de tu fama.
Y si me es permitido, oh sumo Jove
que por nosotros en cruz te pusieron,
¿es que has vuelto los ojos a otra parte?
¿o te estás preparando, en el abismo
de tus designios, para hacer un bien
que se escapa del todo a nuestra mente?
Pues llenas de tiranos las ciudades
están de Italia toda, y un Marcelo
se vuelve cualquier ruin que entra en un bando.
Puedes estar contenta, ah, mi Florencia,
por esta digresión que no te alcanza,
pues se las sabe solventar tu pueblo.
La justicia en su pecho muchos guardan,
y, prudentes, disparan tarde el arco;
mas tu pueblo la tiene en plena boca.
Muchos rechazan cargos oficiales,
mas tu pueblo solícito responde
sin ser llamado, y grita: «iYo lo acepto!»
¡Alégrate, porque motivos tienes:
tú rica, tú con paz, y tú prudente!
De si digo verdad, están las muestras.
Las Atenas y Espartas, que inventaron
las viejas leyes tan civilizadas
del bien vivir, hicieron débil prueba
comparadas contigo, pues que haces
tan sutiles decretos, que a noviembre
los que hiciste en octubre nunca llegan.
Hasta donde recuerdo, ¿cuántas veces
leyes, monedas, hábitos y oficios,
has mudado, y cambiado de habitantes?
Y si te acuerdas bien y lo ves claro,
te verás semejante a aquella enferma
que no encuentra reposo sobre plumas,
mas dando vueltas calma sus dolores.
Los saludos corteses y dichosos
por tres y cuatro veces reiterados,
Sordello se apartó y dijo: «¿Quién sois?»
«Antes de que llegaran a este monte
las almas dignas de subir a Dios,
Octavio dio a mis huesos sepultura.
Yo soy Virgilio; y por culpa ninguna,
salvo el no tener fe, perdí los cielos.»
Así repuso entonces mi maestro.
Como queda quien ve súbitamente
algo maravilloso frente a él,
que cree y que no, diciendo «Es..., o no es...»,
aquel así; después bajó los ojos,
y se volvió hacia él humildemente,
y le abrazó donde el menor se agarra.
«Gloria de los latinos, por el cual
mostró cuánto podia nuestra lengua,
oh prez eterna, del pueblo natal,
qué mérito o qué gracia a mí te muestra?
Si de escuchar soy digno tus palabras,
dime si acaso vienes del infierno.»
«Por los recintos todos de aquel reino
doliente, aquí he llegado —respondió—
y, enviado del cielo, con él vengo.
Perdí, no por hacer, mas por no hacer,
el ver el alto sol que tú deseas,
pues que fue tarde por mí conocido.
No entristecen martirios aquel sitio
sino tinieblas sólo; y los lamentos
no suenan como ayes, son suspiros.
Allí estoy con los niños inocentes
del diente de la muerte antes mordidos
que de la humana culpa fueran libres.
Con aquellos estoy que las tres santas
virtudes no vistieron, mas sin vicio
supieron y siguieron las restantes.
Mas si sabes y puedes, un indicio
danos, con que poder llegar más pronto
a donde el purgatorio da comienzo.»
Respondió: «Un lugar fijo no me han puesto;
y me es licito andar por todos lados;
te acompaño cual gu(a mientras pueda.
Pero contempla cómo cae el día,
y subir por la noche no se puede;
será bueno pensar en un refugio.
A la derecha hay almas retiradas;
si lo permites, a ellas te conduzco,
y te dará placer el conocerlas.
«¿Cómo es eso? —repuso— ¿quien quisiese
subir de noche, se lo impediría
alguno, o es que él mismo no pudiera?
Y el buen Sordello en tierra pasó el dedo
diciendo: «¿Ves?, ni siquiera esta raya
pasarías después de que anochezca:
no porque haya otra cosa que te impida
subir, sino las sombras de la noche;
que, de impotencia, quitan los deseos.
Con ellas bien podrías descender
y caminar en torno de la cuestra,
mientras que al día encierra el horizonte.»
Entonces mi señor, casi admirado,
«llévanos —dijo— donde nos contaste,
pues podrá ser gozosa la demora».
De allí poco alejados estuvimos,
cuando noté que el monte estaba hendido,
del modo como un valle aquí los hiende.
«Allí —dijo la sombra—, marcharemos
donde la cuesta hace de sí un regazo;
y esperaremos allí el nuevo día.»
Entre llano y pendiente, un tortuoso
camino nos condujo hasta la parte
del valle de laderas menos altas.
Oro, albayalde, grana y plata fina,
indigo, leño lúcido y sereno,
fresca esmeralda al punto en que se quiebra,
por las hierbas y flores de aquel valle,
sus colores serían derrotados,
como el mayor derrota al más pequeño.
No pintó solamente alll natura,
mas con la suavidad de mil olores,
incógnito, indistinto, uno creaba.
Salve Regina, sobre hierba y flores
sentadas, vi a unas almas que cantaban,
que no vimos por fuera de aquel valle.
«Antes que el poco sol vuelva a su nido
—comenzó nuestro guta el Mantuano—
no pretendáis que entre esos os conduzca.
Mejor desde esta loma las acciones
y los rostros veréis de cada uno,
que mezclados con ellos allá abajo.
Quien más alto se sienta y que parece
desatender aquello que debiera,
y no mueve la boca con los otros,
Rodolfo fue, que pudo, con su imperio,
sanar las plagas que han matado a Italia,
y así tarde el remedio de otros llega.
Aquel que le consuela con la vista,
rigió la tierra donde el agua nace
que al Albia el Molda, el Albia al mar se lleva.
Otocar se llamó, y desde la infancia
fue mejor que el barbudo Wenceslao,
su hijo que lujuria y ocio pace.
Y aquel chatito que charla muy junto
con aquel de un aspecto tan benigno,
murió escapando y desflorando el lirio:
¡Ved allí cómo el pecho se golpea!
Mirad al otro que ha hecho a su mano
de su mejilla, suspirando, lecho.
Del mal de Francia son el padre y suegro:
saben su villa sucia y enviciada;
de esto viene el dolor que les lancea.
Aquel tan corpulento que acompasa
su canto con aquel tan narigudo,
de toda las virtudes ciñó cuerda;
y si rey después de él hubiera sido
el jovencito sentado detrás,
iría la virtud de vaso en vaso.
No es lo mismo los otros herederos;
tienen el trono Jaime y Federico;
mas el lote mejor ninguno tiene.
Raras veces renace por las ramas
la probidad humana; y esto quiere
quien la otorga, para que la pidamos.
También esto concierne al narigudo
y no menos que a Pedro, con quien canta,
de quien Pulla y Provenza se lamentan.
Tan inferior la planta es a su grano,
cuanto, más que Beatriz y Margarita,
Constanza del marido se envanece.
Mirad al rey de la vida sencilla
sentado aparte, Enrique de Inglaterra:
el vástago mejor tiene en sus ramas.
Aquel que está más bajo echado en tierra,
mirando arriba, es Guillermo el marqués,
por quien a Alejandría y sus batallas
lloran el Canavés y Monferrato.
Era la hora en que quiere el deseo
enternecer el pecho al navegante,
cuando de sus amigos se despide;
y que de amor el nuevo peregrino
sufre, si escucha lejos una esquila,
que parece llorar el día muerto;
cuando yo comencé a dejar de oír,
y a mirar hacia un alma que se alzaba
pidiendo con la mano que la oyeran.
Juntó y alzó las palmas, dirigiendo
los ojos hacia oriente, de igual modo
que si dijese a Dios: «Sólo en ti pienso.»
Con tanta devoción Te lucis ante
le salió de la boca en dulces notas,
que le hizo a mi mente enajenarse;
y las otras después dulces y pías
seguir tras ella, completando el himno,
puestos los ojos en la extrema esfera.
A la verdad aguza bien los ojos,
lector, que el velo ahora es tan sutil,
que es fácil traspasarlo ciertamente.
Yo aquel gentil ejército veía
callado luego contemplar el suelo,
como esperando pálido y humilde;
y vi salir de lo alto y descender
dos ángeles con dos ardientes gladios
truncos y de la punta desprovistos.
Verdes como las hojas más tempranas
sus ropas eran, y las verdes plumas
por detrás las batfan y aventaban.
Uno se puso encima de nosotros,
y bajó el otro por el lado opuesto,
tal que en medio las gentes se quedaron.
Bien distinguía su cabeza rubia;
mas su rostro la vista me turbaba,
cual facultad que a demasiado aspira.
«Vinieron del regazo de María
—dijo Sordello— a vigilar el valle,
por la serpiente que vendrá muy pronto.»
Y yo, que no sabía por qué sitio,
me volví alrededor y me estreché
a las fieles espaldas, todo helado.
«Ahora bajemos —añadió Sordello—
entre las grandes sombras para hablarles;
pues el veros muy grato habrá de serles.»
Sólo tres pasos creo que había dado
y abajo estuve; y vi a uno que miraba
hacia mí, pareciendo conocerme.
Tiempo era ya que el aire oscureciera,
mas no tal que sus ojos y los míos
lo que antes se ocultaba no advirtiesen.
Hacia mí vino, y yo me fui hacia él:
cuánto me complació, gentil juez Nino,
cuando vi que no estabas con los reos.
Ningún bello saludo nos callamos
luego me preguntó: « ¿Cuándo llegaste
al pie del monte por lejanas aguas?»
«Oh —dije— vine por los tristes reinos
esta mañana, en mi primera vida,
aunque la otra, andando así, pretendo.»
Y cuando fue escuchada mi respuesta,
Sordello y él se echaron hacia atrás
como gente de súbito turbada.
Volvióse uno a Virgilio, el otro a alguien
sentado allí y gritó: «¡Mira, Conrado!
ven a ver lo que Dios por gracia quiere.»
Y vuelto a mí: «Por esa rara gracia
que debes al que de ese modo esconde
sus primeros porqués, que no se entienden,
cuando hayas vuelto a atravesar las ondas
di a mi Giovanna que en mi nombre implore,
en donde se responde a la inocencia.
No creo que su madre ya me ame
luego que se cambió las blancas tocas,
que conviene que, aún, ¡pobre!, las quisiera.
Por ella fácilmente se comprende
cuánto en mujer el fuego de amor dura,
si la vista o el tacto no lo encienden.
Tan bella sepultura no alzaría
la sierpe del emblema de Milán,
como lo haría el gallo de Gallura.»
Así dijo, y mostraba señalado
su aspecto por aquel amor honesto
que en el pecho se enciende con mesura.
Yo alzaba ansioso al cielo la mirada,
adonde son más tardas las estrellas,
como la rueda más cercana al eje.
Y mi guía: «¿Qué miras, hijo, en lo alto?»
Y yo le dije: «Aquellas tres antorchas
por las que el polo todo hasta aquí arde.»
Y él respondió: «Las cuatro estrellas claras
que esta mañana vimos, han bajado
y éstas en su lugar han ascendido»
Mientras hablaba cogióle Sordello
diciendo: «Ved allá a nuestro adversario»;
y para que mirase alzó su dedo.
De aquella parte donde se abre el valle
había una serpiente, acaso aquella
que le dio a Eva el alimento amargo.
Entre flores y hierba iba el reptil,
volviendo la cabeza, y sus espaldas
lamiendo como bestia que se limpia.
Yo no lo vi, y por eso no lo cuento,
qué hicieron los azores celestiales;
pero bien vi moverse a uno y a otro.
Al escuchar hendir las verdes alas,
escapó la serpiente, y regresaron
a su lugar los ángeles a un tiempo.
La sombra que acercado al juez se había
cuando este la llamó, mientras la lucha
no dejó ni un momento de mirarme.
« Así la luz que a lo alto te conduce
encuentre en tu servicio tanta cera,
cuanta hasta el sumo esmalte necesites,
—comenzó— si noticia verdadera
de Val de Magra o de parte vecina
conoces, dímela, que allí fui grande.
Me llamaba Corrado Malaspina;
no el antiguo, sino su descendiente;
a mis deudos amé, y he de purgarlo.
«Oh —yo le dije— por vuestras comarcas
no estuve nunca; pero no hay un sitio
en toda Europa que las desconozca.
La fama con que se honra vuestra casa,
celebra a los señores y a sus tierras,
tal que sin verlas todos las conocen.